Ida y vuelta para el Nacho
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Más respeto que soy tu madre

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Mi hijo estuvo tres días en casa, y en esos tres días fuimos de nuevo una familia. Volvió a su pieza, que desde que se fue quedó igual que la última vez. Durmió con las sábanas de siempre, y cada uno de los tres días lo desperté con el desayuno. Y conversamos de nada.

—¿Estás bien, viejita?

—Acá, tirando… Vos sabés…

—No tenés que bajar los brazos, ¿me oís?

—Ponéte mermelada, mirá que hay más en la heladera.

No hace falta más que eso con él. Nosotros decimos un cachito nomás de las frases: el resto lo entendemos. Yo ya les conté mil veces, corazones, que el único de la familia con el que vale la pena hablar de cosas profundas es con él. Los demás están en sus cosas. Pero el Nacho siempre tuvo tiempo para preguntarme cómo andaba o qué me estaba pasando por la cabeza. Por eso lo extraño siempre, un rato cada día. Pero no con bronca ni nada. Incluso si estoy ocupada con algo y es la hora de pensar en él, me tomo cinco minutos para extrañarlo más relajada.

Ahora, cuando lo miro, me siento vieja. Lo veo enorme, independiente, lejos, enamorado. Todas las cosas que más cagazo me daban, las cosas que en secreto odiaba que un día pudieran pasar. Todo lo que siempre quise para él.

—A veces no puedo creer que estés tan lejos.

—No es tan lejos, mamá, es Chubut.

—Abro la puerta de tu pieza y me imagino que estás ahí, escuchando a Spinetta.

—Vos lo odiabas a Spinetta.

—Ahora no sabés cómo lo extraño al melenudo ese.

Hace mucho que no sueño esa pesadilla horrible (alguna vez se las conté) donde el Nacho y yo nos besábamos, y yo era su novia. Ahora, que ya no está conmigo, solamente tengo su voz al teléfono los sábados, el messenger puntual de las nueve de la noche, y estas visitas de tres días que me dejan con la boca pastosa, con ganas de seguir conversando y que los relojes no den más la hora. Hace un rato llegamos de la Terminal. Lo fuimos a despedir, el padre y yo, porque se volvió a Lago Puelo después de darle a la Sofi la sorpresa de estar en su Fiesta, y después de darme, a mí, un poco más de él.

—No me llorés.

—Si no lloro, es que vine en la motito sin el casco y me lagrimea un ojo, boludón.

—Portáte bien.

—Dale un beso en la panza a la Luchía de mi parte.

—Nos vemos en agosto, viejita.

—Abrigáte allá, que está fresco.

No sé de dónde viene el gesto de sacar un pañuelito y revolearlo al aire para despedirse. Pero como sale en todas las cintas románticas yo siempre lo hago: me quedo saludando al ómnibus como una boluda, incluso sabiendo que el Nacho ya no me mira.

Me quedo sacudiendo el pañuelito al aire hasta que el chevallier es un puntito negro en la ruta 5, hasta que dobla en la Shell y desaparece del mapa. Y entonces me seco las lágrimas o me sueno la nariz con el pañuelito, y lo agarro del brazo al Zacarías como si hiciera frío. Como si me temblaran las rodillas. Como si él fuera más fuerte que yo, como si él no estuviera perdiendo también a su hijo.

Me agarro del brazo de mi marido bien fuerte, creo yo, para no salir corriendo por la banquina y hacer volver el ómnibus a patadas, para no poner patas arriba el mundo y hacer que el tiempo vuelva para atrás… Yo querría hacer cualquier cosa, lo que sea. Cualquier cosa que provoque que el Nachito baje de ese chevallier, o que sea otra vez un chico de siete años y yo sea de nuevo su mamá y que nadie más me crezca en esta casa.

Mirta G. de Bertotti
(Personaje de una novela de H. Casciari)