No sé bien por qué lo hacía, pero no era capaz de evitarlo. Podría definirse como un tic, pero no lo era. Podía pensarse que se trataba de una gracia infantil, pero tampoco. Me pasó durante años y lo sufrí en silencio hasta hoy, que me atrevo a contarlo. Todavía me causa un poco de vergüenza hablar del tema.
Cada vez que veía a alguien a punto de hacerme una fotografía, individual o de grupo, casual o pautada, una fuerza más poderosa que cien caballos me obligaba a poner un determinado gesto histriónico. Siempre el mismo gesto, durante dolorosísimos años. En mi casa de Mercedes hay cantidad de fotos mías, que van desde que tengo uso de razón y hasta el otoño en que el presidente Videla vino en persona al colegio y nos regaló una jaula gigante; en todas las fotos de esa época aparezco inmortalizado con esa cara de idiota. Burlándome del buen gusto; despreciando la posteridad de los álbumes familiares.
La mueca, técnicamente hablando, era un homenaje involuntario a cuatro celebridades de entonces. Un segundo antes del flash, yo inflaba las mejillas como el actor mexicano Carlos Villagrán, ponía la trompa como el cómico argentino José Marrone, y los ojos bizcos como la vedette Susana Giménez. A la vez, ladeaba un poco el cogote para la derecha, como el científico Stephen Hawking. El resultado era de un patetismo brutal.
Las primeras ocho o doce veces que lo hice me festejaron la gracia. Según mis estudios posteriores, comencé a desarrollar esta enfermedad en Mar del Plata, en el verano del setenta y cuatro. La primera foto que arruiné todavía existe, descolorida, en algún cajón de mi casa. En toda la serie de fotografías de aquellas vacaciones tengo ese gesto infame. Pero mis padres no captaron entonces la gravedad del suceso.
Al principio se reían, creyéndome un gordito extravagante. Con el tiempo le restaron importancia al asunto, con una frase que usaban mucho conmigo para casi cualquier cosa:
—Dejálo, quiera llamar la atención.
Sin embargo los años y las fotos se sucedían y yo no lograba quitarme esa mueca de la cara cada vez que oía el clic de una cámara. En la intimidad de mi habitación, y aún siendo muy niño para traumatizarme por algo, yo sabía que tenía un problema grave. Los demás, en cambio, seguían pensando que aquello era normal y pasajero.
Marcos, mi abuelo materno, fue el primero en darle importancia al asunto. Durante la Navidad del setenta y seis llamó a mi madre aparte y le dijo que yo era un pelotudo, que había que hacer algo con urgencia, que no podía ser que me burlase de toda la familia y le arruinara, sistemáticamente, las fotos de las Fiestas y las Pascuas, y que si alguien no me encarrilaba a tiempo, yo de grande iba a terminar muy mal: o muerto apuñalado en una zanja o, lo que es peor, dijo mi abuelo tocando madera, haciendo bolos en los programas de los hermanos Sofovich.
El regreso a casa en coche resultó ser la primera confrontación pública con mi enfermedad secreta. Mi madre, un poco cortada, me dijo que dejara de hacer morisquetas en las fotos. Me lo dijo con calma, pero dolorida por el sermón de su padre, al que respetaba mucho. Y sobre todo, me lo dijo como si esas muecas fuesen algo manejable para mí, como si yo, realmente, pudiese controlar el problema. Me aconsejó dejar de hacerlo, y se quedó tranquila.
En marzo del setenta y siete comencé la escuela primaria. Yo ya no era un chico de jardín de infantes, ya no se me perdonaba todo: comenzaba a usar guardapolvos blanco, bléizer, e iba al Colegio engominado. Ya sabía leer, y ya sabía escribir. A las dos semanas de clase nos sacaron a todos al patio para hacernos la típica foto de grupo. Las maestras me colocaron en la primera fila, a la izquierda de la pizarra negra que ponía Escuela Nº 1, Primer Grado B. Juro que hice un esfuerzo sobrehumano para que no ocurriera la catástrofe, pero la mueca apareció, inmensa, justo en el momento del flash.
A la semana, en un sobre color madera, llegó la fotografía escolar a mi casa y las cosas empezaron a complicarse. Mi madre se desinfló en la cama grande, angustiada, y guardó la foto en un cajón en vez de ponerla en el álbum. No hablamos del tema nunca. Por fin todos sabíamos que yo padecía una enfermedad extraña, pero la familia no era capaz de afrontar el tema en la sobremesa.
Pasó todo ese año en puntas de pie. Yo intentaba no ponerme jamás delante de una cámara, y mi madre me quitaba de las reuniones y cumpleaños cuando llegaba el fotógrafo. Pero al siguiente marzo, cuando empecé segundo grado en un colegio distinto, los nuevos profesores (ignorantes de mi patología) me dieron otra vez posición de honor en la foto de grupo. Segundo Grado, 1978. Escuela Normal Superior, decía esta vez la pizarra. Y como el tiempo pasaba veloz, la foto ya era a colores, y mi mueca asquerosa apareció, entonces, tres veces más nítida y real.
Mi familia ya no sabía qué hacer conmigo. Con desconcierto le echaban la culpa a los libros, a los muchos libros que yo ya empezaba a leer por las noches. En ese tiempo me gustaba Mark Twain (sus personajes Tom y Huck) más que cualquier otra cosa en la vida.
Una tarde de junio, meses después de la foto, mi madre se encontró con una señora en la mercería, y en medio de una charla trivial de nuevas vecinas, ambas descubrieron que tenían hijos de la misma edad en la Escuela Normal Superior. La señora se acercó entonces al oído de mamá para hacerle una confidencia:
—Igual lo más probable es que al mío, el año que viene, lo cambie de colegio, porque mucho no me gusta la Escuela Normal.
—¿Por qué? —preguntó mi madre.
—Ay, es que ahí dejan matricularse a cualquiera —dijo la señora—. Hay dos chicos medio negritos, de la villa miseria, en la misma clase que nuestros hijos…, y para más inri también hay uno que, pobrecito, es retrasado. ¿Vos no viste la foto del gordito mogólico? Yo me fui a quejar enseguida… No puede ser que un chico te arruine una foto que es para siempre.
A mi madre se le llenaron los ojos de lágrimas, pero se mordió los labios.
—Por suerte a la semana les hicieron la foto de grupo otra vez —informó la vecina—, pero al retrasadito no le avisaron. ¿Vos tenés la segunda foto, no?
Yo estaba jugando con el Segelin cuando vi aparecer a mi madre como una tromba. Los ojos inyectados en sangre, las venas de la frente como fideos recién amasados… Sin embargo, en vez de golpearme se acercó a mí, se sentó en el sillón, me miró a los ojos como si yo fuese un criminal, o un pintor que le empapeló mal el comedor, y se puso a llorar sin consuelo. Me miraba y lloraba. Me volvía a mirar, y comenzaba otra vez el llanto.
Entre sollozos, me contó lo que había ocurrido en la mercería, y me dijo, en medio de unos pucheros asmáticos, que se sentía la madre más desdichada del mundo. Que tenía vergüenza de mí, que no podía creer que estuviera pasando todo eso, que se estaba secando de puro dolor. Jamás había visto a Chichita de ese modo. Nunca. Es preferible mil veces que tu madre te pegue con una chancleta hasta que se te levante la piel de la espalda, a verla llorar en serio, sin esperanzas, mientras te mira a los ojos.
Para mí aquello fue como una revelación. Un mensaje. Verla llorar fue el fin de mi trauma y de mis muecas. Supe, inmediatamente, que no volvería a arruinar una foto en la reputísima vida de dios. Apreté los puños y me lo juré a mí mismo. “Se acabó Hernán —me dije— tenés que ser un hombre, todavía no tenés ni ocho años y ya has dejado a tu mamá sin esperanzas; si seguís en este tren, antes de los quince sos Robledo Puch”. Todo eso me dije, temblando por dentro como una hoja, y me prometí cumplir con la promesa aunque me costase un calambre facial.
Tres semanas después tuve la primera oportunidad de redimirme; fue en el Club Ateneo. Jugábamos nuestra primera final de básquet contra los chicos del Quilmes, en la categoría pre-mini. Antes de cada final deportiva un fotógrafo viene y hace una foto de ambos equipos, que después es colgada en la pizarra de corcho de todos los clubes, y además la compran los padres y salen en los diarios locales. Era mi oportunidad: el destino me estaba echando un cable, y debía aferrarme a él con las dos manos.
Aquella tarde yo llevaba el número cinco en la pechera, y mi musculosa celeste; fue la primera vez en la vida que recé un padrenuestro. Cuando el fotógrafo se acercó y nos pidió que nos apiñáramos, crispé la mandíbula y le pedí a Dios que, en su infinita sabiduría, me permitiera sonreír normalmente, como una gioconda basquetbolista, como Claudio Levrino en la tapa de la Radiolandia, como Él quisiera, pero más o menos parecido a un angelito decente. Respiré hondo, miré la cámara, levanté el mentón, y el flash me encegueció de incertidumbre.
Jugué esa final con el corazón asustado, alegre por dentro de haber posado como una persona normal, pero no muy convencido de que me hubiese salido bien. Jugué un partido confuso, perdí varias pelotas, pero no recuerdo si salimos campeones o no; mi triunfo estaba en otra parte. Mi gloria no era deportiva; era el triunfo de la dignidad y la voluntad del hombre. Estaba casi convencido de haberlo logrado.
A la semana vi la foto en la pizarra del club. Todo había salido perfecto. La mueca no había aparecido. La busqué con lupa, pero no estaba allí. La que vi era mi cara de siempre, mi cara del espejo, mi cara del reflejo de las vidrieras. Una leve sonrisa, la frente alta, la musculosa celeste, mis compañeros de juego escoltando mi normalidad. Fui, por un momento, el jugador de básquet más feliz del mundo.
En casa no dije nada. No quería vanagloriarme. Preferí esperar a que llamase a la puerta el mensajero con las fotos, y que mi madre recibiera la buena nueva sin condicionantes, sin promesas ni expectativas.
El sábado siguiente, temprano, yo todavía estaba en la cama. Sonó el timbre, mamá salió a atender, y escuché que le estaban entregando las fotos del Club, en el sobre papel madera de siempre. Chichita despidió al mensajero y se quedó en el pasillo, en silencio. Oí ruidos de papeles que se abrían. Y después silencio. Uno o dos minutos de silencio.
Pensé: “Está bien que no me diga nada, que no me felicite ni me agradezca… Porque, bien pensado, no hice algo fuera de lo común, sólo lo correcto, lo que debería haber hecho desde el principio… No, no merezco premios, no hay mejor recompensa que la serenidad del espíritu”.
En medio de ese pensamiento, mamá entró a mi cuarto con un cinturón y empezó a sacudírmelo en la espalda como jamás en toda su vida. Chichita se había convertido en una madre ninja. Me pegaba con la mano libre, con el cinto, y me daba patadas con los pies; el ritmo era devastador. A causa de la sorpresa, no tuve tiempo para cubrirme. Me tapé con la manta y me dejé castigar en silencio. En la oscuridad de la cama, en medio de los golpes y los gritos de ella, no entendía qué estaba pasando. Cuando acabó, saqué tres cuartos de cabeza afuera y la vi: ella lloraba sentada en la punta de la cama.
Me miró con odio y rompió la foto del Club, y el sobre, en cuatro pedazos:
—¿Otra vez? —me dijo, desesperada— ¿Otra vez me hacés hacer pasar vergüenza adelante de todo el pueblo?
Y empezó a pegarme otra vez.
Bajo las sábanas, y con las manos cubriéndome la cabeza, pensé en suicidarme para que mi madre escarmentara.
No era la primera vez que pensaba en la muerte. También fantaseaba con encerrarme a oscuras en el rincón blanco, con una manzana, y ver cuánto tardaba en morirme de hambre. Los chicos de siete, o de ocho años, nunca quieren suicidarse. Sueñan en realidad con la carta que van a dejar, con el llanto posterior de la madre, con ese remordimiento dulce. Le había pasado a Tom Sawyer. Le había pasado a Huck… Mark Twain me entendía mucho mejor que Chichita, pensaba yo mientras Chichita me seguía pegando bajo la manta. Mark Twain era un monstruo enorme, un viejo loco que sabía mejor que ningún adulto con qué fantasea un chico de diez años. Yo quería fingirme muerto para ver cuál era la reacción de mi familia. Mil veces había soñado con aquello. O perderme una isla desierta junto a mi mejor amigo el Chiri, y fumar los dos en pipa, y comer lo que se cayera de los árboles. Navegar en una balsa de madera con un negro loco. Encontrar un montón de monedas robadas y ser el héroe del pueblo. Conversar toda la noche de cosas graciosas, o de asuntos de miedo, con unos viejos barbudos llegados del mar. Odiar la escuela tanto como querer aprender todo de golpe, pero de otra forma. Y hasta quemar los libros de la escuela. A los once años yo no veía la hora de encontrarme con alguien que me hablara despacio, sin palizas, y con las palabras de los libros de Mark Twain. No sabía que aquella no era una jerga gloriosa de libertad, sino la resaca de las malas traducciones españolas. Pero en las charlas corrientes yo decía la mar, y también decía pasta, y de noche soñaba con el ruido del Mississippi, y envidiaba la suerte de los chicos que tenían a la vuelta de casa un río con tanta consonante doble —mi río Luján sólo tenía cinco letras— y con tanto esclavo escapando de los campos de algodón.
Pero en mi infancia no había esclavos, ni niños que, como Huck, vivieran en la calle. En Mercedes había locos y mendigos, pero casi todos, cuando llegaba la noche, tenían un techo. Solamente la loca Raquel dormía a la intemperie, eso al menos había escuchado yo. Raquel, de todas formas, no era aventurera como el negro Jim, ni peligrosa como el Indio Joe; era más bien una excentricidad del barrio. De todos modos Chichita se ponía en alerta máxima —¡Hernán, metéte para adentro!— cuando la loca se acercaba demasiado.
Sus rarezas eran dos: iba vestida de maestra cuando no lo era, y se desvestía en la calle para ponerse el guardapolvo del colegio. Por lo demás, la Loca Raquel era inofensiva y mi madre sólo me resguardaba por temor a que yo pudiera verla sin ropa. Me resguardó bastante mal, porque fue la primera mujer desnuda que vi en la vida.
La primera vez que la vi yo tenía cinco años y esperaba en la vereda a que Roberto sacara el coche del garaje para llevarme al Jardín. Hacía un frío con escarcha, pero Raquel se puso atrás de un árbol y se quitó el vestido por la cabeza, de un solo movimiento, como si fuera una tarde de verano. El momento fue intenso y memorable. Me quedé hipnotizado viéndole las tetas caídas, el matorral esponjoso, las estrías, los brazos blancos como la leche. Pero no fue la palidez del secreto lo que me impresionó.
—¡Hernán, metéte para adentro!
Yo miraba otra cosa en el cuerpo de la mujer cuando Chichita se acercó a la Loca y la espantó como si fuese un perro, es decir, diciendo tres o cuatro veces la palabra juira y haciendo ondular un repasador. Era otra cosa lo que me dejó boquiabierto. Más tarde, en el coche, Chichita me preguntó qué había visto y yo le dije que nada.
—Nada cómo.
—No vi nada, mamá.
Pero no era cierto. Yo había visto algo en la Loca Raquel. Lo único que me llamó la atención de su cuerpo, lo que sigue en mi memoria después de tantos años, fue la tremenda cicatriz de una cesárea que le partía la barriga en dos mitades.
Al rato escuché, sin querer, una conversación entre mis padres sobre la Loca Raquel. Chichita le decía a Roberto:
—La pobre mujer está así porque el marido la traicionó —y yo entendí que hablaban sobre aquella herida horrible. Y por eso, desde aquella mañana, la palabra traición significó, para mí, un tajo de cuchillo en el abdomen.
No era la primera vez que entendía mal las palabras. De chico yo tenía dos enormes desperfectos: uno era el problema de las muecas en las fotografías, y el otro era que me gustaba oír a los adultos cuando susurraban y sacar mis propias conclusiones. A raíz de esta mala mezcla siempre confundí todas las cosas. Me gustaba saltar al vacío de las definiciones sin saber si abajo había agua. Por inseguridad supongo, pero también por orgullo, sospechaba significados rocambolescos y los daba por buenos. También creí, durante años, que el orgasmo era un pianito eléctrico que mi tía Luisa no había tenido nunca.
Estos errores, casi siempre, se desvanecían gracias a un sopapo no esperado. El problema de las palabras malentendidas no estaba en acuñar un falso significado, sino en utilizarlas en una frase cualquiera, días o meses más tarde. Por ejemplo, en la vidriera de una casa de música:
—¿Querés o no querés que te compre el acordeón a piano?
—No, mamá. Prefiero tener un orgasmo.
¡Zácate!
Y cuando no era una cachetada era todavía peor, porque entonces mi familia me confundía con un poeta temprano, con una especie de prodigio de las palabras:
—Decile a la abuela Chola que venga al comedor.
—Ahora no puede, está traicionando a un chancho.
Con el tiempo, la escuela primaria y los diccionarios Sopena me descubrieron el verdadero significado de algunas palabras complicadas. Pero en otros asuntos yo seguía siendo muy ingenuo. Los chicos curiosos somos desordenados en la prioridad de los descubrimientos. Es posible que conozcamos los nombres y la ubicación de todos los dientes, pero al mismo tiempo creamos en el ratón invisible que nos pone un billete bajo la almohada.
A los nueve años yo ya conocía algunas definiciones estrafalarias pero, qué paradoja, aún no sabía que los Reyes Magos eran Roberto y Chichita. Sospechaba que había gato encerrado, un trasfondo secreto, pero no lograba entender qué era. Era imposible que tres personas subidas a tres camellos pudieran entregar miles de regalos al mismo tiempo en Mercedes, San Isidro y Mar del Plata (mis únicas ciudades conocidas), pero también eran imposibles muchas otras cuestiones.
Una cosa es comprender, por ejemplo, qué dice el diccionario sobre el vocablo traición, y otra cosa mucho más pedagógica es sentir cada letra en la nuca. Cuando Agustín Felli, en el recreo, me contó la verdad sobre los Reyes, sentí el peso multiplicado de la palabra. No me sentí traicionado una, sino siete veces. Mis padres me habían engañado año tras año, desde el setenta y tres a la fecha, como si yo fuese una paloma muerta que los caminantes pisan y pisan y pisan durante una marcha por los derechos del animal.
Si los Reyes no existían, ¿qué habían sido entonces aquellas noches en vela? Recuperé en mi cabeza imágenes felices que, de repente, se convertían en humillaciones del pasado: mi papá llevándome a la quinta a buscar pasto y agua, mi mamá fingiendo sorpresa al verme abrir un paquete que ella misma había envuelto, ambos diciendo haber oído las pisadas de los camellos; todos, absolutamente todos los veranos de enero habían sido una mentira.
La traición es un terremoto en los cimientos del pasado, una segunda versión de tu propia historia que desconocías y que alguien (el traidor) ha modificado para que sientas vergüenza y te conviertas en un imbécil en diferido. La traición nunca ocurre ahora, en el momento, sino antes. Las manchas del recuerdo en la alfombra son quienes te señalan la ofensa. Si no tuviéramos memoria nadie podría sernos infiel, ni desleal, ni traicionarnos.
Un chico que descubre la profundidad de la traición se queda, de golpe, solo en medio de una casa llena de juguetes sin pilas. Si los Reyes, que eran algo trascendental, no existen, entonces puede que no existan muchas otras cosas. La traición nunca viene sola: la escoltan, bravuconas y serviles, la sospecha y la incredulidad. ¿Seré adoptado? ¿Mi abuela también serán los padres? ¿Existe Mario Alberto Kempes, Dios, el carnicero Antonio, las milanesas con papas? ¿Cuánto más me han engañado y han reído a mis espaldas?
Yo cantaba tangos a los gritos. Yo decía “arácnido en tu pelo” en El día que me quieras; y decía “el pintor escobroche” en la segunda estrofa de Siga el Corso. Cuando supe que esas letras no eran tales, que eran otras, tuve vergüenza de mi pasado cantor, de todas las veces que los grandes me habían oído desafinar y habían reído a mi costa sin marcar nunca el error, para poder seguir riendo en el futuro. ¿Cuántas veces me quedé esperando insomne en la noche, para oír las pisadas de los camellos en el patio, y ellos también reían?
La traición siempre es un descubrimiento tardío, pero es la infancia donde ocurre por primera vez. Las demás traiciones de la vida solamente son ecos de una primera. El cornudo que descubre a la mujer en la cama con otro se duele, antes que nada, de su infancia dolorida, de los pequeños detalles del pasado, y no tanto por el delito que ve con sus ojos. No, yo no estaba equivocado a los cinco años: la traición sí es el tajo de un cuchillo en el abdomen, una puñalada que puede volverte loco como a la Loca Raquel, y dejarte desnudo para siempre atrás de un árbol.
El escritor puede fingir que escribe sobre lo que le ha ocurrido ayer, pero siempre está hablando de la primera traición de su infancia. Lo monstruoso del engaño es que el ayer se derrumba —sí, también el futuro, pero no está allí el epicentro del dolor—; se derrumba lo que creíamos blanco, se ensucia en la memoria, y nos sentimos estúpidos en el ayer, pobres diablos en la percepción del otro, que reía y nos veía reír, que juraba haber oído los pasos de unos camellos o juraba llegar tarde del trabajo cuando en realidad regresaba de un hotel. Por eso me fascinaban las historias en donde las personas debían ingeniárselas con poco para lograr felicidades breves. Por eso me gustaba Twain.
Salgari y Verne, en cambio, me parecían ostentosos: demasiadas armas de fuego, demasiados aparatos raros para intentar divertirme. Lo que al Tigre de la Malasia le costaba una semana de andar por el desierto a caballo matando gente con su cuchillo de filo triple, el detective de Baker Street lo resolvía mirando el barro en los zapatos del que uno menos se esperaba fuese el asesino de la millonaria. Lo que a Phileas Fogg le resultaba tan agotador y nómada, tan engorroso y descriptivo, Tom y Huck lo solucionaban en un tris (misteriosa sílaba que quería decir periquete), simplemente maullando en código desde el bosque para que nadie supiera que se trataba de una conversación secreta entre ellos.
Nada de artilugios ni de globos aerostáticos para dar la vuelta al mundo en tiempo récord; ésos eran medios mecánicos para dar con fines pretenciosos. En las historias de mis libros debía haber personas normales que descubrieran la verdad casualmente —los reyes son los padres, Hernán; la traición es la herida que una loca tiene en la panza— y que esa verdad los llevara a la consumación de la dicha. Porque en realidad, pensaba yo, no vale nada, Tom, lo que no cueste un poco conseguir.
Por eso me decepcionó la historia en que Sherlock y Watson debieron usar armas de fuego para resolver uno de sus casos. Me parecieron, ambos, tan falsos como la segunda época de Tom y Jerry (cuando usaban moñito y eran amigos; cuando ya no los dibujaba el dibujante de siempre sino un tipo que trazaba líneas más modernas). Holmes, el viejo astuto que podía entrever la vida entera de la víctima sólo husmeando con su lupa un pedazo de uña en la oscuridad de la morgue, no tenía por qué empuñar una browning, por más perfecta que fuese la ingeniería de su mecanismo, ni por más peligroso que pareciera su adversario. Arthur Conan, que me perdone, en esa historia se había vendido al capitalismo.
¿No había sido ese mismo Doyle quien le había hecho decir a Sherlock —en una hermosa historia corta de unos años antes— que “el mejor arma que tiene un hombre es pensar cinco minutos más, allí donde los demás suponen que ya no hay nada que pensar”? Que usaran pistolas, estiletes y dagas persas los mamarrachos que inventaba Salgari. Yo sabía que había chicos que se devoraban esos libros. Pero esos chicos no iban a ser mis amigos, ni habrían sido nunca amigos de Huck, o del Chiri. Era como si Tom Sawyer hubiera resuelto el asunto de la cerca de la tía Polly tomando por rehenes a sus compañeros y amenazándolos de muerte si no acababan de pintar antes de que cayera el juez. Era como si Laura Ingalls, en lugar de esperar a que Almanso apareciera mágicamente en su vida, se hubiera casado con el menor de los Olsen para heredar alguna vez el minimercado.
¡Sherlock Holmes, el hombre más avispado de todo Londres, el que dejaba pagando a los gorilas del Scotland Yard, el que no temía entrar de noche a los suburbios de Witchappell, usando una pistola…, habráse visto! Yo creo que ahí dejé de leer la saga. Y empecé a engañar a Doyle con el padre Brown de Chesterton, y con el Hércules Poirot de Aghata Christie (la vieja Marple tanto no me gustaba). Y también me parece que por ese tiempo fue que una noche, en la habitación de arriba de mi casa en Mercedes, leí también El gato negro y Los crímenes de la calle Morgue, pensando que seguía leyendo libros de misterio corrientes, sin darme mucha cuenta que esa vez sí, silenciosamente, estaba leyendo literatura.
Los principios de los cuentos de Poe no tenían nada que ver con todo lo leído hasta entonces. Si hasta allí las historias empezaban directamente, incluso hasta con una raya de diálogo y un planteo lineal, Edgar acababa de descubrirme otra manera de envolverme: diciendo la verdad desde el principio, escribiendo cosas como bueno, está bien, para empezar debo decir que estoy loco y que voy a matar a ese viejo sin ningún motivo. Y en el segundo párrafo yo empezaba a darme cuenta que la locura no consistía en la levedad de escapar de casa por la noche con el Chiri, ni asustarme con los sonidos secretos de los animales del bosque sino, por ejemplo, emparedar a tu esposa en una columna del sótano y esperar a que llegue la policía a preguntar cosas inquietantes. O saber, de golpe, que muchas veces hay misterios que traspasan la lógica cartesiana de Holmes (e incluso la futurología de Verne) y que sólo se pueden explicar desde los parámetros de la locura, el delirio y la traición.
—La pobre mujer está así porque el marido la traicionó —había explicado unos años antes Chichita, sobre la Loca Raquel. Por eso se desvestía detrás de los árboles. El tajo era únicamente una cesárea.
Las palabras volvían a tener sentido gracias a Poe. En sus libros, un loco te explica con su fría coherencia por qué comienza a sentir los latidos del corazón de un muerto, y uno no puede más que aceptar que un muerto, enterrado a dos metros bajo la madera de la habitación de su verdugo, puede muy bien empezar a hacer saltar los postigos de las ventanas con su sola presencia. Muy bien podía ser. Era imposible pero era probable, ¿o no me pasaba algo parecido cuando le falsificaba la firma de Chichita en el boletín, de regreso a casa después de la escuela? ¿No almorzaba yo también mirando nada más que el plato, invadido por la extraña sombra de la culpa, aunque la sombra fuese invisible o sólo visible para mí? ¿No se me pasaba por la cabeza que la directora de la escuela ya había llamado a casa por la mañana y que ya toda mi familia estaba enterada del fraude, y que nadie decía nada solamente para gozar un poco más con mi sufrimiento? ¿No se me atoraban las albóndigas en la garganta como si quisiera llorar por una bofetada que nadie me había dado todavía?
El miedo real, el liso y llano, el que nada tenía que ver con las cosas de este mundo, empezaba a invadirme por obra y gracia de los nuevos libros. Y después nada me haría conciliar el sueño por la noche, durante muchas noches; pero tampoco podría dejar de leer otra historia, y después otra, y después otra hasta que una tarde me vería obligado a arrancar la primera hoja en blanco del cuaderno de matemáticas y yo también tendría que echar luz sobre mis miedos y mis sueños para que alguien los leyera. La primera necesidad de escribir un cuento. La imperiosa, la dolorosa necesidad, esa semilla, había sido plantada en aquellos primeros años, debajo de una manta, mientras Chichita me castigaba por un crimen que no había cometido.
—¿Otra vez? —repetía, desesperada— ¿Hasta cuándo? ¡Por el amor de dios, Hernán! ¿Hasta cuándo vas a poner esas caras en las fotos?
Cuando se cansó de sentirse humillada salió de mi cuarto y pegó un portazo seco. A mí me dolía todo el cuerpo y estaba temblando de pánico, pero tuve fuerzas para agacharme a levantar los pedazos de la foto del Club. La recompuse sobre las sábanas, con mucho cuidado, pero no vi nada nuevo. Era la foto que ya había visto en la pizarra: yo estaba sonriendo, con la frente alta, con mi musculosa celeste. Entonces supe la verdad. Aquella era la primera foto que veía mi madre con mi cara normal. También era la primera vez que yo mismo me veía en una foto sin mis muecas. Era el otoño en que el presidente Videla nos regaló la jaula gigante. Era sábado. Ese día comprendí, por primera vez y para siempre, que la infancia no es una buena época de la vida. Por lo menos no para los chicos feos. Los fotogénicos quizá lo tuvieran un poco mejor.
Chichita siempre daba la impresión de ser la que más sufría por mi culpa. Pero si mirabas bien, si prestabas atención, te dabas cuenta enseguida de que Roberto, en silencio, también estaba asustado. No eran sólo las morisquetas, ni la obesidad incipiente. También le preocupaba que leyera tanto.
Una mañana me lo puso bien claro:
—O tomás la Comunión o vas a Rugby —me dijo—, pero no te quiero los fines de semana leyendo hasta las doce en la cama.
Para la Comunión había que hacer un curso los sábados a las diez de la mañana. Para ir a rugby, también. Las dos cosas eran con pantalón corto y no había que usar el cerebro, por lo que me costó decidir. Hoy hubiera optado por ser católico, pero en la infancia uno siempre se equivoca: elegí ser rugbier.
Me acuerdo que llegué al Club Mercedes medio dormido, un día espantoso de sol radiante. Me llevaba mi padre de la mano, no por cariño sino por temor a que me escapara corriendo. El profesor de rugby era amigo de Roberto, porque mi padre era amigo de toda la gente que transpiraba por placer. Se llamaba Carlos López Escriva, llevaba un silbato colgado al cuello, una camiseta con las rayas horizontales y en la cara un gesto de militar destituido.
—Acá te traigo el paquete —dijo Roberto, como si yo fuera cinco gramos de cocaína—. A ver si te sirve.
El profesor de rugby me miró la espalda, me arqueó los hombros, me palpó los tobillos y me clavó los ojos.
—¿Cómo te llamás?
Yo parpadeé cuatro veces. En aquella época se me había dado por insultar a la gente en clave Morse, para que nadie se diera cuenta. La clave Morse era un invento mío: tres parpadeos cortos era ‘la puta’ y uno largo ‘que te recontra mil parió’.
—Se llama Hernán y está dormido —dijo Roberto— ¿Cómo lo ves?
El entrenador me sopesó de arriba a abajo:
—Tiene cuerpo de pivote —sentenció.
Por falta de experiencia en deportes y en zoología, imaginé que pivote era un animal patagónico. Debe ser una especie de foca gorda que come algas, deduje. Por lo tanto, la frase “tiene cuerpo de pivote” me sonó ofensiva, y parpadeé ocho veces con muchísima rabia. Roberto se fue y López Escriva me presentó al grupo. Eran veinte o treinta chicos, casi todos con cuerpo de pivote. Siempre me resultó espantoso llegar a un lugar donde todos se conocen entre sí. Por suerte había algunos nuevos, y el entrenador nos explicó las reglas del rugby.
En ese tiempo (y yo pensaba esto en lugar de prestar atención al reglamento) en casa había una guerra secreta entre mis padres, y yo era el botín. Todas las actividades extraescolares a las que me mandaba Chichita, para mi papá eran cosa de putos. Entonces él intentaba equilibrarme las hormonas mandándome a prácticas que fuesen cosa de machos.
Por parte de padre yo ya iba a voley, a básquet y a fútbol. Mientras que por parte de madre iba a dibujo, a dactilografía y a piano. Hasta ese sábado mis padres iban tres a tres. Rugby o la Comunión, entonces, debió haber sido una especie de desempate por penales: por eso me hicieron elegir a mí. Esos eran, más o menos, mis pensamientos, cuando de repente alguien me puso en las manos una pelota ovalada y sonó un silbato. Entonces quince chicos de mi edad, pero mucho más enojados que yo, se me abalanzaron corriendo para matarme. Y yo no tuve otra opción más que salir disparando.
Corrí como un loco, no me acuerdo para dónde ni cuánto. Algunos me querían hacer la traba mortal, otros se habían encaprichado en empujarme con el hombro y morderme. Yo los parpadeaba y corría. En un momento me dejaron de perseguir. El entrenador, entonces, se acercó con una sonrisa enorme y me dijo:
—Impresionante, Casciari. Pero cuando llegás acá, poné la pelota en el pasto. Sinó no es válido.
¿No es válido el qué?, pensé ¿El susto? Los demás chicos, los mismos que me habían querido violar un minuto antes, ahora me aplaudían y me palmeaban.
—A ver, vamos de nuevo —dijo López Escriva; yo temblé.
Me pusieron más lejos y me dieron la pelota otra vez. Como es lógico, me asusté mil veces más que antes y salí cortando campo. Esquivé dientes y uñas, botinazos y puños, insultos y envidias, hasta que dejaron de perseguirme. Otra vez me aplaudían y me decían cosas lindas. Cada vez que yo me asustaba, eran seis puntos para mi equipo. (Todavía no logro entender el sistema.) Al final de aquella primera práctica el entrenador me dijo que yo era un crack, que había nacido para ese deporte, y me llevó a casa en su coche.
A la semana siguiente pasó lo mismo. Pelota y susto, carrera y puntos. Me decían El Gordito Veloz y me invitaban con cocacola en los entretiempos. Pero yo, la verdad, no disfrutaba las mieles de la gloria porque tenía miedo de morirme de un síncope o de una patada. Esa fue la primera vez que me pasó, pero desde entonces me ocurrió durante toda la adolescencia y la juventud: las cosas que mejor hacía eran las que me asustaban y las que no podía comprender. En las actividades donde realmente disfrutaba era bastante mediocre, nunca un crack, nunca nadie me regalaba cocacolas por hacer lo que me gustaba.
Fui seis sábados seguidos a rugby, hasta que una mañana un chico de apellido Moavro me partió el brazo izquierdo. No fue durante los entrenamientos, porque además me arrebató el reloj y la billetera. Fue a la salida del club, en lo que se podría llamar un robo con linchamiento. Pero yo dije en casa que había sido “en el segundo tiempo de un match muy trabado”. Utilicé la fractura ósea para convencer a mi papá de que no quería ir más a rugby porque era un deporte brusco de reglas ambiguas. Chichita estuvo de acuerdo.
—Me la van a matar a la criatura —dijo con sabiduría.
Los primeros días que estuve con el yeso no pude ir a ningún lado. Ni a piano, ni a dactilografía, ni a dibujo ni a los otros tres deportes. Me la pasé rascándome el higo con la mano derecha, mirando Patolandia y mojando pan lactal en la leche con Nesquick.
Una tarde preciosa que lloviznaba, aburrido de cargar con el yeso, me puse a escribir por primera vez. Descubrí que escribir era muy parecido a parpadear: podías decir lo que se te ocurriera, también cosas que no eran ciertas o insultos, sin que nadie se diera cuenta de nada. No me salía mal escribir. Pero entonces vino mi mamá, me dijo que para ser católico no me hacían falta todos los brazos, y me mandó a hacer la Comunión.
Tenía ocho años cuando pisé por primera vez los pasillos de aquellos claustros. El mosaico oscuro, las monjas, los cristos colgados y el silencio no indicaban que aquello fuese a resultar mejor que el rugby. Sin embargo fue crucial, porque en esa escuela de futuros católicos estaba el Chiri Basilis, un chico de mi edad con los ojos caídos. Un chico de ocho años que también leía libros y se hacía preguntas extrañas. Ahora han pasado treinta años exactos desde aquel primer día del cursillo apostólico y puedo decir, con una seguridad espantosa, que ése fue el último día de mi vida en que estuve solo.
Desde entonces fuimos amigos, y más tarde hicimos la primaria y la secundaria juntos. En todo ese tiempo, nunca jamás en la reputísima vida caímos en la vulgaridad de festejar el Día del Amigo. Es más, en las épocas en que el Chiri y yo nos pasábamos las tardes conversando, nos inventábamos una excusa para desencontrarnos los veinte de julio. Nos daba vergüenza tener que decirnos “feliz día”, caer en esas extravagancias que se dicen los maricones. Con los cumpleaños nos pasaba más o menos lo mismo. Pero con los veinte de julio muchísimo más.
La exaltación de la amistad ocurría cuando estábamos completamente borrachos, por lo general zigzagueando por la calle Treinta y Uno. Ahí sí sucumbíamos a la tentación de verbalizar dos cosas de los que estábamos convencidos: que no conocíamos a dos tipos más amigos que nosotros (ése era la cosa uno), y que cada uno de los dos era quien era gracias al otro. Yo estaba seguro, y lo estoy todavía —incluso más que antes— de que si no me lo hubiera cruzado al Chiri a los ocho años no sería escritor. No sé qué sería, pero no escritor. Seguramente bajista de rock pesado, o alguna otra cosa donde también esté permitido ser gordo. Pero no escritor.
Cuando Mercedes era un pueblo en donde nos conocíamos todos, yo no me llamaba Hernán. Me llamaba Chiri y el Gordo. Y él se llamaba Chiri y el Gordo también. Eso fue así desde el inicio de los ochenta y durante un montón de años. Éramos una especie de siameses locos, muy respetados por la gente más espantosa del pueblo. Le caíamos bien, generalmente, a los desequilibrados.
Como ocurre en estas clases de amistades absolutas, abríamos la heladera de la casa del otro sin pedir permiso, y eso era porque la casa del otro, o más bien la familia del otro, era también nuestra. El día que nos fuimos de Mercedes a vivir a Buenos Aires, por ejemplo, Chichita le dio más plata a Chiri que a mí. Y un tiempo antes, una tarde en que nos mandamos una cagada en la escuela, la madre del Chiri me pegó un sopapo a mí solo. A él no.
Cuando llegábamos muy borrachos a la mañana, los domingos, el Chiri se comía el desayuno de Roberto y después se quedaba dormido en la mesa de la cocina. Si llegábamos borrachos a su casa, yo le robaba los cigarros al padre de Chiri, y me los fumaba en el garaje. Éramos, se mirara por donde se mirara, los peores hijos del mundo; no por esto que cuento, sinó por ochenta cosas que me callo (no quiero hacer de este párrafo una enumeración de anécdotas zafias, solamente quiero que se entienda). Éramos los peores hijos pero, por alguna razón, mis padres al Chiri lo quisieron como si me hubiera llevado por el buen camino, y yo a la vez siempre me sentí querido por los padres del Chiri, incluso en las épocas en que los padres de todo el mundo les decían a sus hijos que no se juntaran conmigo.
Quiero ser objetivo, no sé por qué. No quiero caer en ningún tipo de sensiblería en este punto, y tampoco quiero hacer alarde de una juventud jocosa. Y no quiero porque me he pasado la vida oyendo a los imbéciles contar sucesos de sus juventudes desopilantes, y me he pasado la vida escuchando qué sensible se pone todo el mundo cuando habla de la amistad. Quiero ser objetivo, más que nada, porque el Chiri seguro leerá esto y no quiero que el pelotudo se piense que escribo con emoción.
A lo que quiero llegar, si hay que llegar a alguna parte, es que nunca se nos hubiera ocurrido, ni en medio del pedo más surrealista del año ochenta y siete, que alguna vez los dos tuviéramos una hija, una cada uno, y que el otro no la conociera. Pero la vida es muy rara, eso sí lo supimos siempre. La vida es rara y la baraja pintó así: cuando cumplí treinta años me fui a vivir a España y, durante algunos años absurdos yo no conocí a Julia Basilis y el Chiri no conoció a Nina Casciari. No tengo idea, ahora mismo, si él también empezó entonces a darle una importancia distinta a los veinte de julio. Por lo menos yo, sin solemnidad, sin levantar bandera, cuando llegaban los días del amigo me ponía muy maricón a doce mil kilómetros, terriblemente maricón. Después se me pasaba, pero mientras tanto recordaba siempre el primer día del cursillo de la Comunión. Era un sábado del año setenta y nueve, alrededor de las once de la mañana. Yo tenía un yeso en el brazo, que para un gordo es buena excusa, porque los demás te miran la escayola y se olvidan del que la ostenta. Éramos un montón de chicos de ocho años, no conocía a nadie. Nos dieron un libro a cada uno; la catequista nos ordenó abrirlo en la primera página. Se trataba de tareas interactivas o algo así. Una de esas tareas decía: “Elige a un compañero que no conozcas dentro de la clase y pídele ser tu amigo. Si acepta, escribe tu nombre en su libro y viceversa”.
No sé si fue que estábamos sentados cerca o si nos levantamos y nos buscamos. No me acuerdo. Lo único que sé es que no nos conocíamos y que nos intercambiamos los libros y pusimos nuestros nombres en la línea de puntos. Me acuerdo de su letra alargada, y de la “s” que parecía un cinco, y de la hache intermedia. Christian, puso el Chiri en mi libro. Y yo después firmé el suyo: Hernán. Mucho tiempo después, ya de mayores, supimos que Dios es grande por esa clase de boludeces.
Pero antes hicimos aquel cursillo completo y diez meses más tarde recibimos el cuerpo de Cristo, vestidos de punta en blanco, en la Catedral de Mercedes. Bueno, por lo menos Chiri lo recibió; yo tuve problemas para asimilarlo.
Lo que ocurrió la mañana de mi Primera Comunión estuvo guardado en mi recuerdo como un secreto, lleno de candados, hasta una mañana de muchos años después. Yo ya vivía en Barcelona, mi hija era muy pequeña, y había sonado el timbre muy temprano por la mañana. Era un vendedor. Tenía esa sonrisa amable que pide a gritos una trompada. Yo, en pijama, no tuve reflejos ni para cerrarle la puerta en la nariz. Entonces él sacó una planilla, me miró, y dijo algo que no estaba en los planes:
—Disculpe que lo moleste, señor Casciari —su acento era español—, pero nos consta que usted todavía es ateo.
Eso fue lo que dijo. Textual. Ni una palabra más, ni una palabra menos.
Que supiera mi apellido no fue lo que me dio miedo, porque estaba escrito en el buzón de afuera. Tampoco la acusación religiosa, que pudo haber sido casual. Lo que me aterró fue la frase “nos consta que”.
Desde que el mundo es mundo, nadie que use la primera persona del plural es buena gente. Pero la frase “nos consta que” indica, además, que alguien anduvo revolviendo cosas en tu pasado. Y quien la pronuncia nunca es tu amigo, porque habla en representación de otros, y esos otros siempre son los malos. “Nos consta que” es una construcción que sólo usan los matones de la mafia, los abogados de tu ex mujer y las teleoperadoras de Telefónica.
—¿Me equivoco, señor Casciari? —insistió el vendedor al notarme disperso— ¿Es usted todavía ateo?
—Son casi las nueve de la mañana —le dije—. A esta hora soy lo que sea más rápido.
—Lo más rápido es que me diga la verdad.
—Entonces soy cristiano. Tomé la Comunión a los ocho años, en la Catedral de Mercedes. Tengo testigos. ¿Algo más?
—Eso lo sabemos, eso lo sabemos —dijo, sonriente—… Pero también estamos al tanto de que usted, por alguna razón, no se tragó la hostia.
Mi corazón dejó de latir. Esto me ocurre siempre que el pánico me traslada a la infancia. A mis secretos de la infancia. Y entonces la memoria me llevó, rauda, a la mañana imborrable de año setenta y nueve.
Ahora estoy sentado en la séptima fila de la Iglesia Catedral de Mercedes, vestido de blanco inmaculado, junto a otras trescientas criaturas de mi edad, a punto de recibir mi Primera Comunión. La misa la oficia el padre D’Ángelo. Mis padres, mis abuelos, y una docena de parientes llegados desde San Isidro están a un costado del atrio, apuntándome con máquinas de sacar fotografías.
Tengo dos niños a mi lado. A la derecha el Chiri Basilis, y a la izquierda Pachu Wine. Los tres somos pichones católicos fervientes: durante un año entero hemos asistido a los cursos previos en el Colegio Misericordia. Sábado tras sábado, por la mañana, nos han preparado para esta jornada milagrosa, en que recibiremos el cuerpo de Cristo.
El padre D’Ángelo está diciendo cosas que me llenan de alegría, de emoción y de responsabilidad. Habla de ser buenas personas, habla del amor, de la lealtad y del compromiso hacia Dios. Yo estoy hipnotizado por sus palabras. En un momento miro a mi derecha, para saber si al Chiri le pasa lo mismo. El Chiri está con la boca entreabierta, lleno de júbilo. Miro a la izquierda, para saber si a Pachu Wine le ocurre otro tanto, y entonces veo su oreja.
La oreja de Pachu Wine está llena de cerumen.
La cera es una sustancia asquerosa, grasienta, que aparece a la vista sólo cuando el que la ostenta no se ha lavado las orejas. Pachu tiene kilo y medio de esa mugre pastosa, como si se la hubieran puesto a traición con una manga pastelera. Es tan grande el asco, tal la repugnancia, que toda la magia del cristianismo se escapa para siempre de mi corazón.
Dos minutos después estoy haciendo fila por el pasillo principal de la Iglesia, dispuesto a recibir la Comunión. Pero tengo arcadas. Cuando me llega el turno, el Padre D’Ángelo me ofrece la hostia y yo la tomo con los labios entreabiertos, pero no la digiero por miedo a vomitar a Cristo. Vomitar a Cristo, a los ocho años, es peor que pajearse. Entonces, con cuidado, la saco de mi boca y la guardo en el bolsillo. A la salida, entre las felicitaciones familiares, arrojo la hostia a un contenedor.
Nunca jamás le he contado esto a nadie. Y ésta es, de hecho, la primera vez que lo escribo. El hombre que había tocado a mi puerta, sin embargo, conocía la historia.
—Usted no puede saber eso —susurré. Ya no lo tuteaba.
—No se asuste, señor Casciari —me dijo—, y permítame pasar, será sólo un momento.
No se le puede negar el paso a alguien que sabe lo peor nuestro, lo nunca dicho, lo escondido. Yo debo tener tres o cuatro secretos inconfesables, no más, y el señor que ahora estaba sentándose a mi mesa sabía, por lo menos, uno. ¿Qué quería de mí este hombre? ¿Quién era?
—No importa quién soy —dijo entonces, leyéndome el pensamiento—. Y no quiero nada suyo tampoco. Sólo deseo que evalúe las ventajas de convertirse. Usted no puede vivir sin un Dios.
Respiré hondo. Creo que hasta sonreí, aliviado.
—¿Sos un mormón? —exclamé— Casi me hacés cagar de un susto. Es que como no te vi con un compañerito pensé que…
—No soy mormón —interrumpió.
—Bueno, Testigo de Jehová, lo que sea… Sos de ésos que tocan el timbre temprano. Un rompebolas de los últimos días.
—Tampoco —dijo, sereno—. Pertenezco a Associated Gods, una empresa intermediaria de la Fe.
—¿Perdón?
—Las religiones están perdiendo fieles, como usted sabe. Se han quedado en el tiempo. Nuestra empresa lo que hace es adquirir, a bajo coste, stock options de las más castigadas: cristianismo, budismo, islamismo, judaísmo, etcétera, y las revitaliza allí donde son más débiles.
—¿La caridad?
—El marketing —me corrigió—. El gran problema de las religiones es que los fieles las adoptan por tradición, por costumbre, por herencia…, y no por voluntad. Nosotros brindamos la opción de cambiar de compañía sin coste adicional y, en algunos casos, con grandes ventajas.
—Yo estoy bien así —le dije.
—Eso no es verdad, señor Casciari. Sabemos que usted no está conforme con el servicio que le brinda el cristianismo.
El desconocido tenía razón. Semanas antes yo había estado en el aeropuerto de Barajas y se aparecieron unos Hare Krishnas. Me dio un poco de rabia verlos tan felices: siempre están en lugares con aire acondicionado y los dejan vestirse de naranja…
—…y nadie les prohíbe ir descalzos —dijo el intermediario, otra vez leyéndome el pensamiento.
Desde ese momento, más rendido que asustado, decidí seguir pensando en voz alta.
—Cuando veo a los mormones me pasa parecido —dije—: a ellos les dan una bici y un traje fresquito. A los judíos les dan un año nuevo de yapa, a mediados de septiembre. A los musulmanes los dejan que las mujeres vayan en el asiento de atrás. Los Testigos de Jehová se salvan de la conscripción… ¿Y nosotros qué? ¿A los cristianos, qué nos dan?
—Buenos consejos, quizás —dijo el hombre.
—No cojas por el culo, no uses forro, no abortes, no compres discos de Madonna —me estaba empezando a calentar—. Prefiero una bicicleta con cambio.
—Eso vengo a ofrecerle, señor Casciari: un cambio… La semana pasada convencí a un cliente cristiano de pasarse al Islam. El pobre hombre tenía una novia oficial y dos amantes. Se moría de culpa; casi no dormía. Ahora se casó con las tres y está contentísimo. Lo único que tiene que hacer es, cada tanto, rezar mirando a La Meca.
El intruso empezaba a caerme bien. Por lo menos, tenía una conversación menos previsible que la de un fanático religioso.
—¿Y cuánto cuesta cambiarse a otra creencia? —pregunté.
—Si lo hace mediante Associated Gods, no le cuesta un centavo. Es más, le regalamos un teléfono móvil o un microondas. Nosotros nos encargamos del papeleo, de la iniciación y de los detalles místicos. Y si no está seguro de qué nueva religión elegir, lo asesoramos sin coste adicional.
—Un teléfono no me vendría mal.
—En su caso no, porque usted es ateo. Está ese pequeño incidente del cerumen —me sonrojé al oírlo en boca de otro—… Los regalos son cuando el cliente se pasa de una compañía a otra, y usted no pertenece a ninguna, técnicamente.
Yo sabía que el problema con Pachu Wine, tarde o temprano, me iba a jugar en contra.
—Pero de todas maneras este mes hay una oferta especial —me dijo el vendedor—: si se convierte antes del 30 de octubre a una religión menor, le ofrecemos una segunda creencia alternativa, totalmente gratis.
—No entiendo. ¿Qué vendría a ser una religión menor?
—Hay creencias superpobladas, como el budismo, el confucionismo… La cienciología, sin ir más lejos, últimamente es lo más pedido por las adolescentes, y ya no quedan cupos… Y después hay otras religiones más nuevas, más humildes. Estamos intentando captar clientes en estas opciones, a las que llamamos creencias de temporada baja.
—¿Cuáles serían, por ejemplo?
El vendedor abrió su portafolio y miró una planilla:
—El taoismo, el vudú, el oromo, el panteísmo, el rastafarismo, por nombrarle sólo algunas. Si usted no es mucho de rezar, y no le importa que no haya templos en su barrio, le recomiendo alguna de éstas. Son muy cómodas.
—¿Se puede comer jamón?
—En algunas incluso se puede comer gente.
—Me interesa. ¿Cuál sería la más distendida?
—Si no le gusta esforzarse, le recomiendo el panteísmo: casi no hay que hacer nada. Solamente, cada mes o mes y medio, tendría que abrazar un árbol, por contrato.
Me entregó un folleto explicativo, a todo color.
—Me gusta —dije, mirando las fotos— pero tendría que conversarlo con mi mujer…
El intermediario no se daba por vencido:
—Si firma ahora le regalamos también el rastafarismo, una creencia centroamericana que lo obliga a fumar porro por lo menos dos veces al día.
—Me las quedo. A las dos — dije entonces, ansioso—. ¿Dónde hay que firmar?
El intermediario me hizo rellenar unos formularios y firmé con gusto tres o cuatro papeles sin mirarlos mucho, porque estaban todos escritos en inglés. Antes de irse, me dejó una especie de biblia panteísta (escrita por Averroes), un sahumerio, una pandereta y una bolsita de porro santo. Lo despedí con un abrazo y lo vi salir de casa y perderse en la esquina.
Como todavía era temprano me volví a meter en la cama. Guardé la bolsita y la pandereta en la mesa de luz, me puse boca arriba en la oscuridad de la habitación y sonreí. “Todo por cero euros —pensé, satisfecho— cero sacrificio, cero esfuerzo. Nada de sudor de tu frente, nada de parirás con dolor, ni esas ridiculeces del cristianismo, mi antigua y equivocada fe”.
Cristina seguía durmiendo, a mi lado. Su reloj despertador, extrañamente, marcaba todavía las 8.59, pero eso no era posible. Habíamos estado hablando más de una hora con el intermediario. Tenían que ser casi las diez de la mañana. Entonces Cristina se dio vuelta y me abrazó.
—¿Otra vez te está doliendo la espalda? —dijo, entre dormida.
Sin saber por qué, tuve un mal presentimiento. Como si algo no estuviera funcionando del todo bien.
—No, ¿por?
—Las manos… Te huelen a azufre —susurró, y se volvió a dormir.
Entonces sí, el reloj marcó las nueve en punto.
En general la gente anda buscando milagros automáticos, ésos que ocurren de un día para el otro, pero si alguna vez ocurren, si de verdad pasa algo increíble en la vida, te das cuenta treinta años después. La cera en la oreja de Pachu Wine había sido un obstáculo entre Dios y yo, y el que había puesto esa cera en aquella oreja había regresado, treinta años después, a que firmase la venta de mi alma. Ésos eran los milagros reales, los grandes milagros. Los normales, tarde o temprano, se topan con la ciencia y se convierten en otra cosa. La primera vez que me pasó un milagro de estos, de los menores, fue en la misma época que conocí al Chiri. Yo tendría ocho o nueve años y estaba en mi cuarto. Miré un poster que tenía la punta despegada, me subí a la cama para pegarlo y en ese momento, ¡zas!, me vino a la memoria que alguna vez, en otra vida, me había subido a una cama para pegar un poster.
—¡A la pipeta! —dije en voz alta, y me quedé congelado, pestañeando rapidito.
La emoción fue indescriptible, como arañar la verdad secreta de la vida, como si por fin me hubiera pasado algo serio, profundamente humano. Y siguió siendo un lujo cada vez que me envolvía un déjà vu. Además no se lo contaba a nadie, un poco por egoísmo, y otro poco por miedo a que mi mamá, que me creía un superdotado por cosas mucho menos increíbles que ésa, quisiera llevarme a la radio.
Por eso me dio por mucha rabia, pero mucha, la tarde que leí, en la sala de espera de la peluquería, una revista del Readers Digest que daba la versión oficial: decía que todo era un cortocircuito del cerebro o algo así. Que la corriente paraba y cuando volvía, el último recuerdo salía patinando. Una boludez grande como una casa, pero firmada por la Universidad de Yale. Yo entonces tenía ya once años y había experimentado una docena de milagros que, ahora, de repente, no eran más que cortocircuitos. Aquella tarde entré a la peluquería siendo un niño y salí, dos horas más tarde, completamente pelado y mascullando insultos. El déjà vu no le había hecho mal a nadie, le decía yo, por la calle, a los imaginarios señores de la ciencia. No era una enfermedad, no era una pandemia, no era algo contagioso como la lepra o el peronismo. Está bien, tiene el problema ése de los acentos raros. ¿Pero sólo por eso, por la dificultad de una tilde, había que matarlo? ¿Qué hay que hacer entonces con los apellidos checoslovacos, otro holocausto hay que hacer?
A los trece años me vuelve a pasar algo parecido con los milagros. Descubro, en el zaguán de casa, la primera carta de toda mi vida, con mi nombre y mi apellido engalanados por la palabra “Señor”. La abro con el corazón en un puño y leo: “Copia esta Oración del Santo Sacramento nueve veces en letra de imprenta y envíasela a nueve amigos por correo certificado”. Al dorso de la oración (que era larguísima) venía lo más emocionante: te explicaban lo que les había pasado a las personas que no habían hecho caso. ¡Eran unas maldades buenísimas, las mejores desgracias que escuché nunca!
Es el día de hoy que no me puedo olvidar del pobre John Saldívar, de Denver (Colorado) quien, creyendo a esta cadena una broma de mal gusto, no sólo no cumplió con los reenvíos sino que la botó al retrete. Qué miedo más grande me daba esa frase. Yo no tenía la más puta idea de lo que significaba botó al retrete, pero me parecía terrible que John Saldívar hubiera hecho semejante barbaridad. Además, lo que le pasó a este hombre fue escalofriante: dos días más tarde del asunto del botó, John fue despedido de su empleo, una semana después su esposa lo abandonó por alguien más joven y al mes, más o menos, murió arrollado por un carro. Qué hijos de puta, con cuántos argumentos te convencían. La carta también te informaba sobre la enorme suerte que habían tenido los que sí habían cumplido el mandato, pero eso ya no es tan divertido de contar.
Me acuerdo que me puse enseguida a copiar las nueve cartas y a pensar en los amigos que elegiría para mandárselas, empezando por el Chiri. Iba por la tercera copia a máquina, y entonces Roberto me dijo que aquello de las cadenas postales era un tongo del Correo para que los incautos gastaran en estampillas.
¡Por qué! ¿Con qué necesidad había que bajar de un hondazo las ilusiones de un chico? ¿Qué le importaba a Roberto si el correo ganaba más o perdía menos? ¿Y qué sabía el señor Weigandt, director de la Revista Selecciones, si yo quería saber la versión científica del déjà vu? ¿Con qué derecho se investigan y se publican estas cosas? Los científicos deberían tener prohibido meterse en asuntos que no sean claramente beneficiosos para la Humanidad. Que se dejen de joder buscándole la quinta pata a los fantasmas, al I-Ching y a la luz mala. ¡Dejen vivir, señores de la ciencia! ¿Por qué carajo no se ponen las pilas y descubren, de una vez por todas, la pastilla para no tener que bañarse? Eso sí que es útil y hace años que la estamos esperando.
Cuando mi padre me dejó solo en el comedor seguí escribiendo, una a una, las nueve copias del Sagrado Sacramento, para enviárselas a nueve amigos y que se cumpliera para ellos el milagro bueno, no el de John Saldívar. Pero a la sexta copia, empecé a sentir un déjà vu bastante cansino y muchas ganas de hacer otra cosa. Di vuelta la hoja en la máquina y me puse a inventar un cuento.
Hace tiempo, cuando todavía vivíamos en Barcelona, rescaté de la basura una Léxicon 80 igual a aquella de mi infancia. Había cuatro, esperando que pasara el camión de la basura. Solamente me traje una para que Cristina, mi mujer, no me tomara por loco. Si hubiera vivido solo me las traía a todas, porque la máquina de escribir es, de las cosas que no respiran, lo que más quiero en este mundo. Pero sobre todo me fascina ésta, la Léxicon de Olivetti, porque reproduce los anhelos de mi infancia. Mil veces me levanté descalzo de una siesta y perseguí el ta-ca-tác que llegaba desde el comedor de Mercedes.
Cuando tenía cuatro años no había maravilla más grande que ver a Roberto sentado frente a su máquina, escribiéndole cartas a la Dirección General Impositiva. Yo arrastraba una silla blanca y me trepaba para verlo. La fila de hormigas elegantes que aparecía en la hoja se detenía únicamente cuando él se mordía un labio; el de abajo. Y cuando levantaba las cejas volvía el sonido de la marcha: ta-ca-tác, ta-ca-tác… Lo que más me gustaba era que llegara al final de una línea, porque el mejor de todos los ruidos era el timbre del salto de carro: había que mover el rodillo o las hormigas se podían caer, desde la hoja hasta el suelo, y podía ser fatal.
En aquellos tiempos lo único que yo quería de mi vida era aprender ese arte; sentía que el artefacto, macizo, gris, y más que nada poderoso, era el mejor juguete que existía sobre la tierra. Y que saber usarlo por diversión sería, por lógica, el mejor de los juegos humanos.
Cristina, no sé por qué telepatía, puso la Léxicon huérfana que rescaté de la basura en un sitio privilegiado de la casa. Cuando nos mudamos a este pueblo de Cataluña la máquina viajó con nosotros: desde entonces la miro todos los días, porque está en el estudio donde escribo, debajo de la máquina del café. Y cada vez que lo hago, mi cabeza vuelve a Mercedes, a la época en que oía el traqueteo en el comedor, y vuelvo a sentir en la parte de atrás de la nuca esa impaciencia por aprender a escribir.
Cuando yo tenía cuatro años me fascinaba que las personas grandes se quedaran en silencio frente a las hojas incómodas de La Nación, y que movieran los ojos para leer. Una vez, solo en el baño, quise repetir el gesto adulto y entonces no me entretuve con los dibujos de Trudy ni los de Quintín García, sino con las letras indescifrables de los titulares. Las miré fijo, como si el proceso de leer no llegara desde la comprensión, sino de una postura determinada de los ojos —como los estereogramas que estuvieron de moda en los noventa—, pero no ocurrió ningún milagro. Me concentré en una letra (entonces no sabía que se llamaba la jota) y pensé algo demasiado enfermizo: pensé que los mayores tampoco veían nada en aquellos garabatos, y que en realidad se burlaban de mí todo el tiempo para después, a solas, divertirse a costa de mi ingenuidad. También supuse que crecer significaba que a determinada edad me dejarían ingresar al grupo de los chistosos, y que entonces yo estaría obligado a repetir esa broma con mis propios hijos. Y que en eso consistía todo. Todo era, digamos, la vida y sus quehaceres.
Debo haberle roto mucho las bolas a Roberto para que me enseñara el truco; se lo debí haber implorado hasta con espanto, porque esa misma tarde apareció en casa un libro que se llamaba Upa, y al día siguiente, dos años antes de que empezara mi escuela primaria, mi papá usó la Léxicon 80 para enseñarme todo lo que sé.
Yo no sé si Roberto supo que aquel año, el setenta y cinco, me divertí como un chancho. No sé si supo que cuando yo tenía cuatro años buscaba un gesto en sus ojos, y que la curiosidad que yo tenía por aprender quedaba en desventaja frente a las ganas de que él hiciera el gesto de triunfo, que era el de levantar las cejas y decir “muy bien, negrito”, y después buscar en mi mamá, en los ojos de ella, la otra mitad de la gloria.
Yo aprendí a leer y escribir en el comedor de casa, mientras se freían las milanesas en la cocina. Roberto volvía de trabajar a las ocho. Y yo lo esperaba con el libro Upa en la mano, sentado frente a la Olivetti, para que me explicara más. Ninguna noche llegó tan cansado como para decir hoy no. Cuando él abría la puerta y dejaba el portafolios en el sillón, se encontraban dos grandes obsesiones: la mía por entender, y la suya por que entendiera.
Cuando me fui a vivir a otro país tuve que explicarle (esta vez yo profesor, él alumno) cómo hacer para encender una webcam, cómo encontrar una foto perdida de su nieta en la maraña del escritorio de Windows, y de qué manera se abren las cuentas de Gmail. Y cada vez que le escribía esos trucos pelotudos sobre informática básica, sentía que le estaba devolviendo un poco de lo que me dio en el setenta y cinco. Pero me fue imposible equilibrar, o pagar esa deuda, ni aunque él hubiera vivido mil años. Porque, sin saberlo, Roberto me enseñó las dos cosas que todavía hago con más tenacidad: leer y escribir.
Ahora, que en el estudio de mi casa hay una Léxicon y también hay una hija de cinco años, tengo delante de mis narices la única tarea fundamental de la paternidad: trasmitir pasión. Y vuelvo a sentir en la parte de atrás de la nuca esa impaciencia, esa alegría desbordada, como si otra vez tuviese un metro de altura y las letras de la Olivetti fuesen garabatos por conquistar.
Cuando nació la Nina, en el dos mil cuatro, no tuve ganas de escribir ni de hablar sobre otra cosa que no fuese el descubrimiento de la paternidad. Yo mismo notaba, en los ojos de todos, el cansancio de mi discurso baboso. Con el tiempo conseguí calmar el borbotón, al menos de puertas para afuera. Cuando mi hija estuvo a punto de cumplir tres años, es decir, cuando iba a empezar la escuela, decidimos irnos de Barcelona, que es una ciudad preciosa pero inmensa, para buscar un pueblo chiquito. Una casa con pasto, un lugar con animales cerca.
Yo siempre creí que una buena parte de mi felicidad infantil tuvo que ver con haber crecido en Mercedes, y probablemente con que mi abuelo Salvador haya vivido en una quinta. Y más tarde, en la juventud, con haber ido a un colegio con los mismos compañeros desde el principio. Le tengo un respeto irracional a la amistad temprana, a conocer a mis amigos desde la primera infancia. Con el Chiri tenemos recuerdos lúcidos, limpios, que tienen ya treinta años. Y a Guillermo, que viene a mi casa todos los sábados a jugar, le recuerdo la cara desde hace treinta y cinco. Con ellos no hay, no existe, la posibilidad del aburrimiento. Sólo claridad y placer. Llega un punto en que la serenidad es tan enorme, y la conversación tan fluida, que es complicado, más tarde, no confundir una charla común con un pensamiento en solitario.
Cuando cumplí dieciocho y me fui a Buenos Aires (una ciudad preciosa, pero inmensa) entendí que la amistad de las grandes capitales era menos antigua y más frágil. Quizás porque los amigos infantiles se perdían en la maraña, y los amigos nuevos se habían conocido de grandes. Los chicos de las ciudades numerosas hacen el jardín en un barrio, la primaria en otro, el secundario más allá… Se pierden el rastro, cambian mucho de colectivo. El tango Tres amigos da fe de esta desgracia:
¿Dónde andarás, Pancho Alsina?
¿Dónde andarás, Balmaceda?
Yo los espero en la esquina
De Suárez y Necochea.
Hoy ninguno acude a mi cita.
Ya mi vida toma el desvío.
La guardia vieja me grita
¿Quién ha dispersado aquel trío?
Pobre cantor de Buenos Aires: sus amigos también habían cambiado de colegio… Pero no les pasa a todos, claro. Algunos tienen la suerte de la perseverancia, o del anhelo, o de la casualidad, y entonces hay reencuentros felices. Pero son los menos. En general, el medio ambiente de las capitales no ayuda a la germinación de la amistad temprana y para siempre.
Y después está el asunto del pasto. Y el asunto del río. Y el asunto de los aromas. Crecer en los pueblos tiene algunas desventajas (la antena de Mercedes no sintonizaba Tevedós, por ejemplo) pero también produce un provecho lento que se descubre con los años. El olor de las lombrices cuando levantás la baldosa, los barriletes de caña, juntar huevos calientes mientras te mira la gallina madre, pisar hormigueros y sentirse un dios malvado. Sentirse sucio, sentirse lejos de casa, del otro lado de un río.
O la multitud de madres y padres. Eso también. La cercanía de las casas de los amigos te convierte, también, en hijo de otra gente. Y te ayuda a querer a otros padres (que son otros mundos), a conocerlos en la intimidad y en la sobremesa. Alfredo y Mari Basilis fueron, para mí, lo que Chichita y Roberto han sido para el Chiri. También Hugo y Gloria, los padres de Guillermo. Otros ojos que nos vieron crecer, y siguieron allí siempre. Y otras habitaciones, y otros estofados.
Entonces, en el año dos mil siete, nos mudamos a Sant Celoni, un pueblito de quince mil habitantes en la montaña. Nuestra casa está justo al final del pueblo, en el punto exacto donde el asfalto se convierte en bosque. La Nina vuelve sucia del jardín. Su abuelo la lleva a buscar hongos. Sus amigos del cole tienen padres que son de acá, de toda la vida. Cuando llueve hay barro, cuando nieva hay silencio. Y también perejil en la ventana de la cocina.
Claro que la ecuación no tiene por qué funcionar como una magia. Vivir en un pueblo no es la receta de ninguna felicidad, ni tampoco las ciudades escupen moldes de chicos tristes. Pero hay algo, en mis propios recuerdos de la infancia, que me lleva a repetir el idéntico camino de una esperanza. Es como plantar una semilla en tierras propicias. Hay egoísmo en todo esto, porque solamente puedo relacionarme profundamente con personas que han tenido una infancia feliz. Y eso no tiene nada que ver con la geografía. Solamente es suerte. Pero yo quiero ser amigo de la Nina, cuando seamos grandes.
Por eso, cuando vuelve del cole todos los días a las cinco, la veo entrar a casa y le pregunto si jugó con los chicos, le pregunto cómo se llaman sus más mejores amigos, quiero saber si se divirtió como un chancho en el patio. La pregunta es otra, por supuesto. La pregunta verdadera es: “¿Sembraste muchos chiris esta mañana, Nina? ¿Le pusiste agua a todos tus guillermitos?”. Ella me dice que sí, por suerte. Siempre me dice que sí. Y yo cruzo los dedos para que sea verdad y entonces, un día, a ella también le ocurra el milagro.
Todo lo bueno que me pasó y me pasa tiene que ver con ese destino no buscado. Pero nadie sabe si el milagro es el correcto. No hay menos amor en los intereses de otros padres. El mío, que se dedicaba a la gestión impositiva y a los deportes, hubiera preferido que yo fuera más espavilado con los números y con el cuerpo.
—¿No te das cuenta de que con la plata que te gastás en figuritas te podrías comprar dos pelotas de cuero por semana y salir un rato a patear? —me decía.
Ahora estamos en mil nueve ochenta y uno, tengo diez años y soy adicto a las figuritas Reino Animal. Si lleno el álbum me gano una pelota de cuero. Yo quiero esa pelota, con gajos negros y blancos, que está colgada en la vidriera del kiosco Pisoni. Por eso compro figuritas. Compulsivamente. Con cada billete que llega a mis manos, con cada moneda, voy y compro paquetes de cinco figuritas. Los abro con nervios, porque me falta solamente una, la cincuenta y cuatro. Me falta la tarántula. Nombre científico, eurypelma californica. Tengo todo el álbum lleno menos ésa. La tarántula. A la noche no puedo dormir porque me carcome el deseo arácnido. Nomás me calmo con el ruidito que hago cuando raspo los dientes de arriba contra los de abajo. Pero cuando al final me duermo sueño con la tarántula. Sueño que abro un paquete y que ahí está. Peluda.
En la vida de todos los días cambio mis costumbres. De golpe y porrazo quiero ir a hacer los mandados siempre yo, para quedarme con el cambio. Olfateo la presencia del dinero, lo necesito para comprar figuritas. Chichita le dice a mi papá, por ejemplo:
—Roberto, andá acá enfrente y compráme un calditos knor.
—¡Voy yo! —grito— ¡Dejá que voy yo, que papá está ocupado!
Todos están felices con mi nueva personalidad. Empiezo a ser el hijo que habían soñado tener. Cuando no hay nada que comprar en casa, me voy a lo de mi abuela Chola y le toco el timbre con una sonrisa de oreja a oreja.
—¿Querés que te haga los mandados, abuela Chola?
Si me pide un kilo de pan, le compro tres cuartos. Si me pide leche, le compro La Vascongada que es más barata. Me quedo con las monedas; me compro figuritas. Y así muchos días. Pero la tarántula no aparece.
Al tiempo, además, me voy poniendo flaco. Es normal, porque hace más de un mes que no pruebo un sugus, ni un jack, ni una mielcita, ni una gallinita, ni un chicle jirafa. Nada. Todo lo que tengo me lo gasto en figuritas. Compro de a cuatro, de a seis paquetes. El kiosquero Pisoni se está construyendo la pieza de arriba gracias a mí.
A la tarde me encierro y doy vuelta las páginas del álbum. Están todas pegoteadas de plasticola, todos los agujeros llenos, menos uno. Voy pasando las hojas que están completas y sonrío triunfal. La mayoría de las figuritas tiene una historia: la cebra me la gané al chupi en el recreo, el ornitorrinco me lo regaló mi primo de San Isidro, la anguila eléctrica se la afané a Agustín Felli cuando se durmió. Miro el álbum con orgullo, hasta que llego a la hoja que me avergüenza. La hoja donde hay un hueco que dice: Nº 54. La tarántula (eurypelma californica).
Un fin de semana por medio vamos a San Isidro a visitar a mis abuelos ricos. Me gusta ir, me gusta muchísimo ir porque me dan plata. Pero no la plata común que existe en Mercedes. Me dan billetes que acá no hay, como por ejemplo un verde. El año pasado que tomé la comunión, me dieron un rojo, que mi papá no lo había visto nunca. Acá en Mercedes solamente te dan monedas, y si te sacás un sobresaliente con signo te dan un marrón. Con un marrón te comprás cuatro paquetes. Pero con un verde te comprás veinte paquetes. Es decir, cien figuritas. Mi sueño es tener un rojo y gastármelo de golpe en cuarenta paquetes. Eso es doscientas figuritas. Pienso que si te comprás doscientas figuritas, así de golpe, te tiene que aparecer la tarántula, por lo menos cuatro veces.
Cuando volvemos de San Isidro vengo en el auto apretando un verde que me dio mi abuelo Marcos, que es mi abuelo rico. Paramos en la casa de unos amigos que viven en la ruta. El hijo, Sebastián, me dice que el mayor de los Zanotti, que vive al lado, se sacó la tarántula dos veces. Me lo dice con los ojos grandes, porque es lo más importante que le pasó en la vida. No al de Zanotti, a Sebastián.
—¿De verdad se la sacó dos veces?
—Sí. Y con una llenó el álbum y ya tiene la pelota de cuero.
—¿Y con la otra qué hizo?
—A la otra la vende.
—¿Qué pide?
—Pide dos rojos. Pero si sos una chica, pide que le mostrés la concha.
Yo no tengo ni concha ni dos rojos, así que me vuelvo a casa odiando al de Zanotti. Pero también vuelvo a casa pensando que es posible, que la tarántula existe. Que no es un invento para que compres figuritas, como dice mi papá. Ese dato, que alguien de Mercedes se sacó la tarántula, me vuelve mucho más compulsivo.
Al otro día respiro hondo y me gasto el verde entero en figuritas. Pisoni, el kiosquero, me quiere a mí más que a la esposa. Incluso me deja ver al trasluz los paquetes antes de comprarlos. Pero no se ve nada. No se ve un carajo al trasluz. Por el camino voy abriendo los paquetes que me compré y voy diciendo en voz baja la tengo, la tengo, la tengo, la tengo, la tengo, la tengo…. Me dejo tres paquetes sin abrir, para después de comer. De esa manera sigo teniendo algo por lo que vivir.
Ceno sin pensar, sin disfrutar, sin levantar los ojos del plato. Me preguntan qué me pasa. No contesto. Antes del postre me voy a la pieza y abro los paquetes que me faltan. La jirafa puta aparece siempre. Estoy harto de ver la jirafa. También sale la boa. Y la figurita que más odio de todas las repetidas es el ciempiés, porque cuando la vas sacando de a poquito, cuando vas orejeando para darle suspenso, te da la sensación óptica de que es la tarántula. Entonces el corazón te empieza a latir fuerte, pero enseguida sale entera y es el ciempiés. La tengo repetida cuarenta veces al ciempiés. Pero de la tarántula, otra vez, no hay noticias.
A la mañana del otro día mi mamá me pregunta qué pienso hacer con la plata que me dio mi abuelo en San Isidro. Me dice:
—Qué te parece si te compramos unas zapatillas en El Revoltoso.
Le digo que me parece muy bien, pero que la plata se me acabó. Mi mamá se pone a llorar. Siempre llora cuando menos te lo esperás. También te pega cuando menos te lo esperás. Cuando te pega es porque te mandaste una cagada normal. Pero cuando directamente llora, es porque te mandaste una cagada gigante. Me dice que soy un imbécil, empieza a buscar el álbum del Reino Animal para romperlo. Me dice que la tengo recontra podrida.
—¿Cómo te vas a gastar cincuenta mil pesos en figuritas, anormal? —me dice llorando— ¿Vos sabés cuánto gana tu padre?
Cuando mi mamá llora está más o menos tranquila porque se preocupa de llorar y de que no se le vaya la pintura. Pero cuando para de llorar empieza a acordarse de por qué la hiciste llorar, y ahí lo mejor es que te escondás porque no te faja despacio. Te faja a lo loco. A lo loco es cuando te faja repitiendo la misma frase mientras te va pegando:
—¿Vos sabés (zácate) cuánto gana (zácate) tu padre (zácate)? —así te pega Chichita, y va repitiendo el ritmo: sujeto, chancletazo; predicado, sopapo; objeto directo, chancletazo. Y no te queda otra que hacerte un bollo y esperar que se le acabe la bronca, que es más o menos en el estribillo catorce.
Al final me voy a llorar a la pieza. Lloro un poco porque me duele, pero más que nada porque es medio humillante que te pegue una mujer. Yo tengo un par de amigos a los que les pega el padre, y me parece más sensato. Ellos dicen que no, que yo lo que tengo es suerte, y me muestran las marcas. En casa mi papá no me pega nunca. Lo que hace es venir a la pieza después de que me pega mi mamá. Viene y trata de explicarme por qué me fajaron. Lo hace medio en voz baja, porque le da miedo de que mi mamá también lo faje a él:
—Un poco tiene de razón —me dice Roberto—. No podés gastarte tanta plata en boludeces.
—No son boludeces, son figuritas —hablar llorando es dificilísimo, porque tenés que estar boca abajo y la almohada mojada te hace como un eco y parece la voz de Carozo, el amigo de Narizota.
—Te podés comprar un paquete, dos paquetes —dice mi papá, que es contador—, lo demás lo tenés que ahorrar. En la libreta de ahorro no tenés nada.
—Me falta una sola —digo llorando—, la tarántula…
—Con más razón. Cuantas menos figuritas te faltan, las posibilidades de que te salga la que querés es menor.
—¡Por eso compro muchos paquetes! —le digo a la mitad de un puchero— ¿Te pensás que soy tarado?
—¿No te das cuenta de que con la plata que te gastaste en figuritas te podrías haber comprado dos pelotas de cuero por semana?
No señor. No hay diferencia entre esa pregunta y la que le hago yo a la Nina cuando vuelve del jardín. “¿Jugaste con los chicos, ya tenés una mejor amiga?”. Supongo que los padres que han sido felices cerrando un balance sin errores pretenden hijos que aprendan pronto a sumar y multiplicar. Y los que han sido felices con la música hacen lo posible por darles a los suyos un entorno lleno de pianolas. El amor funciona de ese modo. También la voluntad y el deseo. A mí me tocó ser feliz gracias a que conversé toda la vida con la misma gente. Y a mis obsesiones cambiantes. Cuando se me acabó el berretín de la tarántula empecé a leer, a escondidas, la revista Humor. No me ocultaba porque estuviésemos en una dictadura y los textos de Humor fuesen subversivos, sino porque entonces yo tenía diez años y en esas páginas quincenales había dibujos de mujeres desnudas y bastantes malas palabras. Cada cual tiene su pequeño gobierno militar, y a mí el coronel Chichita me producía más temor que el general Galtieri.
Las revistas infantiles de entonces —Billiken y Anteojito— trataban a los niños como si fuesen disminuidos mentales, pero en casa recibíamos ambas, porque mi madre creía que troquelar cabildos de cartón podía ser útil para mi futuro. Por suerte, en el negocio de canje de la calle 32 te daban una revista Humor vieja por dos números nuevos de Billiken o Anteojito. De este modo conocí a mis primeros dibujantes favoritos, y también supe que los periodistas y los escritores serios podían también ser graciosos y hacer enojar a los malos con buenos chistes por la espalda.
Todos ellos, una tarde cualquiera en mitad de la guerra de las islas Malvinas, tuvieron una idea genial: hacer una revista como la transgresora Humor, pero para chicos. Y entonces nació Humi, que no traía ilustraciones de próceres en la tapa, sino que se burlaba de las cantantes infantiles de la época. Sátira e ironía para niños astutos, en lugar de fechas memorizadas o historietas rancias. El proyecto fue un fracaso y duró muy poco, porque los padres preferían seguir comprándole, a sus hijos, cabildos para troquelar.
Durante las pocas ediciones que duró el encanto de Humi, yo fui un fanático de aquella revista infantil. Devoraba cada página, hacía guardia en el quiosco cada tarde para saber si había llegado el último ejemplar (el kiosquero Pisoni volvía a creer en mí) y después me pasaba semanas enteras leyendo y releyendo cada artículo, cada viñeta; me gustaba el olor de esa revista y todo lo que nos decía. Me fascinaba, sobre todo, que los mismos dibujantes y guionistas de Humor (las mismas firmas subversivas) tuvieran tiempo también para conversar con gente de diez años. Y, además, no tenía que esconderme de Chichita para leerlos, porque me hablaban a mí; me hablaban directamente a los ojos.
Esa cercanía, esa amistad a destiempo, me dio valentía para enviarles una carta agradeciéndoles el esfuerzo. No recuerdo esa carta, seguramente escrita en la Lexicon de Roberto y llena de faltas o borrones. Al final de la hoja, ya más distendido, les dejaba el chiste del campesino que cierra la tranquera para que no entre el aire. Envié el sobre con emoción, pero también con pocas esperanzas. Sin embargo, cuando recibí de manos del quiosquero el número tres de la publicación, quince días más tarde, allí estaba mi chiste.
Era la primera vez que veía mi nombre impreso. Y ese momento, ahora estoy seguro, fue el resorte inicial, el punto de partida de mi oficio. No lo supe entonces, tampoco lo analicé más tarde. Lo supe cuando Natalia Méndez, una editora de libros infantiles, preparaba un trabajo universitario y encontró —en la página cinco de una Humi fechada en septiembre de 1982— aquel chiste firmado con mi nombre y mi apellido. Con generosidad, Natalia escaneó la página y me la envió por correo, sin saber que, al hacerlo, alumbraba un recuerdo que había estado escondido y a oscuras, en el sótano de mi memoria, durante veinticinco años.
Descubrí la raíz de mi vocación cuando vi esa página amarillenta, que había dormido tantos años en alguna hemeroteca de Buenos Aires. Me sorprendió, antes que todo, haber olvidado por completo aquel suceso fundamental de mi infancia. ¿Por qué no lo recordé nunca antes del mail de Natalia? ¿Y por qué, al recordarlo ahora de repente, han regresado también tantas otras cosas alrededor de ese acontecimiento, tantos detalles y relieves, e incluso la certeza de que aquel fue un momento esencial de mi vida y de mi futuro?
Ahora, que existe el word y la impresora, ver tu nombre impreso en papel es fácil y es también aburrido. Pero entonces era casi un prodigio. Muchos sucesos encadenados debían ocurrir, y además era preciso que ocurriesen de un modo correcto y sincronizado. Desde el momento en que yo dejaba una carta en el correo con un chiste dentro, y hasta la tarde que la revista llegaba a mis manos con el chiste impreso, eran tantas las cosas que tenían que pasar, tanta la suerte y el azar, que yo no creía que pudiera ser posible. El cartero no debía equivocarse ni la carta perderse entre miles, alguien debía abrirla y no echarla al cesto de basura, y, sobre todo, unos señores a los que yo admiraba debían leer la carta y gustarle el chiste. Después de eso, que ya era de por sí improbable, un tipógrafo debía seleccionar las letras de mi chiste y de mi nombre, y un imprentero multiplicar esa página, y unos obreros intercalar los pliegos pares con los impares, y un distribuidor repartir la revista por todo el país, y un camión nocturno llegar a Mercedes, y el quiosquero Pisoni darme un ejemplar, y yo ir hasta la página cinco y ver allí mi chiste. Y mi nombre.
Todo eso había ocurrido en secreto, durante veinte días hábiles del año 1982. Todas aquellas magias habían sucedido sin distracciones ni baches ni excusas, con la serenidad de los milagros cotidianos. Y entonces yo supe, con toda la fuerza de mi alma, que ésas eran las cosas que debían ocurrirme muchas otras veces en la vida. No fue un deseo, sino una certeza extraña y conmovedora.
Yo tenía once años. Comenzaba a estar obsesionado con escribir cosas que aparecieran después en un papel lejano, compuesto por otros, multiplicado por otros, distribuido por otros. Leído por otros. ¿Cómo pude haber olvidado aquella primera emoción hasta el mail de Natalia Méndez, si de esa emoción surjo, si de esa obsesión estuvieron diseñados, después, todos mis pasos en la vida, cada uno de mis insomnios de tinta y de papel, y mis patologías, y mis incertidumbres y mis cuentos?
Desde aquel día todo fue más fácil, porque por fin supe qué hacer con mis pasiones, supe a dónde tenían que ir a parar. Desde aquella tarde no pude dejar de escribir, no quise dejar de hacerlo nunca más. Mi padre se dio cuenta del asunto y habló con su amigo Bustos Berrondo, que dirigía un diario en Mercedes. Le pidió un favor complicado que, por suerte, el amigo de mi padre aceptó. Fue así como a los trece años tuve mi primer trabajo de periodista, cubriendo la liga de básquet para el diario El Oeste. Y me pagaban. Todavía me sigue pareciendo increíble esa carambola: Roberto había logrado unir sus dos pasiones (la contabilidad y los deportes) fomentando al mismo tiempo mi única pasión. Ojalá yo tenga esa suerte con la Nina. Ojalá los milagros ocurran de ese modo.
Las crónicas deportivas eran semanales y muy cortas. Yo debía resumir el trámite del partido, los mayores anotadores y las incidencias más importantes. Tomaba notas a mano en la cancha, escribía el artículo a máquina en casa —letra por letra, usando solamente estos dos dedos que sigo usando ahora— y caminaba las cuatro cuadras hasta la redacción del diario; iba lleno de nervios, ilusionado y feliz. Entraba a la redacción y quería actuar con naturalidad, pero el corazón se me salía por la boca cada sábado, cada vez que entregaba mi crónica semanal sobre básquet. Le dejaba la hoja llena de texto a la secretaria, y veía cómo la hoja pasaba de su mano a la mano de otros, y después de otros más. Así comenzaba el proceso.
En el diario El Oeste, por supuesto, me pagaban muy poco. En realidad, el verdadero sueldo era ver, al día siguiente, mis palabras impresas en el papel. No dejé nunca de hacer aquello (que también es esto que hago ahora), y por alguna razón secreta jamás en todos estos años, que son ya muchos, he dejado de divertirme ni de emocionarme a la hora de escribir. O mejor dicho: a la hora de saber que lo que he escrito está siendo leído por otros, en otra parte, lejos de mí. Pero por alguna razón no recordaba el momento en que había saltado el primer resorte, el primero de todos los milagros. Es extraño contar todo esto ahora y de este modo, desde un portátil conectado al mundo sin cables. Es extraño saber que ahora mismo, si quiero, presiono este botón de aquí y al instante miles de lectores tienen mis palabras en casa o en la oficina, en Montevideo, en Veracruz, en Mercedes, sin que nadie se manche las manos de tinta, sin carteros, sin tipógrafos y sin esfuerzos.
No ha pasado tanto tiempo, sólo veinticinco años veloces, entre una cosa y la otra. No hay mucha diferencia entre el chico de campo que esperaba la llegada de una revista desde la Capital y éste que soy ahora, el que escribe este párrafo en su casa y a la vez tan lejos de su casa. Aquel chiste, aquel primer chiste impreso de mi infancia, ha regresado después de mucho tiempo para decirme que todo está igual, que no se han truncado las emociones, que cada libro nuevo con mi nombre es un milagro idéntico al primer milagro, y que el olor de la tinta en el papel no tiene precio. El chico de entonces, el gordito aquel que caminaba las cuatro cuadras con el corazón en la garganta y el texto novato entre las manos, un poco encorvado también, para que no se le notaran las tetas, el que deseaba que la vida futura estuviese llena de tinta y de palabras, puede dormir tranquilo.
—Ahí viene el gordito culón—decían los muchachos de la imprenta, llenos de tinta hasta las orejas.
Como promediaba la década de los ochenta, llegué justo a tiempo para vivir, oler y recordar cómo se hacían los periódicos antes del PageMaker y de la era digital. Conocí las redacciones antiguas, donde no había computadoras sino olivettis de carro ancho; entré a las salas de revelado; conocí el sonido de las viejas Garaventa cuando se atascaban.
—Ojo que llega pancuca —decían los imprenteros al verme llegar.
Fui contemporáneo de tres oficios que ya han desaparecido para siempre: el linotipista, el tipógrafo y el estereotipista. Y, sobre todo, sufrí durante muchos sábados los chistes humillantes que, sin maldad, me ofrecían los obreros de estos tres oficios. Porque ésta es, a no olvidarlo, la parte negra de cualquier historia infantil. Como todo el mundo, tengo infinidad de malos recuerdos alrededor del asunto. Pero el primero es siempre el que duele más. Una vez, en un recreo, alguien notó que yo tenía tetas. Y otro, que estaba en el mismo grupo, dijo:
—Tenés suerte, Gordo, podés tocar una teta cuando quieras.
Me lo dijo de verdad, no era un chiste. Esa mañana yo tenía siete años y estaba enamorado de Paola Soto. A la noche me miré al espejo y me pregunté cómo era posible tener más tetas que el amor de mi vida. No me pareció bueno experimentar el romanticismo en desventaja.
Aunque hubiera podido, jamás utilicé el sobrepeso como arma arrojadiza. Ni el panzazo al adversario distraído, ni arrojarme encima del enemigo y asfixiarlo. Con el tiempo, en cambio, me convertí en comediante. Desarrollé la ironía y la autocrítica. Me reía de mí mismo —con enorme esfuerzo— y logré ser un gran observador del defecto ajeno. Encontraba fallos en todo el mundo. En todos menos en Paola Soto, que era perfecta.
Paola Soto no tenía tetas, pero tampoco le hacían falta. Tenía algo mucho más sutil: tenía, para mi gusto, la mejor risa de la escuela. Su felicidad obraba con el mismo retraso que el trueno y el relámpago. En la tormenta, primero aparece el destello y un rato después llega el estruendo. En la risa de Paola Soto, primero le subían los colores a la cara, de un rojo íntimo, y después le explotaba la boca de alegría. Yo no podía sostener la vista cuando ella se reía, en grupo de tres o cuatro, con sus amigas del recreo. Además, tenía la virtud de reírse poco, y nunca porque sí; no regalaba esa magia a cualquiera. Yo no la podía hacer reír, estaba minusválido de sus dientes.
No la podía hacer reír porque venía mal acostumbrado desde la cuna. En casa y en el barrio divertía a todos con cualquier morisqueta de nene gordo. Hasta los cinco años provocar la risa ajena era tan sencillo como bajarse medio tarro de dulce de leche.
La infancia en general es fácil para el comediante; los padres son críticos muy parciales y cualquier idiotez es bien recibida hasta un cierto punto. Antes de la patología fotográfica, yo era Jerry Lewis en el hogar, y también en el jardín de infantes. Pero entonces empecé la escuela primaria y todo cambió. Apareció Paola Soto, me topé con el amor despiadado, con el dolor de panza. Me topé con la dificultad de su risa.
A Paola Soto mis morisquetas no le hacían ninguna gracia. Ni siquiera le resultó graciosa mi cara en la foto de primer grado, la que ilustra este libro. Yo podía ponerme bizco en su presencia, imitar el sonido de un barco que zarpa o dar vueltas de carnero sin manos. Con cualquiera de mis rutinas lograba desmayar de risa a mis compañeros de primer grado, pero Paola se mantenía impasible y lejana, como en la foto. La señorita Norma tampoco se reía de mis idioteces, pero yo no estaba enamorado de la señorita Norma y me importaba muy poco su indiferencia de magisterio.
Solamente me importaba Paola Soto.
Cuando acabó el año, mis padres y los de ella (que eran amigos) nos cambiaron de colegio. Paola y yo, de golpe, nos vimos en escuela desconocida y con compañeros nuevos. Sólo a ella conocía yo en ese mundo de delantales blancos, y ella a nadie más que a mí. En ese otro mundo de la Escuela Normal, los primeros recreos fueron los mejores de mi vida. Paola, sin amigas, solamente se acercaba a mí para conversar. Fueron semanas intensas, en las que a veces lograba sacarle una media sonrisa con palabras, con frases muy esforzadas. Eran muecas brevísimas y enseguida ella volvía a ensimismarse. De todos modos, esas milésimas de segundo con dientes blancos funcionaban en mí como un fogonazo de luz. Entendí, por primera vez, que debía trabajar mejor los argumentos. Entendí también que lo mío no era el humor gestual. Supe que, para hacer reír a Paola Soto, había que esforzarse.
Solamente seis recreos me llevó saber que aquel sería el único esfuerzo que estaba dispuesto a hacer en la vida. Si me hubiera enamorado de otra, de la Colorada Giacoy por ejemplo, o de Pablo Santoro, hoy no sería humorista.
También ayudó que desde los siete años tuve tetas. Porque esa es la otra parte del cuento: cuando cambiamos de escuela, los chicos nuevos descubrieron algo que los antiguos no habían sabido ver.
—Tenés suerte, Gordo, podés tocar una teta cuando quieras —me dijo Bugarín un día, y los demás asintieron con mezcla de respeto y asombro.
Juan José Bugarín fue el Rodrigo de Triana de mis tetas. El primero que las vio, el que dio la voz de alerta. Igual que los reos de las tres carabelas, mis nuevos compañeros, los que más tarde iban a ser mis amigos, se desesperaban por ver una teta, por tocarla, por acariciar la suavidad tersa de una carne humana acabada en pezón.
Y yo estaba ahí, turgente, en el tercer banco de las posibilidades de todos. Disponible, amistoso, unisex. Entonces supe que lo mío sería la risa afilada o sería el escarnio. No había opciones. Tenía que ser gracioso, punzante, certero, o tenía que dejarme manosear en los baños hasta el final de la secundaria.
La decisión era trascendente, porque de ninguno de los dos caminos se puede regresar jamás. Por eso la primera vez que Diego Caprio me hizo una propuesta de canje fue, posiblemente, el momento más importante de mi infancia. No lo supe entonces: lo sé ahora.
—Si me dejás que te toque una teta —me dijo—, te doy este sánguche.
No era una amenaza, y eso hablaba bien de Diego Caprio. Tampoco era un ofrecimiento menor, y eso hablaba bien de mí. No me proponía una trompada ni un chicle. Me ofrecía un sánguche enorme a las diez de la mañana. De algún modo confuso, la propuesta me halagó. Mis tetas, aunque anacrónicas, valían un sánguche precioso, un ejemplar único: el sol de la mañana hacía brillar la costra del pebete, y por los bordes se escapaban dos fetas de jamón mucho más grandes que los panes.
—Tiene una sola mordida —dijo Diego Caprio.
También eran mis primeros días en segundo grado, y en un colegio nuevo. Era, casi, la primera vez que alguien me daba conversación en el recreo a excepción de Paola Soto.
—Te la toco por arriba de la remera, dale —dijo Diego Caprio.
Paola Soto pasaba por la galería en ese momento; caminaba sola, como siempre, concentrada en sus cosas, un poco flotando. Quizás escuchó la propuesta indecente que me hacía Diego Caprio. Y quizás por eso ahora se detenía y fingía sentarse, o atarse los cordones, para escuchar mejor.
—Cuento hasta tres y te la suelto —insistió Diego Caprio.
Desarrollar la comicidad es importante cuando tenés tetas, y también cuando estás enamorado. El humor no es una elección, ni siquiera es una llamada, ni una señal; tampoco un talento. Cuando tenés tetas, el humor es sobrevivir.
—Si me traés almóndigas —le dije— me podés agarrar el pito.
No fue un gran chiste, es cierto, pero a esa edad la palabra almóndigas funciona; nadie sabe bien por qué. Diego Caprio sonrió y se olvidó del canje. Sonrió y me convidó la mitad del sánguche sin pedirme nada a cambio. Al día siguiente volvería al ataque, pero yo entonces sabría cómo distraerlo con la palabra bayonesa, con la palabra muñuelo. Con nuevos argumentos eficaces.
Pero eso no es lo más importante. También pasó algo que yo no esperaba. Cuando dije almóndigas y dije pito, en ese retruque infantil tan básico, Paola Soto bajó la vista, se puso colorada de vergüenza y después rió, con la boca enorme, iluminando el patio.
Fue la primera vez que la hice reír a carcajadas.
Si no hubiera ocurrido aquello, posiblemente hoy sería un escritor serio. O un travesti divertido. Si no decía lo correcto, si no sacaba un chiste de alguna parte, a los dos minutos alguien me estaría manoseando en un baño y ahora, en este libro, tendría que estar contando esa humillación. Tuve suerte. O quizás hayan sido reflejos, no tengo idea. Pero si en todo lo que escribo —melodramas incluidos—, no puedo dejar de meter un chiste pavo, es porque durante media década quise hacer reír a Paola Soto.
Si hubo un día en el que descubrí que el humor se me podía dar más o menos bien, fue aquella mañana. Y después hubo otro día, más bien una tarde, en la que descubrí que el humor se me podía dar espantosamente. Empezamos, como todo el mundo, haciendo bromas telefónicas inocentes. Cuando los teléfonos eran negros, a disco y del Estado. Las llamábamos ‘cachadas’ y eran tan antiguas como el invento de Graham Bell. Había una gran variedad de métodos, pero casi todos tenían como objeto molestar a un interlocutor desprevenido; sacarlo de las casillas, desubicarlo. Con el Chiri nos convertimos en expertos cuando promediábamos el secundario. Éramos magos al teléfono. Pero entonces ocurrió una desventura que nos obligó a abandonar el profesionalismo. Una historia que aún hoy me recuerda que llevo la maldad dentro del cuerpo.
Las primeras cachadas infantiles siempre tienen como víctima a personas que se apellidan Gallo. En la guía telefónica de Mercedes había nueve señores con ese fatídico apellido y los llamábamos a todos, uno por uno.
—Hola, ¿con lo de Gallo?
—Sí —decían del otro lado.
—¿Está Remigio?
—Acá no vive ningún Remigio.
—Disculpe, entonces me equivoqué de gallinero —y cortábamos, muertos de la risa.
Existían docenas de estas bromas básicas, y siempre nos las copiábamos de hermanos mayores o primos que ya se dedicaban a otras más elaboradas. Como se comprende, las primeras incursiones en el oficio buscaban sólo la propia risa: una carcajada limpia que no causaba grandes molestias a la víctima. Ah, ojalá nos hubiésemos quedado en ese punto muerto de la infancia, donde no existen la maldad y la culpa. Pero no: debíamos avanzar, y avanzamos.
En los pueblos chicos siempre circulan rumores, informaciones y datos sobre la existencia de vecinos propicios a las cachadas. Vecinos a los que llamábamos ‘chinches’. Se trataba de una clase de señor mayor que, ante una broma telefónica, desataba toda la fuerza de su ira y era incapaz de colgar el teléfono. Alrededor de los diez o doce años, nos llegó una información de primera mano: había que llamar al señor Toledo y decir la palabra clave.
—Hola, ¿hablo con lo de Toledo?
—Sí.
—¿Está “cornetita”?
Ésa era la contraseña para que el señor Toledo, que tenía la voz aguda y estridente, comenzara a insultarnos con frases llenas de palabras groseras, resoplidos desopilantes y desenfrenados neologismos. Nos poníamos el Chiri y yo en el mismo auricular e imaginábamos a Toledo en su casa, en calzoncillos, con los cachetes de color borravino y sacando humo por las orejas. Cuando, a los diez minutos, su diatriba perdía la fuerza y sus pulmones el aire, sólo era necesario decir “pero no se enoje, cornetita” para que todo comenzara otra vez. Era el desiderátum.
Pero el niño crece, y con él madura también la ambición, la estructura dramática y —aún dormida— gana forma la maldad. Con el Chiri no tardamos en aburrirnos de invisibles Gallos y Toledos, que sólo eran voces incorpóreas detrás de un cable, y nos pasamos al nivel de las cachadas en tres dimensiones, que tenían como víctimas a sujetos presenciales.
A las siete de la tarde, el pelado de enfrente comenzaba a cerrar su negocio para volver a casa, sin haber vendido nada en cinco horas de aburrimiento. Nosotros podíamos verlo, resignado, desde la ventana del comedor. Cuando el pelado bajaba la persiana pesadísima del local, justo antes de poner el candado, lo llamábamos por teléfono. El pobre hombre, que no quería perder una venta, se desesperaba y abría otra vez la persiana, corría hasta el fondo del negocio y, al quinto o sexto timbre, decía jadeante:
—Alfombras Pontoni, buenas tardes.
Colgábamos.
Al rato lo veíamos otra vez, humillado y vencido, cerrar la persiana gigante; le costaba el doble. Su vida era una mierda, se le notaba en los ojos y en la curvatura de la espalda. Entonces el pelado escuchaba otra vez el teléfono dentro del local. “Si el que ha llamado antes llama ahora, quiere una alfombra con urgencia”, pensaba el comerciante, y otra vez le bombeaba el corazón, y otra vez levantaba la persiana, otra vez corría hasta el fondo, y otra vez decía ‘alfombras Pontoni, buenas tardes’, con un hilo de voz.
Colgábamos. Colgábamos siempre.
Un día repetimos el truco tantas veces, pero tantas, que al enésimo llamado falso el pelado no tuvo más remedio que decir ‘alfombras Pontoni, buenas noches’.
Hubiéramos seguido así hasta el final de los tiempos, pero un año después nos dimos las narices contra el futuro. Al primer llamado, el pelado Pontoni sacó del bolsillo un mamotreto con antena y dijo “hola”. Se había comprado un inalámbrico.
La llegada de la tecnología, antes que amilanarnos, propició nuevos métodos de trabajo. Cuando en casa tuvimos el segundo teléfono (uno con cable, otro no) con el Chiri inventamos la telefonocomedia, que era una forma de cachada a dos voces con receptor pasivo. Consistía en llamar a cualquier número y hacer creer a la víctima que estaba interrumpiendo una charla privada.
VICTIMA: —¿Hola?
CHIRI (voz de mujer): —…claro, pero eso es lo que te gusta.
VICTIMA: —¿Diga?
HERNAN (voz masculina): —Lo que me gusta es chuparte el culo.
CHIRI: —Mmmm, no me digas así que me se ponen las tetas duras.
VICTIMA: —¿Quién es?
HERNAN: —Yo lo que tengo dura es la poronga, (etcétera).
El objetivo de este reto dramático era lograr que el interlocutor dejara de decir “hola” y se concentrara en nuestra charla obscena, como si se sintiera escondido debajo de una cama de hotel. Cuanto mejores eran nuestras tramas, más tardaba la víctima en aburrirse y colgar. Fue, supongo, un gran ejercicio literario que nos serviría —en el futuro— para mantener a los lectores atrapados en la ficción de un relato. Una tarde, después de diez minutos de telefonocomedia, una de nuestras víctimas comenzó a jadear, y nos dio asco.
Con dieciséis años, o diecisiete, ya podíamos considerarnos profesionales del radioteatro. Habíamos ganado en pericia escénica, en impronta y, sobre todo, en naturalidad de reflejos. El Chiri y yo faltábamos a las clases vespertinas de gimnasia y nos encerrábamos en casa con dos o tres teléfonos, un grabadorcito Sanyo y algunos elementos para generar sonidos de lluvia, de tráfico, de incendio, de ventisca. También teníamos a mano claras de huevo, por si era necesario cambiar los matices de la voz.
No nos hacía falta hablar entre nosotros: nos comunicábamos con gestos y miradas, como locutores de radio detrás del vidrio. Hacíamos magia. Éramos capaces de mandar a un desconocido a la Municipalidad a buscar un impuesto inexistente, seducir a la secretaria de un médico hasta enamorarla, hacer sonar la sirena de los bomberos en el momento que se nos ocurriera y convencer al kiosquero de la Diecinueve casi esquina Treinta que estaba saliendo en directo para una radio de Luján.
Nos creíamos dioses, y quizás por eso tocamos fondo en el cenit de nuestra gloria.
Promediaba el año ochenta y ocho. Lo recuerdo porque ya usábamos relojes digitales para cronometrar nuestras hazañas. Era de noche y mis padres no estaban en casa. Hacía horas que, con el Chiri, jugábamos un juego apasionante: hacer durar a la víctima en el teléfono a cualquier precio. Cuando te convertís en un profesional de la cachada volvés a lo básico, a lo simple. El mecanismo del juego era llamar a cualquier número y sacar una conversación de la nada. El reloj corría desde el “hola” y hasta el “clic” de cierre.
Esa noche Chiri llevaba una performance ideal: había logrado una conversación de diecisiete minutos y doce segundos con una señora, diciéndole que hablaba desde la tintorería. Tuvieron una charla graciosísima sobre el planchado en seco y acabaron cantando “Nostalgias” a dúo. Chiri la paseó por donde quiso, con guiños magistrales y toques de genialidad. Era imposible que yo pudiera superar esa maniobra.
Tiré los dados. Me salió el 24612. Marqué el número. Chiri tenía el cronómetro en la mano y me miraba cancherito. Cuando la voz de una vieja dijo “hola” comenzó a correr el segundero.
Yo había desarrollado una técnica, una marca de la casa, que sólo usaba en momentos clave. Era un sistema muy arriesgado que consistía en poner una voz masculina estándar, atónica, pausada, y provocar que la víctima adivinase mi identidad. Aquella noche, en la que sería la última cachada de mi vida, utilicé este método.
—¿Quién habla? —preguntó la vieja después de mi “hola”.
—Lo que faltaba —dije— ¿Ya ni de mi voz te acordás?
Eso era un peón cuatro rey. La apertura clásica. Generaba del otro lado sensación de familiaridad. Siempre hay un sobrino que ha crecido y le ha cambiado la voz, o un ahijado; siempre.
—No sé —dijo la vieja—. ¿Con quién quiere hablar?
—¡Con vos, boludona!
Jugada arriesgadísima. Yo estaba sacando la reina al medio del tablero. Muy poca gente del entorno de una vieja le dice “boludona”. Pero si quería superar el tiempo de Chiri, tenía que actuar como un kamikaze. Funcionó:
—¿Daniel! —dijo ella, en ese tono intermedio entre la interrogación y la exclamación. El tono se llama deseo.
La entonación del nombre propio me dio un millón de pistas. Daniel no era un sobrino, ni un ahijado, porque el grito de la vieja había sido estremecedor. No podía ser más que un hijo. Posiblemente, único. Y ese mismo dato me llevaba a otra cosa: el hijo vivía lejos y no era muy dado a llamar a su madre. Me tiré de cabeza:
—¡Claro, mamá! ¿Quién va a ser?
—¡Dani, Danielito! —sollozó la vieja, mientras Chiri, en silencio, se sacaba de la cabeza un imaginario sombrero, rendido ante mi jugada.
Ahora, el tiempo corría de mi parte. Me fui a caminar con el inalámbrico, para que Chiri no intentara hacerme reír con gestos. Él se quedó escuchando desde el fijo. En cinco minutos supe que Daniel vivía en el sur (“¿y hace frío ahí?”, preguntó la vieja en pleno septiembre) y también que la relación entre ellos no había sido, en los últimos años, muy afectuosa.
—Papá hubiera querido que estuvieses en su entierro.
—No es fácil, mamá. Hay heridas abiertas, la vida no es tan simple.
Supe que Daniel tenía una esposa, la Negra, y dos hijos. El más chico, Carlitos, no conocía a su abuela. Supe también que la ciudad en la que vivía Daniel era Comodoro Rivadavia, y que trabajaba en una fábrica de televisores. A los doce minutos de charla, cuando ya todo estaba encaminado para superar el récord del Chiri, la vieja empezó a sospechar algo, comenzó a hacer preguntas ambiguas, y debí improvisar.
—¿Pero cómo es que te escucho tan cerquita, nene? —quiso saber ella, y entonces no tuve opciones.
—Mamá —dije, sorprendido por mi crueldad—. Estoy acá, en la Terminal.
Del otro lado escuché un silencio, y después un llanto contenido. Me di vuelta buscando los ojos de Chiri, que me miraba pálido. No sonreía. Yo sentí, por dentro, la pulsión de la maldad. La sentí por primera vez en la vida. Estaba en el estómago, en el pito y en el cerebro al mismo tiempo, como una santísima trinidad diabólica. Con un gesto, le pregunté a Chiri qué tiempo llevaba. Dieciséis minutos.
—No llores, viejita —dije.
—¿Habías venido ya otras veces a Mercedes? —me preguntó con la voz rota— A veces sueño que venís, de noche, y que no pasás por casa…
—No. No, no… Es la primera vez que vengo, te lo juro. Pero no quería aparecer así, de golpe. Por eso te llamé.
—¡Hijo! —gritó ella, desgarrada— ¡Colgá y apurate, vení, vení!
Casi diecisiete minutos, hacía falta algo más. Cuando supe lo que iba a decir, mi puño izquierdo se cerró. Ahora creo que la maldad ya me había invadido. Creo que no era yo el que hablaba. Eso que no sabemos qué es, eso que nos hace humanos y horribles, ahora estaba enquistado en mí y yo era su marioneta.
—Tengo que hacer un par de cositas antes, y después voy a casa —dije—. Escucháme, mamá. ¿Me hacés canelones? Estoy muerto de hambre.
—Claro, Dani.
—Siempre extraño tus canelones.
—Apurate, yo ahora te hago.
—Un beso.
—Chau, nene. Estoy toda temblando, apuráte.
Y la mujer colgó.
Lo miré a Chiri, que tenía la vista en el suelo. No me miraba, supongo que no podía verme a la cara. Ni siquiera se acordó de parar el cronómetro, así que tampoco supimos quién ganó.
Estuvimos un rato largo en los sillones, sin decirnos nada.
Media hora más tarde entendimos que en alguna parte de Mercedes había una casa, que en esa casa había una mesa, y que en esa mesa ya humeaba un plato caliente. Nuestra infancia tardía, aquella ingenuidad, supimos entonces, iba a durar hasta que se enfriaran los canelones de Daniel.