¡Hasta el año que viene, Sumcutrule!
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Más respeto que soy tu madre

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El treinta de mayo de 1999, a la corta edad de diecisiete años (que para un perro es como un siglo), dejó de existir nuestro amado Sumcutrule, luego de una corta dolencia, tras ser aplastado por un citroën América amarillo patito matrícula B-1384009, tripulado por un hijo de una gran puta que no se detuvo a socorrerlo. Desde entonces, cada treinta de mayo, en nuestra casa reinan el silencio, la congoja y la reflexión.

El más afectado, año tras año, es el Zacarías, que se levanta primero que nadie y va a buscar al garage la valija donde tenemos los restos del Sumcu. Es una especie de ataúd móvil que mandamos hacer en la funeraria del Borja, con una sentida inscripción al frente y dos rueditas. Entonces el Zaca prepara el desayuno y empieza a despertar a toda la familia.

El Caio, que para cualquier otra cosa no se levanta ni a ganchos (menos en domingo), no opone nunca resistencia para dar este paseo, porque adoraba a su mascota. La Sofi viene a tomar la leche ya directamente llorando, porque también le afectó mucho la muerte del perro. Y yo, qué quieren que les diga, yo voy arrastrando los pies, con la cabeza gacha, porque los treinta de mayo son todos grises y me traen recuerdos muy feos.

Desayunamos rapidito y sin abrir la boca. ¿De qué vamos a hablar, si ya sabemos todo?

Después nos vestimos más o menos decentes y, ya en la puerta, agarramos para el lado del Parque Municipal, a pie. La valija la llevamos tres cuadras cada uno, tratando de no ir nunca por las veredas rotas, eligiendo caminos lisos, para que el alma del Sumcutrule no sienta el traqueteo. 

Cada tanto paramos en un árbol, para que el bicho huela la tierra mojada y reconozca su territorio.

Cuando llegamos a la estación de servicio que está después de las vías, agarramos la Veintinueve bis, que está menos transitada. Antes íbamos por la avenida República de Chile, pero pasan muchos autos y nos gritan cosas: «¡Ahí van los locos Addams!», nos dijeron hace un par de años unos desaprensivos. Y también una vez, un conocido del nene le gritó desde un ford taunus: «¡Caio, dejá de drogar a tu gente!». Insensibles son, se ve que no han tenido perro.

La Veintinueve bis es más tranquila. Y aunque ya hay gente que sabe que los treinta de mayo salimos con el perro en la valija, son de esos vecinos tranquilos, que lo único que hacen es salir a la vereda y vernos pasar. Algunos nos saludan: «Adióoooos», con ese tono sentido de los pueblos chicos. Otros, sabedores de que llevamos un gran dolor en el alma, se persignan en silencio y nos ven como lo que somos: un cortejo a pie.

Cuando agarramos la calle de tierra, y ya olemos el río y deja de haber casas alrededor, nos vamos soltando un poco. Ya solos, sin testigos burlones, empezamos a contarle al Sumcutrule las noticias del último año. Yo le cuento que el Nacho va a tener un bebé y que vive con la Luchía en Lago Puelo (que por eso no pudo venir); el Zacarías le dice que Fillol es el nuevo técnico de Racing; el Caio le confiesa, casi con la voz cortada por el llanto, que con el Cantinflas la vida no es lo mismo; y la Sofi se agacha tímida y le susurra unas cosas en secreto (seguramente noticias de sus romances). No quisimos decirle nada de lo del Nonno. ¿Para qué? No queremos darle malas noticias, pobre perro. Ya tiene bastante con lo que tiene.

Si de casualidad vemos de lejos un citroën, aunque esté estacionado y no corramos peligro, tratamos de agarrar por otra calle, para que el Sumcu no se altere. Los odiaba. Reconocía a esos coches del demonio por el ruido del motor, y salía siempre como loco a morderles las ruedas. Y el pobrecito tenía razón en odiarlos tanto, porque murió en esa desigual lucha perro-máquina, esa guerra interminable en la que han muerto tantos inocentes y tan pocos vehículos a motor.

Cuando llegamos al parque, sacamos el cuerpecito embalsamado y lo tiramos por los barrancos, para que juegue un poco. A veces, cuando hay, le traemos un gato asustadizo. Los gatos, cuando lo ven, no se dan cuenta que está muerto y se erizan igual. Y eso al Sumcu lo pone de buen humor, porque se siente útil. Después de hacerlo jugar un rato nos volvemos a casa en taxi, para que la gente no nos grite cosas.

Son días muy tristes, los treinta de mayo. Pero cuando volvemos a casa y guardamos la valija otra vez en el segundo estante del garage, y entre todos rezamos un Padrenuestro y le decimos «¡Hasta el año que viene, Sumcutrule!», es como que nos sentimos mejor. Ese perro nos llenó de vida la casa durante diecisiete años, y nunca pidió nada. Solamente quería que cada tanto lo sacáramos al parque. Eso, tan poquita cosa, a cambio de darnos felicidad.

¿Y qué, hay que dejar de darle los gustos solamente porque se haya muerto? Yo creo que no, que se merece sus paseos anuales y mucho más. Ha pasado mucho tiempo desde que está en esa valija, embalsamado, sin mover la cola. Y yo les juro, corazones, y no es broma ni estoy loca, que cada día me despierto y siento ese calorcito inconfundible a los pies de la cama. Como si estuviera entre nosotros. Y cuando caigo de que no, que es la costumbre nomás, el día siempre empieza peor sin ese perro.

Mirta G. de Bertotti
(Personaje de una novela de H. Casciari)