«Harrison Bergeron», de Kurt Vonnegut
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Pausa

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En el año 2081 todos los hombres eran, por fin, iguales. Ninguno era más inteligente que otro, o más lindo que otro, o más fuerte o más rápido que otro. Y eso fue gracias a las enmiendas de la Constitución y a la permanente vigilancia de los agentes de la DGI (Dirección General de Impedidos), que se ocupaban de que la igualdad se mantuviera a cualquier precio y lo hacían de una forma muy simple: impedían que la gente demostrara sus virtudes. 

Por eso un día, centrados en mantener esa igual­dad, se llevaron a Harrison Bergeron, un chico de ca­torce años que tenía demasiadas cualidades positivas: era ágil, lindo, inteligente y sobre todo, por culpa de su edad, no quería obedecer a nadie, era un rebelde. 

Los padres de Harrison no pensaron mucho en la desaparición de su hijo, porque no podían hacerlo: tenían en la oreja un audífono que no podían sacar­se (era ilegal sacarse el audífono) y eso les impedía pensar libremente, porque cada veinte segundos ese parlantito emitía un ruido atronador que desconcen­traba a cualquiera. Así que los padres de Harrison lloraban casi todo el tiempo, pero no terminaban de entender por qué. 

Hasta que un día, mientras miraban un reality con bailarinas, músicos y actores, un informativo inte­rrumpió la emisión. Al principio costó entender qué pasaba porque la mujer que leyó el comunicado tenía una traba en la lengua que le impedía vocalizar co­rrectamente, se movía con torpeza porque tenía pesas que le impedían moverse con gracia, y tenía una más­cara para que nadie notara que era hermosa. 

Con gran dificultad, la periodista dijo que Harri­son Bergeron acababa de escaparse de la cárcel. Que se lo acusaba de intentar derribar al gobierno. Y que era muy peligroso. ¿La razón? En la cárcel, Harrison había pegado un estirón tan rápido que la Dirección de Impedidos no había tenido tiempo de adaptar las trabas. En vez de un pequeño dispositivo en la ore­ja, Harrison llevaba unos tremendos auriculares muy fáciles de sacar. Y las pesas de plomo que le habían colgado para moderar su fuerza habían perdido efica­cia porque Harrison había crecido y movía sus pesas como si fueran las bolitas de un collar. 

«Si ven a este muchacho (dijo la periodista del in­formativo) no intenten, repito: no intenten discutir con él».

Ni bien lo dijo, el estudio de televisión pareció sacudido por un terremoto y apareció Harrison con poco más de dos metros de alto y con el picaporte de la puerta en la mano. Todos en el piso se pusieron de rodillas y esperaron lo peor. Pero Harrison señaló a una bailarina y la invitó a pararse. Con mucha deli­cadeza, sacó el impedimento mental de su oreja, des­pués le quitó los impedimentos físicos y finalmente le sacó la máscara. La bailarina era… hermosísima. 

Harrison tomó de la mano a la bailarina y dijo: Bué… Ahora le vamos a mostrar a toda esta gente lo que significa la palabra «danza». ¡Música! 

Temerosos, los músicos se quitaron sus impedi­mentos y empezaron a tocar: tocaban maravillosa­mente sin las trabas. Mientras, Harrison y la bailarina se movían desafiando las leyes de gravedad. Giraron, saltaron, volaron y en las alturas del estudio, como suspendidos, se besaron un rato largo. En eso estaban cuando entró al estudio la Directora de Impedidos, alzó una escopeta, disparó dos veces y mató a la pare­ja antes de que llegara al suelo. 

En ese instante, el televisor de los padres de Ha­rrison parpadeó y se apagó. La madre miró al padre con desesperación, pero el padre había ido a la cocina a buscar una cerveza. Cuando volvió, y ambos vie­ron que no había señal, empezaron a amargarse, pero pronto sintieron un estruendo en el tímpano que los sacudió y los dejó mirándose a la cara. 

«¿Vos estuviste llorando?», le preguntó el padre a la madre, viendo sus ojos húmedos.

«Sí», dijo ella. 

«¿Y por qué llorabas?», preguntó él. 

«¿Sabés que no me acuerdo?», dijo ella. «Me parece que pasaron algo triste por la tele». 

«Creo que me acuerdo», dijo el padre, sobresal­tado. Pero justo cuando estaba por recordar, un es­truendo le retumbó en la cabeza. Y después dijo: «No deberían pasar cosas tristes, por la tele».

Kurt Vonnegut
Una adaptación de Hernán Casciari