Desayunan las dos solas porque el marido de Luisa está en el sur, en un viaje de negocios, y ella invitó a su hermana a pasar unos días en la ciudad. Josefina aceptó enseguida, no solamente porque le venían bien unas vacaciones, sino porque su hermana tiene problemas cardíacos y además, últimamente, está un poco deprimida. Por eso, desde que llegó, Josefina intenta levantarle el ánimo a Luisa, y de a poco lo va consiguiendo. En un momento del desayuno incluso se empiezan a reír las dos, como cuando eran adolescentes, mientras planean lo que van a hacer el resto del día.
Ahora son las 9:15.
Luisa se levanta para pegarse una ducha y Josefina se queda sola en el comedor, lavando las tazas y oyendo la radio. De pronto suena el teléfono. Sin atender, Josefina va con el teléfono hasta el baño, pero Luisa ya está abajo de la ducha y le grita: «Debe ser Guillermo desde el hotel, atendé vos». Guillermo es el marido de Luisa. Y entonces Josefina atiende.
Del otro lado del tubo, un hombre se presenta como el oficial Luque y pregunta por Luisa. «Ella ahora no lo puede atender, ¿qué necesita?», dice Josefina.
Entonces el policía le da la noticia, sin vueltas: Guillermo acaba de morir en un accidente en la ruta. El cuerpo está en el hospital de una ciudad al sur, a muchos kilómetros. Josefina corta el teléfono, pálida, y se tapa la boca para evitar un llanto con ruido.
Cuando vuelve al comedor, sin saber cómo le dirá esto a su hermana cardíaca, la radio ya empezó a informar de un choque en cadena en el sur, con carrocerías incendiadas y cuerpos al costado de la ruta. Hablan de una tragedia de gran magnitud. Josefina apaga la radio.
Exactamente a las 9:25 las dos hermanas están sentadas en el living, una frente a la otra. «¿Por qué me mirás con esa cara?», pregunta Luisa, intrigada, todavía con el pelo mojado. Josefina toma coraje y le cuenta la verdad. Se lo dice de forma suave y en dosis, esperando que su corazón aguante la noticia. Pero Luisa no se altera demasiado: solamente se larga llorar, despacio, sin ruido. Después se encierra en su habitación, sola, y sigue llorando, recostada en la cama grande.
Al rato se levanta para lavarse la cara y mira por la ventana. Es un día espectacular de primavera. En la plaza de enfrente hay mujeres haciendo gimnasia y nenitos en los toboganes y en las hamacas. Abre la ventana y se asoma para respirar el aire fresco y el perfume de las flores de su balcón.
De pronto Luisa empieza sentir algo nuevo adentro suyo, y casi sin darse cuenta se escucha decir a ella misma en voz muy baja: «Soy libre… Soy libre».
La vida que tiene por delante se le viene toda junta a la cabeza. Ya no estoy atada a nadie, piensa. Voy a poder ir a correr a la mañana, voy a escuchar lo que se me antoje en la radio; si quiero, voy a cenar tarde; y si no quiero cocinar, no voy a cocinar…
Enseguida se siente culpable. Pero dos minutos después, exactamente a las 9:35, vuelve a pensar que nada, nada se compara a la sensación de libertad que ahora la invade. En eso Josefina golpea la puerta de la habitación, porque está preocupada. Luisa le abre y se abrazan. Van juntas al comedor, en silencio.
Se sientan otra vez en la mesa donde habían desayunado, pero no alcanzan a decir nada porque enseguida escuchan ruidos afuera y ven que la puerta de entrada se abre. Es Guillermo, vivito y coleando. Tiene una valija en la mano y la campera doblada en un brazo. Luisa abre los ojos con espanto, pega un grito y cae, desplomada, al suelo.
La ambulancia tarda apenas ocho minutos en llegar, pero es tarde. Según el médico, el corazón enfermo de Luisa fue incapaz de soportar una alegría tan grande. Josefina y Guillermo se miran sin consuelo. «¿Quién pudo hacer una broma tan horrible?», se pregunta Josefina, y Guillermo se encoge de hombros. En ese momento, ella alcanza a percibir la mentira en los ojos de su cuñado. Son las 10 de la mañana, en punto.