Hablar por hablar
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Seis meses haciéndome el loco

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Imagínate que tienes que hablar con un doctor sobre lo que has hecho y lo que has pensado. Imagínate que llevas años hablando con este doctor, quien jamás ha faltado a la cita ni por lluvia ni por hemorroides. Imagínate que vives encerrado y nunca tienes nada que hacer ni pensar. Pero debes hablar de algo, no te permiten hacer silencio. Tú dirás: «Es imposible, Xavi, nadie podría hablar tanto». Pues no, no es imposible. El doctorcito V. y yo lo hacemos los martes, los jueves y los sábados. Los locos y los psiquiatras somos animales de costumbres. Lo que más nos gusta es hablar por hablar.

El doctorcito V. debería haber sido periodista. Posee los requisitos necesarios para ello: tiene paciencia, sabe preguntar, usa barba, dice mentiras, fuma como un carretero y mastica la punta de los lápices. Por eso me gusta hablar con él, porque no parece nunca apurado por irse. Nuestras charlas parecen una sobremesa de sábado por la tarde.

Él se sienta en su silla, yo en un sofá, y hablamos. Él mastica sus lápices y yo me hago guantes con un hilo blanco hasta que se me quedan los dedos morados por falta de riego. 

Formamos un excelente equipo, todo hay que decirlo. Él, cuando está conmigo, trata de no parecer un doctor. Y yo hago muchos esfuerzos para no parecer un loco. Si nos ve alguien de fuera diría que somos dos hipócritas, pero en realidad (me parece) estamos un poco hartos de lo que nos ha tocado ser.

Yo quisiera no estar loco. Quisiera no estar aquí encerrado todo el día, por ejemplo. Y al doctorcito V. le ocurre otro tanto: él querría no ser doctor y querría no estar aquí encerrado todas las tardes. 

Los doctores de los hospitales son un enfermo más, con la diferencia de que a final de mes, en lugar de un paseo por el parque, les dan un sobre con dinero. (Tampoco mucho). 

Yo nunca he tenido un amigo del alma. Es decir, un amigo de toda la vida, porque mi vida ha sido extraña. Mis amigos de la época del instituto no han podido seguirme hasta aquí. He perdido la relación con ellos. Por eso no conozco lo que es tener un amigo del alma. 

Podría decirse que el Gelatinas es mi amigo, sí, pero está aquí encerrado. Es fácil hacer amigos dentro de cuatro paredes. Lo complicado es tener un amigo que puede salir a la calle, volver otro día y contarte las cosas que ocurren fuera. El doctorcito V. es, en ese sentido, mi única conexión con el mundo real. ¿Pero es mi amigo? 

En la sesión de ayer se lo pregunté; sin medias tintas, a bocajarro: 

—Si un día te sacas la lotería y dejas de trabajar de doctor, ¿vendrías a verme alguna vez porque sí, por amistad?

Él se quedó un segundo en silencio, mordiendo el lápiz. Me miró a los ojos: 

—Creo que no, Xavi —me dijo. 

—¿No vendrías? 

—Si un día pudiera dejar este trabajo, no pisaría el hospital nunca más. Ni por ti. 

Nos quedamos los dos en silencio un buen rato. 

—¿Y tú? —me preguntó él— Si un día te vuelves normalito y te dejan salir de aquí, ¿vendrías a visitarme alguna vez? 

Me quedé pensando un segundo: 

—Ni borracho, doctorcito. 

Nos reímos. 

Después, antes de acabar la sesión, acordamos lo siguiente: si un día a él le toca la lotería y a mí me declaran normalito, nos encontraremos en un bar todos los martes, jueves y sábados, y conversaremos cincuenta minutos cada vez. Sin temas planificados, porque lo que más nos gusta es hablar por hablar.

Xavi L.
(Personaje de una novela de H. Casciari)