Home, sweet home
4m

Compartir en

Más respeto que soy tu madre

Compartir en:

Ayer se vendió la casa vieja. La compró una gente de Capital, que quiere tirarla abajo y poner un Blockbuster. Nos quedamos mudos cuando el de la inmobiliaria nos llamó esta tarde y nos dijo que la cerradura ya era otra y que solamente teníamos que ir a firmar. 

Muy en el fondo pensábamos que el cartel de «Se Vende» iba a quedar de por vida pegado en la ventana. 

Y ahora que lo descolgaron nos agarró una especie de impotencia. Como si se hubiera muerto un pariente y nos hubiésemos enterado seis meses después. Ganas de llorar para atrás: de haber llorado a tiempo. Cuando vayamos para ese lado de la calle Quince, de ahora en más y para siempre, nos va a faltar el paisaje más importante.

La Sofi y el Caio nacieron ahí. No se acuerdan de otra cosa. Se cagaron a golpes contra el parquet aprendiendo a caminar, se escondieron y se dijeron «piedra libre» en todas las habitaciones, se subieron al árbol del patio hasta que lo partió el rayo del noventa y tres… Por eso desde esta tarde andan los dos medio estúpidos, sin querer llorar pero con un nudo en la garganta que se les nota en la cara. Para Zacarías y para mí comprar esa casa fue lo único que nos salió bien en la vida. Pesito sobre pesito, dolores de espalda y de cabeza, horas extras en Plastivida, en la boutique. Con el Nacho chiquito, descuidado por nosotros y medio criado por los abuelos, a veces nos mirábamos y nos dábamos cuenta de que no podíamos más, que no teníamos de dónde carajo sacar fuerzas; nos humillaba vivir en casa de mis viejos, pero dale que te dale. Era una obsesión destartalada por tener algo nuestro, la pelea de dos cabezaduras… Queríamos una familia y un techo. No queríamos más nada en la vida. Y un día llegó. Y nos pasamos quince años abajo de ese cielo raso propio. Ahí nacieron los chicos, y en los ochenta llegó el empapelado con florcitas y se fue Alfonsín; y en los noventa aparecieron los adornos del Todo x Dos Pesos y la convertibilidad; y después un siglo nuevo, con la paradoja de tener módem y y no tener trabajo: las dos cosas por primera vez. Y nosotros adentro, aguantando la tormenta, como si la casa vieja fuera el paraguas de todos los males argentinos. Como si la casa nos abrazara. Y ahora vienen y nos dicen que van a poner un Blockbuster… Que la tiran abajo. Mirá vos qué plato. Dentro de seis meses Mercedes tendrá películas de Stallone donde estaba mi cajón de las bombachas. Las de Meg Ryan en la parte donde el Caio tartamudeó «papá» por primera vez. La sección Cine Clásico donde el Nacho guardaba el escaletri. Y los DVD donde mi mamá, antes de morirse, me dijo por última vez que me quería.

La casa vieja nació el doce de marzo del ochenta y ocho. Me acuerdo patente de ese día, de la tardecita que nos dieron la llave que ahora ya no abre ninguna puerta. Entramos los dos y vimos la casa sin muebles, quieta como el río Luján en verano, esperando llenarse de todos nosotros. El sol entraba por la ventana de la cocina, y un rayito de luz pegaba contra la mesada de mármol, haciendo parpadear el picaporte de la puerta. (Esa imagen la tengo grabada.)

Y yo, que había aguantado cuatro años de trabajo inhumano sin quejarme, que había llorado sin ruido para que mis viejos no sufrieran, al ver tanta maravilla me desarmé y me puse a llorar de felicidad —apretando la llave flamante— sobre el hombro del Zacarías. Y él, pobre santo laburador, héroe mío, me decía:

—¿Viste gorda? Pudimos, carajo, pudimos.

Él tenía pelo. Yo era tan linda… Ninguno de los dos sabíamos que el Caio ya me estaba haciendo cosquillas en la panza. Y que por fin íbamos a empezar a tener un hogar.

Mirta G. de Bertotti
(Personaje de una novela de H. Casciari)