Cuando llueve, el loco es un mendigo de calcetines mojados. No hay prestigio en la locura, no hay excentricidad ni desdoblamiento. Hasta Salvador Dalí, mojado, era un perro triste.
Mientras escribo esto, llovizna. Hace días enteros que cae agua en Cataluña. A veces para, a veces regresa, pero nunca se va del todo. No. La primavera no ha llegado, se hace esperar.
Las gotas de la lluvia en un cristal (en esta ventana, por ejemplo) son pequeños individuos enloquecidos. Van, vienen, se quedan quietas, se acoplan y engordan. Me recuerdan a un viejo cuento.
Cuando llueve los enfermos nos vamos al patio y miramos hacia arriba. Nos gusta el agua natural (bañarnos no). Nos gusta el gris del cielo, las enfermeras enfadadas porque les duelen las varices, los doctores con el traje mojado, el desayuno caliente. Pero cuando pasan muchos días y la lluvia no se va, entonces de a poco nos vamos poniendo cuerdos. La lluvia larga nos quita la locura, y empezamos a hacer cosas de gente normal.
Nos fijamos en el periódico qué ha pasado con la opa de Endesa, hablamos del tiempo, nos saludamos con un apretón de manos, nos deseamos buenas noches, hacemos sudokus, revolvemos el café con leche y miramos por la ventana con gesto de impaciencia.
Los locos, con el agua que no se interrumpe, nos aplacamos, perdemos los poderes, nos quitan la alegría.
La lluvia está bien, las gotas de agua son buenas. Pero no tantos días sin parar. Ahora necesitamos un cambio.
Si las cosas siguen así por mucho tiempo, es posible que quedemos todos libres, que el hospital se quede vacío, y que los doctores no tengan a quien curar.
Dios no lo permita: que salga el sol.