Huéspedes y anfitriones (*)
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Pausa

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Una playlist de 125 cuentos

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Era diciembre, yo tenía una novia nueva, flamante, y alquilamos una casa de fin de semana en Montevideo. Elegí esa casa por Airbnb, la elegí lejos del centro y me equivoqué, porque justo me infarté en el living de esa casa, y el primer hospital estaba en la concha del mono, lejísimos.

Si hubiera tenido que elegir el peor momento para morirme, habría sido ese. Porque no solamente estaba en un país que no era el mío, no tenía obra social, nada; también me había separado de mi exmujer después de quince años y la única persona que sabía que yo estaba en Uruguay con Julieta, con la nueva, era mi ex. Para peor, Peñarol salió campeón esa tarde y el tráfico al hospital era imposible. O sea, me moría seguro y el infarto era tremendo.

Era el primer domingo caluroso de diciembre y sentí un ardor en el centro del pecho. «¿Querés que llame a alguien?», me preguntaba Julieta, y yo le decía que no, que seguramente era acidez, pero cruzaba los dedos para que no fuera un infarto. Es horrible, pero horrible, que te dé un infarto y que te mueras justo al principio de una relación con una mujer más joven, porque todo el mundo en el velorio se piensa que te moriste de esfuerzo sexual.

Me bajó la presión de pensar en ese velorio, y Julieta me dice: «¿Llamo a alguien? Ahora estás pálido». Ella también cruzaba los dedos para que no fuera un infarto. Nos habíamos conocido hacía muy poquito. Es muy feo ser una chica y que de repente una aventura sentimental se te convierta en la burocracia de meter un cadáver al congelador del Buquebus.

¡Pobrecita! ¿Y a quién iba a llamar, ella, además?, pensaba yo. Si solamente mi exmujer sabía dónde estábamos. No es recomendable llamar tan pronto a la exmujer de alguien para decirle «Mirá, te lo devuelvo porque se murió». ¡No!

Entonces, de repente, yo estaba en la cocina con este dolor. De repente, el brazo izquierdo se durmió por completo. Y ahí me di cuenta de que no era acidez, de que era un infarto, y se lo dije a Julieta: «Che, boluda, es un infarto». Y Julieta salió corriendo, se fue. Y yo pensé: «Ojalá que haya ido a buscar ayuda». Y me quedé solo, en ese momento, en la casa de huéspedes, me quedé solo con mi infarto. Y lo dije dos veces más: «Es un infarto, boludo, es tu infarto».

Y eso lo cambió todo, fue como una especie de frontera. Desde que me quedé solo en la casa, me convertí en un hombre cualquiera que se muere sin nadie; en mi papá, en el sillón, después del tenis, cuando se murió y no había nadie; en mi abuelo, con cáncer de páncreas, que se murió en el hospital sin ninguna enfermera; en cualquier mendigo que eterniza su apnea abajo de un puente… y que se muere; fui todos los hombres muertos que no tuvieron gente al lado. ¡Y es horrible morirse solo! ¡Es horrible!

Y si estoy contando ahora la historia (quiero decir, si estoy acá y si vuelvo a ser el personaje del cuento), es porque Julieta volvió, no se había escapado, volvió con los anfitriones de la casa, con los dueños, con Javier y Alejandra, y como pudieron me subieron a un auto entre los tres. Yo no podía respirar. Salimos por una avenida que estaba llena de hinchas de Peñarol, era imposible llegar al hospital, pero tuvimos la suerte de cruzarnos con un patrullero. Alejandra, la anfitriona, la que manejaba el auto, sacó la cabeza por la ventanilla y le dijo al policía: «Llevamos a un infartado, guianos al hospital». Y al patrullero le giraron luces azules y rojas, como en una serie yanqui, y le brotó un aullido de urgencia que obligó al tráfico a abrirse como el mar Rojo.

Yo miraba el camino con la presión en la mínima. Me di cuenta de que respirar, cuando estás infartado, requiere de un esfuerzo enorme, y también supe que si perdía el conocimiento mi cuerpo no iba a poder respirar solo. Supe que no tenía que hacer literatura mental: nada de pensar tristemente en mi hija, que estaba en Barcelona, ni en mi vida con nostalgia, nada de pensar en toda la gente a la que no le había dicho «te quiero», porque si me emocionaba, la energía de la respiración se disipaba y me moría. Solamente había que respirar y llegar. Respirar y llegar. Y no morir. Si llegaba a una camilla, todo iba a estar bien, porque lo único que hay que evitar en la vida es la frase que dice: «Se murió de camino al hospital». Es una frase de mierda. Por suerte llegamos.

Por suerte me pusieron un stent, me salvaron la vida. El médico me dijo, después de la operación, que la velocidad con que me trajeron en el auto los anfitriones, los dueños de la casa, había sido vital. Gracias al patrullero y a Julieta y a Javier y a Alejandra, habíamos hecho en diecinueve minutos un camino que se suele hacer en cuarenta. El médico me dijo:

—Tu corazón no hubiera aguantado cuarenta.

Un par de días después, en la habitación de cuidados intensivos del Hospital de Clínicas de Montevideo, me llegó un correo de la página de alquiler de casas, de Airbnb. Me pedían una evaluación pública de mis anfitriones en Montevideo. Como yo todavía no podía escribir, le dicté a Julieta mi evaluación pública de esa casa, que dice así:

«Excelente vivienda para huéspedes con propensión al infarto agudo de miocardio. La zona posee comunicación directa con los mejores hospitales de Montevideo. Los anfitriones, Javier y Alejandra, se convierten al instante en ángeles de la guarda y te salvan la vida sin conocerte. Te llevan muy rápido al hospital, en su propio auto, mientras te estás muriendo y después donan sangre para tu operación. No permiten que caigas en depresión ni que te sientas solo; te traen libros para que leas y además no te quieren cobrar los días que te quedás en su casa. ¡Muy recomendable!».

Hernán Casciari