«Idilio», de Guy de Maupassant
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Pausa

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100 covers de cuentos clásicos

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Estamos en el siglo XIX, en un tren que va de Gé­nova a Marsella. En el último vagón viajan dos pasa­jeros frente a frente, en silencio. Una mujer de unos veinticinco años y un hombre un poco más joven. Es el último tramo del viaje y quedaron los dos solos, después de que el resto de los pasajeros se fueran ba­jando en pueblitos silenciosos. 

La mujer va sentada al lado de la ventanilla y mira el paisaje. Es una piamontesa de ojos negros y tetas enormes. El muchacho es un campesino flaco y cur­tido, con la piel oscura de los que cultivan la tierra bajo el sol. 

El tren avanza despacio por la campiña francesa. Desde el vagón en movimiento, el mundo parece un lugar tranquilo, seguro y hermoso. La mujer asoma apenas la cabeza por la ventanilla y toma un poco de aire fresco. El muchacho no la ve porque tiene los ojos cerrados. Está agotado y hace horas que trata de dormir, pero no puede. Probó distintas técnicas, des­de contar ovejas hasta dejar la cabeza completamente en blanco, pero nada. 

De pronto escucha que la mujer suelta un gemi­do extraño. Él abre los ojos y la observa. Ella actúa como si estuviera sola. Se desprende algunos botones del vestido, afloja los elásticos del corpiño y sus dos tetas colosales y enormes ceden liberadas y asoman por el escote. 

«¡Ufff! No podía respirar con tanto calor», dice la mujer en italiano, por fin aliviada. Él, bastante incó­modo, contesta en el mismo idioma y con el mismo acento lo primero que se le ocurre: «Yo prefiero el calor para viajar». Ella lo mira asombrada: «¿No me diga que usted es del Piamonte?», dice. «Soy de Asti», responde él. «¿De Asti? ¡Yo de Casale!», pega un grito ella, feliz. Y los dos sonríen porque son casi vecinos. Se ponen a conversar y descubren que tienen amigos en común. ¡No lo pueden creer! Y cuando ya tienen confianza se cuentan cosas más íntimas. 

Ella le dice que dejó a sus tres hijos con su esposo porque encontró trabajo de nodriza en Marsella, en la casa de una familia rica. Es una buena oportunidad y, por más que le duela dejar a sus hijos, sobre todo al más chiquito que acaba de nacer, no puede darse el lujo de perder esa oportunidad. Él le dice que se dirige a Marsella en busca de trabajo, porque le ase­guraron que ahí se están haciendo muchos edificios y que se necesita mano de obra. Después se quedan en silencio, hasta que la mujer empieza a jadear y se abre el vestido. Él se inquieta. Ella se queja: «Desde ayer que estoy mareada porque no doy el pecho. Con la cantidad de leche que tengo tendría que estar ama­mantando tres veces al día. No puedo respirar. Siento que me voy a desmayar», dice. 

Él no sabe qué decir, y murmura: «Eso debe mo­lestar mucho». «¡Muchísimo!», dice ella. Y se señala el pezón izquierdo. «Con apretar un poco acá sale leche como de una fuente. Es un espectáculo raro y bas­tante increíble: todos mis vecinos de Casale venían a verlo, se lo juro». 

De pronto el tren se detiene. Al lado de la barrera hay una mujer con un bebé en brazos que no para de llorar. «Ahí hay una criatura a la que le podría dar tanto alivio», dice la mujer. «Y a mí podría darme un gran alivio ese bebé», agrega con resignación. El tren vuelve a marchar. La mujer se pasa la mano por la frente: «No puedo más, me voy a morir», dice y con un gesto inconsciente se abre el corpiño y desnuda, sin que le importe nada, sus dos tetas colosales, con dos pezones rosados en el centro. 

El muchacho se queda petrificado en el asiento. Después balbucea confuso: «Señora, a lo mejor yo la podría aliviar». Se hace un silencio extraño, como si el tren se hubiera detenido. La mujer lo mira seria: «¿De verdad usted me haría ese favor?», pregunta al cabo de unos segundos con la voz entrecortada. 

Él asiente y sin esperar otra señal se arrodilla. Ella se inclina apenas y le acerca a la boca su pezón rosado. Él ve en la punta una gota de leche y se la toma con avidez. Después agarra la teta con las dos manos y se pone a mamar con ritmo regular. 

Al rato ella le dice: «Ya descargaste bastante de esta. La otra, por favor». Entonces el muchacho se suelta y busca el otro pezón con docilidad. Ella le apoya sus manos en la espalda y mientras él sigue prendido a su manantial de carne; ella mira el paisaje y respira profundamente, disfrutando de la brisa. Hasta que lo aparta con suavidad. 

«Basta. Ya me siento mejor. Me hiciste un gran fa­vor», afirma. Él se levanta y se seca la boca con el revés de la mano. La mira con una expresión que no le había mostrado antes. Y entonces, por fin, le dice: «Soy yo quien le da las gracias, señora, porque llevaba dos días sin comer. Sin comer nada. No sabe cuánto se lo agradezco».

Guy de Maupassant
Una adaptación de Hernán Casciari