Por eso un día, centrados en mantener esa igualdad, se llevaron a Harrison Bergeron, un chico de catorce años que tenía demasiadas cualidades positivas: era ágil, lindo, inteligente y sobre todo, por culpa de su edad, no quería obedecer a nadie, era un rebelde.
Los padres de Harrison no pensaron mucho en la desaparición de su hijo, porque no podían hacerlo: tenían en la oreja un audífono que no podían sacarse (era ilegal sacarse el audífono) y eso les impedía pensar libremente, porque cada veinte segundos ese parlantito emitía un ruido atronador que desconcentraba a cualquiera. Así que los padres de Harrison lloraban casi todo el tiempo, pero no terminaban de entender por qué.
Hasta que un día, mientras miraban un reality con bailarinas, músicos y actores, un informativo interrumpió la emisión. Al principio costó entender qué pasaba porque la mujer que leyó el comunicado tenía una traba en la lengua que le impedía vocalizar correctamente, se movía con torpeza porque tenía pesas que le impedían moverse con gracia, y tenía una máscara para que nadie notara que era hermosa.
Con gran dificultad, la periodista dijo que Harrison Bergeron acababa de escaparse de la cárcel. Que se lo acusaba de intentar derribar al gobierno. Y que era muy peligroso. ¿La razón? En la cárcel, Harrison había pegado un estirón tan rápido que la Dirección de Impedidos no había tenido tiempo de adaptar las trabas. En vez de un pequeño dispositivo en la oreja, Harrison llevaba unos tremendos auriculares muy fáciles de sacar. Y las pesas de plomo que le habían colgado para moderar su fuerza habían perdido eficacia porque Harrison había crecido y movía sus pesas como si fueran las bolitas de un collar.
«Si ven a este muchacho (dijo la periodista del informativo) no intenten, repito: no intenten discutir con él».
Ni bien lo dijo, el estudio de televisión pareció sacudido por un terremoto y apareció Harrison con poco más de dos metros de alto y con el picaporte de la puerta en la mano. Todos en el piso se pusieron de rodillas y esperaron lo peor. Pero Harrison señaló a una bailarina y la invitó a pararse. Con mucha delicadeza, sacó el impedimento mental de su oreja, después le quitó los impedimentos físicos y finalmente le sacó la máscara. La bailarina era… hermosísima.
Harrison tomó de la mano a la bailarina y dijo: Bué… Ahora le vamos a mostrar a toda esta gente lo que significa la palabra «danza». ¡Música!
Temerosos, los músicos se quitaron sus impedimentos y empezaron a tocar: tocaban maravillosamente sin las trabas. Mientras, Harrison y la bailarina se movían desafiando las leyes de gravedad. Giraron, saltaron, volaron y en las alturas del estudio, como suspendidos, se besaron un rato largo. En eso estaban cuando entró al estudio la Directora de Impedidos, alzó una escopeta, disparó dos veces y mató a la pareja antes de que llegara al suelo.
En ese instante, el televisor de los padres de Harrison parpadeó y se apagó. La madre miró al padre con desesperación, pero el padre había ido a la cocina a buscar una cerveza. Cuando volvió, y ambos vieron que no había señal, empezaron a amargarse, pero pronto sintieron un estruendo en el tímpano que los sacudió y los dejó mirándose a la cara.
«¿Vos estuviste llorando?», le preguntó el padre a la madre, viendo sus ojos húmedos.
«Sí», dijo ella.
«¿Y por qué llorabas?», preguntó él.
«¿Sabés que no me acuerdo?», dijo ella. «Me parece que pasaron algo triste por la tele».
«Creo que me acuerdo», dijo el padre, sobresaltado. Pero justo cuando estaba por recordar, un estruendo le retumbó en la cabeza. Y después dijo: «No deberían pasar cosas tristes, por la tele».