II. La culpa la tiene Dustin Hoffman
112m

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El pibe que arruinaba las fotos

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De pronto yo estaba en el hogar donde pasé la adolescencia; lo supo primero mi nariz. Los ojos se acostumbran tarde a la penumbra, pero mi olfato reconoció enseguida el olor inconfundible de la casa de la calle Treinta y Cinco.

Siempre sabemos cuál es la fragancia del sitio donde crecimos; nadie acertaría a explicar de qué está compuesta, pero cada uno de nosotros es capaz de reconocer ese aroma entre miles. Y yo estaba ahora en mi casa de Mercedes. Exactamente en el sitio al que llamábamos el rincón blanco. 

El rincón blanco siempre fue el epicentro de la casa. El lugar por el que había que pasar para ir a cualquier parte. No era un rincón, sino una prominencia amplia que abultaba el pasillo justo por la mitad. Y tampoco estaba pintada de blanco, pero le decíamos así. Nunca supimos por qué.

En todos los hogares hay recovecos y habitaciones que los mayores bautizan sin conciencia, y que luego nombran para siempre de una forma estrafalaria. Los hijos nacen y después crecen con la certidumbre de que esos apodos son estándares. Sólo las visitas reconocen el fallo: 

—Dejá la campera y el portafolio en el rincón blanco —le decía yo a mis amigos cuando venían a tomar la leche.

—¿A dónde?

—Ahí, en el rincón blanco —y señalaba aquel sitio, empapelado con flores mustias sobre un fondo celeste, que solamente tenía un armario con cajones, un estante y un espejo.

Los niños que habitan las casas no tienen la menor idea de que algunas palabras —rincón blanco era la mía— no significan nada para el huésped ocasional, que sólo tienen sentido para los moradores, y a veces sólo para los moradores más antiguos. 

Quizás ese lugar alguna vez haya sido blanco, es posible. Pero más tarde, después de mil manos de pintura, los habitantes mayores le siguen diciendo rincón blanco y los más jóvenes, por ejemplo mi hermana y yo, le decimos también así durante la infancia entera, y en la adolescencia, y también mucho después en el recuerdo, como si esas palabras fueran una referencia común en los hogares del mundo. Como si en todas las casas hubiera dormitorio, comedor, rinconblanco, baño y terraza. 

Una tarde, cuando éramos todavía compañeros de primaria, el Chiri me preguntó por qué le decíamos rincón blanco al sitio pequeño que quedaba en medio del pasillo, y entonces, sólo entonces y no antes, descubrí que no tenía el menor sentido llamar así a tres paredes empapeladas de tonos pastel. No supe qué responderle.

En otras casas, en las ajenas, también había sitios bautizados por sus dueños de un modo extraño, lugares que los habitantes llamaban de forma especial sin darse cuenta, como por ejemplo el galpón de los juguetes, que era la habitación de mi amigo Sebastián, en donde no había juguetes sino libros y cacharros; o la cocina vieja de una compañera de mi adolescencia, que era un lavadero sucio detrás de un jardín. O los cuartos de soltero de los tíos díscolos que se van pronto de casa, pero que nuestras abuelas siguen llamando la pieza de toto para siempre.

—¡No entres a la pieza de toto, que no le gusta!

Las habitaciones guardan, también en su nombre, el recuerdo de lo que fueron, por eso ahora, que de repente he aparecido —aún no sé cómo, porque vivo en España y casi tengo cuarenta años— en la que fue mi casa de los ochenta, podía oler la frescura del rincón blanco aún sin verlo, y recordé largas tardes leyendo entre esas paredes libros de Mark Twain, o escuchando música de casete en un estéreo.

De a poco mis ojos se habituaron a la falta de luz. Desde la habitación de mis padres, entreabierta y oscura, pude escuchar el murmullo de una conversación. Ya era pasada la medianoche, supuse, y estarían a punto de acostarse. Siempre tardaban muy poco en comenzar a roncar.

Mi madre roncaba igual que una Vespa con la bujía empastada, y mi padre con un silbido musical. Los dos juntos, sincopados, se oían como un motociclista al que no le importa haber quedado en mitad del camino. Me hizo ilusión quedarme un rato y comenzar a escucharlos.

Más allá del pasillo la puerta de la cocina estaba cerrada, pero se adivinaba una hendija de luz del otro lado. Reconocí entonces el tecleo apagado de una máquina de escribir. Supe sin sorpresa ni escándalo, sin asombro ninguno, que del otro lado estaba yo mismo con quince años, quizás dieciséis, escribiendo mi primera novela.

Ahora mismo, mientras narro estos detalles sensoriales, todavía no he decidido si estoy explicando un sueño o un cuento. Preferiría que fuese lo segundo: me gustaría caminar hasta la cocina, abrir la puerta y conversar con el adolescente que escribe, lleno de esperanzas y de trabas, su primera historia de largo aliento. 

Me gustaría ayudarlo con la estructura del relato, y también —lo confieso— poder narrar aquí esa charla completa, más para mí que para ustedes, pero tengo demasiado presente El Otro, aquel cuento muy famoso en el que Borges, ya viejo, se topa con Borges joven en un banco de Cambridge, a la vera del río Charles, y el más viejo logra convencer al más joven de que son el mismo, y conversan sobre literatura.

Hubiera sido vergonzoso, entonces, ir hasta la cocina y conversar conmigo mismo, porque esta historia, que podría llamarse El rincón blanco, perdería muchísimo en comparación con la historia de El Otro. Mala suerte, hay cosas que ya no se pueden escribir mejor de lo que han sido escritas.

Pero ya que estaba allí, decidí recorrer un poco la casa a oscuras, intentando no hacer nada que pudiera parecer borgeano. Comencé a caminar hasta el comedor tanteando las paredes con las manos abiertas y los brazos extendidos, dando pasos temblorosos, sin darme cuenta de que, en mi afán de no imitar la escritura de Borges, estaba plagiando su forma de moverse por las casas.

Me reí solo, mientras sacaba del bolsillo un encendedor para darme un poco de luz y no parecer un ciego.

Ahora estaba de pie frente a la habitación de mi hermana. Entré con cuidado y acerqué el encendedor para verla dormir. Ella tendría doce años si yo tenía quince, y me sorprendió —al verla dormida— cuánto se parecía a mi hija. Ese descubrimiento, insospechado, fue quizás lo mejor del sueño, porque lo que viene después será mejor olvidarlo.

La cara interior de su puerta fue otro hallazgo feliz. Hacía años que se había borrado de mi memoria ese pastiche rosa, espantoso. Florencia, en su primera juventud, escribía frases en la madera y en el marco, con rotuladores de mil colores. Y también hacía dibujitos cursis.

—Si lo amas déjalo libre —leí ahora—, si regresa siempre fue tuyo y si no viene nunca lo fue. 

También había esta otra: 

—Amor no es mirarse el uno al otro en los ojos, sino mirar los dos a la misma dirección —y ésta estaba rematada con unas flechas de colores lila, púrpura y rosa fuerte, y un corazón partido por la última flecha. Mi hermana no tenía una puerta, tenía un blog de MSN.

No debí haberme regodeado tanto, porque cuando llegué a mi habitación de entonces se me cayó el alma al suelo. Yo era mucho peor que mi hermana; yo era directamente un farsante. Habría preferido mil veces ser cursi como ella y escribir cosas de amor en las puertas, en lugar de tener toda la habitación empapelada con afiches de escritores que jamás en la vida había leído. 

¿Qué hacía esa foto de Lenin allí, con ese bigote absurdo? Y sobre todo, ¿por qué durante toda mi adolescencia yo estuve convencido de haber colgado una de Nietzsche? Regresaron, urgentes, mis deseos de entrar a la cocina, pero ya no para conversar conmigo al estilo borgeano, sino para cagar a trompadas al gordito pelotudo que estaba adentro.

Y lo habría hecho, con toda seguridad. Habría abierto la puerta de la cocina a patadas, me habría agarrado de mi camiseta de entonces con mis puños cerrados de ahora, me habría dicho que no fuera tan estúpido, que dejara de posar como un pavo real, que empezara de una vez por todas a disfrutar de la escritura en lugar de usarla como bandera, que escribiera menos, que escribiera solamente cuando me diera la gana y no cada puta noche como si de eso dependiera la salvación del mundo; me habría cacheteado, me habría pegado la cabeza contra la mesa hasta sacarme sangre, me habría hecho llorar por monigote y por pavo, de no haber sido porque escuché ruidos en la habitación de mis padres y me paralicé.

Algo, no sé qué, los había despertado.

Saqué apenas la cabeza de mi habitación adolescente y me quedé así, escondido, sin hacer un solo movimiento de más. Roberto salió primero y encendió la luz del rincón blanco. Era una luz tenue, azulada. Detrás apareció Chichita, haciendo con los brazos gestos de frío. Los dos eran mucho más jóvenes de lo que yo hubiera imaginado. Pero no fue eso lo que más me llamó la atención, sino que estaban vestidos como para salir.

—No hagas ruido que está Hernán despierto —dijo mi padre, señalando la cocina y el traqueteo de la olivetti. Ella asintió.

Fue extraño. Yo me escondía de ellos, y ellos se escondían de mí. Mi padre comenzó a tantearse los bolsillos mientras Chichita se arreglaba, con un dedo, la pintura de labios en el espejo que estaba sobre el estante.

—¿Tenés una birome? —preguntó él, en un susurro.

Mi madre rebuscó en su cartera y le pasó una Bic azul sin decir palabra. Roberto abrió uno de los cajones del rincón blanco y sacó de allí una bolsa pequeña. Después descolgó el espejo pequeño y lo puso, boca arriba, en el estante. Chichita se acercó.

—A mí no me la hagás muy grande —dijo ella—, mejor guardá un poco y la llevamos.

—No, gorda, tomemos acá. No hagas cosas raras.

Roberto peinó dos rayas finas, del largo de un dedo índice, con la tarjeta amarilla del Automóvil Club. Después chupó el borde de la tarjeta y se pasó la lengua por los dientes. Vi a Chichita doblarse sobre el anaquel y aspirar con velocidad. Después él hizo lo mismo, pero más despacio. Cuando acabaron de tomar, mi padre guardó otra vez la bolsita en el cajón del armario, mi madre colgó el espejo en la pared y caminaron hasta la cocina sin entrar. Solamente me golpearon la puerta y me avisaron:

—Nos vamos a lo de Peti y Negra.

Me escuché a mí mismo, con una voz muy atildada, contestar:

—Bueno, yo después cierro.

Antes de salir a la noche de Mercedes, Roberto apagó la luz del rincón blanco y se revisó la nariz en el reflejo de la ventana.

Sigo sin saber si aquello fue un sueño barcelonés, o si de verdad estuve allí por arte de magia. Cuando les conté la historia a mis padres, la última vez que vinieron a España a visitar a Nina, fingieron divertirse mucho con la ocurrencia y cambiaron enseguida de tema. No lo sé. En el fondo, hubiera sido gracioso que, en aquellos tiempos, todos nos escondiéramos para drogarnos.

Yo también tenía que esperar a que ellos se fueran para dar rienda suelta a mis vicios. El mejor momento era el verano. Quedarse solo en una casa sin padres es, junto a ser invisible en el vestuario de las chicas, la situación más excitante en la adolescencia de un futuro escritor. No importa si la casa es propia o ajena. Lo importante es llamar pronto a todo el mundo y hacer fiestas interminables hasta el final del verano.

En Mercedes solamente nos quedábamos en el pueblo los peores, los que no estudiábamos nunca en invierno, los que teníamos que rendir docenas de materias. Nuestros padres, cansados de llorar por nuestra suerte en otoño, hartos de gritar y de sufrir por nuestra incapacidad de entender las matemáticas, la física y la química, decidían irse de todos modos a Mar del Plata y dejarnos en el pueblo en penitencia, estudiando. Lo importante, en esos casos, es fingir tristeza hasta último momento.

Todavía me salta el corazón de alegría cuando me recuerdo en patas, desde el zaguán, saludando a los viajeros que, subidos a un Ford Taunus lleno de valijas, emprendían el viaje a la Costa y me dejaban en paz:

—¡Adiós, mamá! —había que mantener hasta el final cara de compungido; eso costaba mucho— ¡Chau, papá, no corras por la ruta! —la mano en alto, la alegría escondida— ¡Hasta la vista, simpática hermana menor! —ella sabía que yo sería feliz en breve, que sería el dueño del mundo; ella me odiaba desde la calurosa ventanilla, pero no podía decir nada. Florencia, mi hermana, esperaba su turno de libertad, que llegaría dos años más tarde: por eso no levantaba la perdiz, aunque le hubiese encantado aguarme la fiesta y decir:

—¡Mamá, papá, el idiota está contento! —pero se mordía la lengua; no lo decía.

El auto se iba haciendo pequeñito por la calle Treinta y Dos, y mi mano seguía en alto desde la esquina. Una vez que el Taunus se convertía en un punto sin forma, yo cambiaba el gesto de mi rostro y bajaba la mano. ¡Ésa era la señal: bajar la mano! Entonces todos mis amigos se descolgaban de los árboles, se tiraban de los techos, o aparecían por debajo de las alcantarillas. Traían bolsas de dormir, damajuanas, dos mudas de ropa y una bolsa de porro. El Chiri, además, siempre venía con un palo, porque quería ser el primero en romperle un florero a Chichita.

Esas temporadas hubieran sido perfectas, pero siempre había dos enemigos al acecho que también se quedaban en Mercedes: la abuela Chola y Mabel. Mi abuela, que tenía llave de casa y vivía a la vuelta, era la mismísima representación de la crítica literaria. Podía aparecer siempre, en cualquier momento del día o de la noche, a ponerle peros a las buenas historias. Y Mabel era la señora que venía a limpiar, los lunes a las siete de la mañana, justo cuando la fiesta del domingo empezaba a ponerse buena.

No teníamos una estrategia muy clara para librarnos de ellas, sobre todo porque vivíamos borrachos o drogados y era imposible actuar con lucidez. A la abuela Chola, por lo general, decidíamos trabarle la puerta desde adentro, para que no pudiera entrar. Ella nos espiaba desde la ventanita de la puerta, veía fragmentos del caos, pero el resto se lo tenía que imaginar:

—¡Abrime, nene! —me decía, tratando de hacerse oír por encima de la música y los gritos.

Mi abuela paterna era una vieja original, de fábrica. De las vestidas sin estridencia, de las abocadas a la labor del punto cruz. Ya no queda ni una vieja original en las grandes ciudades, y en breve no las habrá tampoco en el mundo entero, por culpa de la mujer actual, que, con tal de no envejecer, prefiere inyectarse botulismo. Mi abuela Chola, y casi todas las de aquella época, poseía una especie de saber oculto, rústico y efectivo, para todos los males: los del cuerpo, los del corazón y los del alma. Sabía solucionar un dolor de muelas con la ayuda de un sapo, por ejemplo, magia que la vieja moderna ya no practica. Sabía mezclar yema de huevo, azúcar y vino de misa para alegría de los nietos; ahora las viejas les compran chicles. Sabía utilizar la experiencia de los años, no la avergonzaba el calendario.

—¡Volvé después, abuela, que estoy estudiando! —le decía yo, apareciendo desde algún lado con un gorro militar en la cabeza.

Eran tiempos en que todavía podíamos ver por la calle a señoras mayores con canas. Hace ya mucho que no veo una cana verdadera, de mujer, por ninguna parte. No sólo eso; las viejas actuales vuelven de la peluquería con colores estrambóticos: rojos zanahoria, amarillos fluorescentes, infinitas variantes del castaño con reflejos y, desde no hace mucho, una especie de azul metalizado que las hace parecer, además de más viejas, un poco extraterrestres o incluso borrosas; como si les hubieran envuelto el pelo para regalo. Por culpa de ese peinado horroroso, al que le llaman la permanente y que sin embargo no les dura nada, hoy resulta casi imposible reconocer de atrás a una vieja. Todas son iguales. ¿Por qué ya no tejen escarpines, ni bordan mantillas, ni cuentan historias de aparecidos? ¿Por qué las abuelas de ahora, en lugar de a Gardel, escuchan a Julio Iglesias, y algunas a su hijo Enrique? (Las del pelo azul.) ¿Por qué ya no se espantan las señoras mayores con los chistes picantes, sino que hasta son capaces de contarlos en la sobremesa, sin gracia siempre, sólo para sacar patente de desprejuiciadas? ¿Por qué nuestros hijos habrán de privarse de la calidad de las abuelas que yo tuve, y padecer en cambio a otras que prefieren divorciarse antes que enviudar como dios manda?

—Ni bien llame tu padre se va a enterar —decía la abuela Chola, por la mirilla, intentando en vano hacer funcionar su llave y entrar en casa— ¿Qué están haciendo ahí dentro? ¿Cuántos hay?

—Solamente yo y el Chiri, abuela —gritaba desde adentro el Negro Meana.

La vejez femenina natural, en estos tiempos, sólo crece bajo el amparo de la pobreza. Únicamente vemos el verdadero rostro de una anciana en la mujer que no tiene el capital suficiente para pintarse como una puerta, o para ponerse colágeno. Ya no es vieja la que quiere, sino la que no puede impedirlo. Estamos en camino, muy cerca ya, de que la vejez sea un síntoma inequívoco de miseria, no de sabiduría o dignidad. Ya no les importará a estas señoras ir con la frente bien alta por la calle, pero sí bien tersa. Por los fragmentos que alcanzo a oír cuando hablan entre ellas, las viejas de hoy  tienen preocupaciones banales, sin sustancia y casi siempre reproducen una charla anodina y ramplona. Ya no saben curar el empacho, ni tirar el cuerito, ni cantar viejos tangos irrecuperables, ni fajar con un poncho los pies de una criatura para que duerma por la noche de un tirón. Las viejas actuales únicamente repiten como loros las nuevas tendencias falsas de las revistas de la peluquería, y desean, más que ninguna otra cosa en este mundo, que nadie sepa nunca la verdadera edad de su vejez. Para peor, la mercadotecnia les sigue la corriente: las telenovelas actuales ya no están confeccionadas para la anciana venerable de ayer, para mi abuela Chola, que buscaba un romanticismo angelical para pasar la tarde, sino para la vieja recauchutada de hoy, para las señoras degeneradas que pululan en este tiempo. Ahora las telenovelas ponen muchachos semidesnudos, untados en aceite, en lugar del recio galán de bigote fino. La vieja de hoy es un monstruo alimentado por la televisión vespertina, y me temo que es poco lo que podemos hacer para salvar a nuestros hijos de su cercanía.

Las pocas viejas sensatas que todavía quedan (lo mismo que el koala y el Ford Taunus) se irán extinguiendo en la soledad de los geriátricos y en los pueblos chicos, y sólo quedarán estas otras, las siliconadas, las lectoras de best-sellers de quince pesos, las sexuadas, las contemporáneas, las de los perfumes penetrantes, las compradoras de teletienda, las que ven en sus nietos no una segunda oportunidad, sino un dedo que las humilla o las delata. Y en no muchos años, las criaturas ya no sabrán que en el mundo había ancianas cocineras que empezaban a preparar el estofado cuatro horas antes, ancianas reales con canas y trucos para el mal de amor, cebadoras de los primeros mates dulces, que recitaban coplas antiguas y las repetían mil veces por las tardes de la infancia y que ya son coplas inolvidables.

* Negrito, ¿querés café?
 No mama, que me hace mal,
¿Y entonces, qué querés?
Chocolate, pal carnaval,

Coplas incluso inolvidables treinta años después, cuando el niño ya no es un niño ni vive a la vuelta, ni puede ya despedirse, ni sacar la llave para dejarla entrar. Para dejarla ser inoportuna una última vez. 

En cambio la llegada de la mucama Mabel, aunque también inoportuna, era necesaria. Alguien tenía que limpiar toda la mugre del fin de semana, y estaba clarísimo que no seríamos nosotros. Entonces yo decidía dejar abierta la puerta los lunes a la madrugada, para que la doméstica entrase a hacer la cocina, a repasar el baño y más que nada a limpiar los vómitos, que a nosotros nos daba mucho asco.

El verano del ochenta y ocho un amigo flamante (mientras yo dormía) la echó de casa:

—Está despedida —le dijo.

Mabel no quiso venir nunca más. En marzo mi madre fue hasta a su casa a preguntarle por qué estaba tan ofendida, y Mabel le dijo:

—Un amigo de su hijo me echó.

El regreso de los Casciari, quince o veinte días después, resultaba siempre problemático. Ellos llegaban con alfajores havanna, tostados, felices, deseando encontrarse con sus camas, su baño, sus cosas…, y la cara se les iba descomponiendo de angustia conforme iban interpretando el desastre.

—¡Mamá! —gritaba mi hermana— ¡Mi diario íntimo está abierto!

—¡La caja fuerte también! —informaba mi padre.

—¿Dónde está Hernán? —preguntaba mi madre. 

Pero yo no estaba: por suerte los padres de Talín se tomaban siempre la primera quincena de marzo, y las fiestas se trasladaban a su casa, y todos nos íbamos a emborrachar allí. Quince días más de libertad y sano esparcimiento… Mis problemas verdaderos empezarían el quince de marzo: otro año más de escuela, la citación del Regimiento, volver a ver la cara de mis padres (que me esperaban para matarme), y sobre todo, esa sensación de que se estaban empezando a acabar las grandes aventuras de la vida.

Nunca le dijimos a Chichita quién había sido el que, después de nueve años de servicio, había echado a la pobre Mabel, la empleada de nuestra casa. Pero ya es hora de que mi madre lo sepa. No voy a decir el nombre completo, pero es alguien que más tarde se casaría con mi hermana. No diré más que eso. O mejor sí. Voy a decir algo más porque la historia me encanta: seis meses antes el Chiri y yo estábamos en mi pieza de arriba escuchando Pescado Rabioso o algo de eso, mientras promediaba el año ochenta y ocho. Nos habíamos escapado de la clase de gimnasia, era una tardecita intrascendente de junio. Entonces, a la mitad de A Starosta el Idiota, suena el teléfono. Atiendo y del otro lado alguien dice un color y un apellido. Me pongo pálido. Tapo el auricular y le digo al Chiri, asustadísimo: 

—¿Sabés quién llama? El Negro Sánchez.

El Chiri se ríe, incrédulo, porque es imposible. Al Negro Sánchez lo conocía todo el mundo en Mercedes, pero más que nada de mentas. No era famoso: era tristemente célebre. Nosotros, por supuesto, habíamos oído también sobre su leyenda, aunque jamás le habíamos visto la cara.

La leyenda decía que el Negro Sánchez, a los nueve años, había sido campeón provincial de tiro con pistola, y que desde entonces se había convertido en un chico fibroso, oscuro y demencial. A los quince ya tenía mala fama en todo el Oeste. A los dieciocho se había trenzado en peleas sanguinarias con tipos más grandes que él, y los había mandado, uno por uno, a la clínica Cruz Azul. Se decía que el Negro Sánchez no dejaba moretones: dejaba politraumatismo encefálico.

La tarde que llamó a casa por sorpresa, La Leyenda ya tenía casi veinticuatro años, y las cosas que se comentaban sobre él traspasaban todas las fronteras. Se decía que había matado a un señor a patadas en la cabeza, que había huido clandestino a Chile, y que había vuelto años después, y de noche.

Ahora vivíamos en la misma ciudad, pero en dimensiones diferentes de la ciudad: el Chiri y yo éramos dos loquitos sociables que andábamos siempre escribiendo guiones y tirándonos piedras en la plaza; y él, en cambio, ya se había convertido en un personaje marginal frente al que las viejas se persignaban mientras cambiaban de vereda.

El Chiri, por supuesto, pensó que el llamado intempestivo era una broma de mal gusto. Así que se fue al otro teléfono a escuchar la conversación, que fue corta.

—¿Sos el Gordo Casciari? —me dice la voz del Negro Sánchez, cavernosa. Yo trago saliva y digo que sí.

—Me estuve enterando que vos y el Chiri Basilis están haciendo un documental sobre Mercedes, para Telecable… 

Digo que sí.

—Entonces los quiero ver en media hora en La Recoba. Búsquenme en la mesa de los espejos. 

Digo que bueno, y me corta.

Nos quedamos quietos, el Chiri y yo, cada cual con su teléfono en la mano, y con los ojos como el dos de oro. (Años después, recordando esto, confesamos habernos sentido como si a Borges lo hubiera telefoneado don Nicanor Paredes.)

Salimos de casa sin hablar. Nueve cuadras en silencio. Llegamos a La Recoba y cogoteamos para el lado de las mesas. Una sombra nos levantó la mano. Ahí estaba: Pablo Alberto Sánchez en persona; La Leyenda. Él iba por el segundo whisky; el Chiri y yo pedimos dos cervezas y nos sentamos sin decir una palabra. Éramos conscientes de que nuestra historia, en ese momento de la tarde, estaba torciendo el rumbo para siempre.

A las dos horas de charla descubrimos que no. No nos habíamos encontrado con un mito viviente, sino con un tipo cansado de su fama pendenciera. O capaz que el hombre estaba en un día bajo, pero lo cierto es que no parecía la clase de criminal salvaje del que hablaba todo el pueblo. Se le había ocurrido una idea literaria, y nos la contó. Nosotros quedamos sorprendidos, y también aliviados: de momento, él no pensaba asesinarnos. Después quiso que le contáramos el proyecto de documental que estábamos filmando, y se interesó mucho en los detalles. Se notaba, con claridad, que tenía deseos intelectuales que no podía satisfacer en su ambiente marginal. Y que nos había elegido a nosotros para involucrarse con otra clase de gente, a ser posible desde el territorio de las ideas.

A nosotros lo que nos asombraba era su lucidez, pero sobre todo la oscuridad de donde provenía. Su inteligencia, mezclada con su epopeya, nos provocó fascinación durante años. Por eso, porque nos necesitábamos en ese momento de la vida, nos hicimos grandes amigos a una velocidad inusual, y hasta el día de hoy.

A la tarde siguiente volvimos a encontrarnos, pero esta vez nos fuimos directo para mi casa. Los tres. Eran las cuatro de la tarde de un día laborable (no hubiera llevado jamás al Negro Sánchez a casa con mis padres dentro). La que sí estaba era mi hermana Florencia, que tenía catorce años y estudiaba solfeo en el comedor, justo a esa hora. 

Mi hermana me odiaba; a mí, y a todos mis amigos.

Entramos sigilosamente, y cuando íbamos a encarar derecho para mi pieza, el Negro Sánchez se quedó embobado con la música del piano y se metió al comedor sin pedir permiso. Yo temblé, porque mi hermana era muy inestable en aquella época, y era capaz de mandarlo a la mierda sin saber que era el Negro Sánchez, un tipo que había descuartizado gente por mucho menos que un insulto. El Chiri directamente cerró los ojos.

Mi hermana, al sentir presencias, dejó de tocar el piano y se dio la vuelta. Nos vio a los tres ahí parados, y dijo lo de siempre:

—¡Rajen de acá que estoy estudiando, estúpidos!

El Negro Sánchez la miró fijo a los ojos, y se acercó dos pasos. El Chiri y yo supimos entonces que había sido una mala idea traer a casa a un criminal para hablar de literatura. Lo supimos, como casi todo en la vida, demasiado tarde. El Negro Sánchez seguía mirando a mi hermanita de catorce años a los ojos, y ella a él. Durante un siglo el silencio de todo Mercedes hizo equilibrio en la línea recta de esas dos miradas. Entonces habló La Leyenda:

—¿Cómo te llamás?

—Florencia —dijo mi hermana.

—Con tu hermano vamos a quedarnos acá en el comedor, Florencia —dijo el Negro Sánchez—. Así que mejor que toques el piano otro día. Ahora quiero que vayas a la cocina y me prepares un té.

Al revés de lo que esperábamos, mi hermana se levantó del taburete, hipnotizada, y salió en silencio para la cocina. La Leyenda se acomodó en el sillón, como si no hubiera ocurrido ningún milagro. Ni el Chiri ni yo podíamos creer de qué modo aquel hombre oscuro había amansado a la fiera.

Cinco minutos más tarde, mi hermana volvió con una taza de té, y se la dejó en la mesita sin decir ni pío. Tres años más tarde se casaron y se fueron de Mercedes. Ahora mi hermana y Pablo tienen cuatro hijos, viven en La Plata y son felices. Yo soy el padrino de Rebeca, la primera, que ahora tiene la misma edad que tenía mi hermana cuando se fue a prepararle un té a la Leyenda.

La idea que nos contó el Negro Sánchez aquel día, en la mesa de los espejos de La Recoba, sigue siendo todavía, para mí, un recurso muy original desde donde encarar una novela biográfica. Él quería escribirle cien cartas, a máquina, a las cien personas más importantes de su vida. Por eso nos había telefoneado: para pedirnos ayuda gramatical. Nos dijo que una vez escritas las cartas, iba a comprar cien sobres con cien estampillas, y se las iba a mandar por correo a los elegidos. 

—Obviamente todas las cartas, si las pongo juntas una arriba de la otra —nos dijo— van a ser también mi autobiografía.

Un malevo de suburbio no habla así, pensamos con el Chiri. Un asesino que mata gente a patadas no tiene esas ideas buenísimas. Más tarde supimos que jamás había matado a nadie, pero en nuestras cabezas siempre quisimos olvidar esa corrección: preferíamos el rumor pueblerino a la verdad. Nos gustaba el prestigio de ser amigo de un tipo peligroso. 

El Negro Sánchez nunca escribió aquellas cartas, pero en cambio se pasaba las tardes garabateando poesías en las servilletas de los bares. Verso libre. El primer poema que nos mostró tenía estos versos:


Lago,
anclado reflejo súbito de agua,
suerte de ojo tuerto,
cristal de la montaña.
Así de sólo está este plato amor,
como dormido caracol
dentro de su equipaje.

Yo también escribía poesía en esos tiempos. Sonetos y verso libre. Pero no eran tan buenas como las de Sánchez. Escribía muchísimos poemas de diversa índole, y los escondía con habilidad para que mi papá no me pensara poco hombre. Siempre tuve mucho cuidado de que Roberto no sospechara cuáles eran mis verdaderas inclinaciones, por eso iba sin quejarme a rugby, a básquet, a tenis, a voley y a cualquier cosa con pelota, durante sacrificados años. Pero igual, entre los torneos provinciales y los viajes a otros clubes bonaerenses, yo seguía escribiendo poesía. Y también miraba novelas en la tele: Rosa de Lejos, Los Ricos También Lloran, Herencia de Amor, Un Mundo de Veinte Asientos e incluso —ya más para este lado— Café Con Aroma de Mujer.

En mi casa había que cuidarse mucho de lo que veías, porque la ficción también era síntoma incontrastable de ser redondamente puto. En la tele, para ser hombre, había que ver fútbol, fórmula uno, básquet, tenis y turismo carretera. Mi mamá y mi hermana tenían derecho a las artes menores, pero no yo. Una tarde de domingo, sin embargo, mi papá me descubrió en un descuido tan grande, que desde entonces dejé de escribir versos y la vergüenza me dura hasta el presente.

Se jugaba un Boca Racing, en directo por TyC Sport. Yo ya no era tan chico, ni siquiera vivía en Mercedes. Pero me gustaba ir los fines de semana a ver el fútbol. El partido empezaba a las seis de la tarde. Mi papá tenía un campeonato de tenis en La Liga y llegaría muy sobre el partido. Invité al Chiri a ver el clásico a casa, pero antes alquilamos, en el Videoclub Gioscio, La Muerte de un Viajante; la de Dustin Hoffman.

Hicimos las cuentas, y decidimos que la película acabaría antes de que empezara el superclásico, y sobre todo antes de que llegara Roberto, que no debía vernos mirando cosas de mujeres. No teníamos en cuenta que la cinta era una versión para televisión, y duraba ciento treinta minutos. ¡Ay, qué error!

El partido empezó puntual, y nosotros todavía estábamos en la escena en donde Willy Loman, ya viudo, hace el monólogo final frente a la tumba de su esposa. Para peor, Roberto Casciari venía a cien por hora en el auto, porque el Turco García había metido un gol en el minuto cuatro. Venía enloquecido, escuchándolo por radio a las puteadas (mi padre odiaba llegar tarde al fútbol), y deseoso de poder verlo junto a su hijo, su único vástago varón, su orgullo. El mismo hijo al que una tarde del año setenta y seis llamó al comedor para tener la primera y única conversación seria. No olvidaré jamás sus palabras, que fueron pocas pero muy significativas:

—De ahora en más, Hernán —me dijo cuando yo tenía cinco años—, tu mayor preocupación en la vida serán los deportes; en fútbol serás de Racing y de Flandria, mientras no compitan en la misma categoría; en automovilismo hincharás por Mario Andretti y nunca por Reutemann, porque es un cobarde; en TC serás de Pairetti o de los Hermanos Suárez; no te gustará el boxeo, pero sí Nicolino Loche, porque era un artista; odiarás el golf y la natación sincronizada, porque son deportes de putos.

Desde ese día, mi vida comenzó a ser un calvario.

Para mi padre, absolutamente todas las manifestaciones artísticas o culturales en las que no hubiera una pelota de por medio, o un ganador claro, fueron siempre divertimentos femeninos. Chichita cuenta siempre que, de novios, él solamente la llevó al cine una vez. Vieron Un hombre y una mujer, la de Claude Lelouch. Mi madre recuerda esa película como la historia de un amor desencontrado; mi padre define la trama como la vida de un tipo que corría en rally. Pero volvamos a La muerte del viajante. Cuando mi papá llegó a casa y entró al comedor, dando por hecho que nos encontraría al Chiri y a mí con dos cervezas en la mano, con cara de camioneros, mirando el partido a los gritos, encontró a dos pelotudos ya grandes llorando a moco tendido, en la semi penumbra, posiblemente abrazados, con los ojos en compota porque había muerto Linda Loman (Kate Reid, espectacular), y envueltos en una música tristísima, compuesta por Alex North, que invadía con ritmo amariconado toda la casa.

Se quedó seco Casciari, estaqueado abajo del marco de la puerta. No sé qué pensó. Nunca se lo pregunté. Creo que desde entonces nunca más hablamos mirándonos a los ojos, mi padre y yo. Le tembló un poco el labio, el de abajo:

—Qué hacen… —dijo casi para sí, alargando la a como un lamento, como si le estuviesen dando una puñalada en el medio del árbol genealógico.

El Chiri y yo, muertos de vergüenza, pusimos rapidito TyC Sport y nos quedamos callados, con el clima asfixiante de Arthur Miller todavía retumbándonos en la cabeza y aplastándonos de tristeza el corazón, con las lágrimas que no podían dejar de brotar, viendo de repente en la tele a gente que se llamaba Borelli, Ortega Sánchez o Rúben Paz, correr como locos atrás de una pelotita. Cuando escribo este recuerdo, lo juro, me tiemblan las manos y un sudor ominoso me recorre el cogote.

Desde entonces Roberto Casciari nunca creyó del todo en mi hombría. Nunca significó demasiado, más tarde, que yo me haya casado, ni que haya engendrado una hija, ni que por fin me haya aparecido la barba. Su concepto de homosexualidad fue siempre más simple que la complejidad hormonal: según su teoría, el que hace cosas de putos, es puto. Su ecuación era sencilla: si los domingos te levantás temprano para ver una carrera de Turismo Carretera, sos hombre. Si te pasás la tarde leyendo un libro que se llama La insoportable levedad del ser, sos otra cosa. Y esa otra cosa a él lo avergonzaba y lo humillaba.

Cuando me fui a vivir a España y hablábamos por teléfono él y yo, o chateábamos, me preguntaba incidencias sobre casi todos los eventos deportivos ocurridos en la semana, para saber si me seguía preocupando el tema o si, por el contrario, ahora que vivía lejos y era libre había caído en la tentación de pasarme por alto algo en la grilla de Fox Sports. Yo ya estaba muy acostumbrado, y sabía que sus preguntas no eran fáciles. Jamás preguntaba el resultado de un partido, porque sabía que la respuesta se podía encontrar rápidamente en Google. Él me preguntaba siempre cosas extrañas:

—¿Viste los octavos de final de la Copa de África? —por ejemplo.

—Claro: Mozambique dos, Madagascar uno —le decía yo, transpirando, y acotaba, para certificar:— ¡Qué buen arquero el negro!

—Sí, gran arquero… Fue tremendo lo que le pasó a los dieciocho minutos del segundo tiempo —me decía él, y esperaba a que yo completara la frase.

Si yo le decía lo que había ocurrido, todo estaba bien. Si no le decía nada o cambiaba de tema, yo era puto. No había modo de engañarlo nunca. Por eso desde el año dos mil me pasé los primeros años del exilio mirando deportes, día y noche. Cuando me iba a dormir, dejaba grabando la NBA. A la mañana, mientras leía con desesperación el diario Olé para memorizar los resultados del descenso, con el otro ojo recuperaba los videos nocturnos. Un sábado me tuve que volver de una fiesta divertida porque empezaba el Gran Premio de Australia a las cinco y media de la madrugada.

—¿De verdad te vas? —me decían los anfitriones españoles— ¿Tan fanático eres del automovilismo?

—No, me aburro como un hongo. Pero mi papá va a llamarme más tarde para preguntarme cosas raras.

Hoy tengo casi cuarenta años y, con la mano en el corazón, no sé si me gusta el fútbol, ni el tenis, ni los autos. Ni siquiera sé si realmente me gustan las mujeres. Puede que sí, puede que no. Hago todo lo que hay que hacer: veo en directo todos los deportes, voy a la cancha cada vez que puedo, miro culos por la calle, converso sobre cosas de hombres, grito los goles y despotrico contra los jueces de línea, conozco los apellidos de los diez mejores jugadores de casi cualquier cosa, toco bocina cuando pasa una señorita tetona por la vereda, entiendo casi por completo las reglas del fútbol australiano, sé qué cosa es un passing shot, etcétera, pero en el fondo de mi alma desconozco si todo eso es fruto de un gusto genuino o si se trata de una imposición cultural por parte de padre, arraigada, enquistada en mi personalidad.

Y todo empezó aquella tarde, con Duftin Hoffman. Todos los años de haber escondido las poesías, de haber puesto cara de hombre frente al dolor, de haber ido a rugby los sábados por la mañana a que me pegaran patadas en la cabeza sin motivos, de haber tomado vino tinto y haber aprendido chistes verdes para repetir delante de Roberto, ¡todo ese esfuerzo, Dios mío!, lo acababa de tirar a la basura, así, como una rosa deshecha por el viento. Así, como una hoja reseca por el sol. Así, como se arroja de costado un papel viejo… Esa tarde de domingo, aciaga e iniciática, dejé de escribir poesía para siempre.

Pero sí. Hasta ese día escribí unos quinientos poemas, que fueron desapareciendo en diversas mudanzas, o en quemas voluntarias, o en ataques de lucidez. Por suerte ya no queda casi ninguno. Tengo un vago recuerdo sobre la mediocridad de esas líneas, y además el Chiri todavía hoy se acuerda de memoria un par de aquellos poemas; son espantosos. Los recuerda solamente para poder humillarme en las sobremesas, que no está mal. Chichita es mucho más peligrosa en ese sentido, porque también guarda unos pocos papeles viejos de mi literatura adolescente —poesías, cuentos tempranos—, pero no para burlarse, sino porque realmente cree que son buenos. En general me avergüenza cuando mi madre llega a España y saca, de su bolsito, una hoja de cuaderno en donde reconozco mi letra antigua, o un folio amarilleado con tinta de Olivetti. Sin embargo no hace mucho me sorprendió al mostrarme (y no me lo quiso regalar) el original de mi primer cuento. 

Esos papeles mecanografiados solían estar, doblados en cuatro partes, en unos cuadernos rivadavia tapa dura donde Chichita guardaba moldes viejos del Para Ti, fotos de mi hermana cuando era chica y tickets de supermercados que ya no existen. Mi adolescencia fue un tiempo de inseguridad literaria, y yo quemaba mis papeles cada dos o tres meses. Si todavía quedaba alguno vivo ahora, era porque Chichita solía robarlos del cajón del escritorio y los resguardaba de mis fantasmas pirómanos. El cuento se llamó, y se llama, Un detalle sin importancia. Cuando aquel relato llegó a mis manos otra vez, habían pasado dos décadas enteras desde su primera redacción; fue una sorpresa inesperada. Me quedé mirándolo como quien ve a un hermano mellizo después de que cada uno ha vivido en distintos orfanatos. Ese cuento era yo, pero no era yo.

Son siete folios apretados, escritos con la primera Lexicon, en hojas de oficio muy angostas y a doble espacio. Lo miré un rato largo, tratando de recordar el departamento de Almagro donde fue escrito, la cocina de Mercedes donde fue corregido, el patio del colegio donde ojos ajenos lo leyeron por primera vez, el jardín de la casa quinta donde lo pasé a limpio. Y entonces hubo algo en esas páginas que me dejó boquiabierto. No, no era el argumento. Fue más bien un pormenor en la construcción del texto, un detalle estético. Recordé, maravillado, un ejercicio increíble que por alguna razón ya estaba fuera de mi memoria: en mi juventud yo no podía permitirme que el margen derecho de la hoja quedara serruchado. Al principio me pareció la obsesión de un imbécil joven. Yo era casi tan estúpido como hoy, hace veinte años, pero no me sentía tan orgulloso como ahora.

Mis reglas de entonces, al escribir a máquina, eran pocas pero inquebrantables: con espacios incluidos, cada línea debía tener cincuenta y ocho caracteres, tres la sangría de comienzo de párrafo, y treinta y cinco líneas cada folio. Sin que el argumento variase demasiado, yo debía encontrar palabras que cayeran con exactitud en la prisión de los cincuenta y ocho espacios. Para eso, a la mitad de un renglón ya debía saber cómo seguir, y encontrar sinónimos si el asunto se ponía imposible.

No se podía utilizar la trampa del doble espacio, ni el truco de los tres puntos suspensivos donde la trama no los pedía. En cambio sí estaba permitido cortar la última palabra con el guión normal, y también con el guión bajo subrayando la última letra (eso se conseguía pulsando la tecla “6” en mayúscula). Tampoco estaba permitido tachar. Si había un error, había que empezar de vuelta. Para poner un ejemplo, yo le tenía fobia a esto:

*
Le contás a Un Detalle otra verdad. Le decís que lo más importante ha sido una mujer llorando, porque había llorado justo cuando hubieras querido besarla, y eso te había cambiado la vida. Le decís que lo más importante ha sido una lluvia golpeándote la cara como un látigo, y que haberte perdido de noche en un barrio desconocido también fue lo más importante.

Y, con mucha práctica, había logrado escribir de esta otra manera, sin perjudicar demasiado al texto:

* Le contás a Un Detalle otra verdad. Le decís que lo más importante ha sido una mujer llorando, porque había llora-
do justo cuando hubieras querido besarla, y aquello te ha-
bía cambiado la vida. Le explicás que lo más importante ha sido una lluvia pegándote en la cara como un látigo, y que haberte perdido de madrugada en un barrio desconocido tam-
bién fue lo más importante.

Creo que la primera de mis obsesiones literarias fue aquella, la de justificar el texto a la derecha desde el primer borrador. Ese berretín debió servirme, sin saberlo, para pensar mejor cada palabra antes de ponerla en el papel, y para abrir a cada rato el diccionario de sinónimos. Con el tiempo logré tanta eficacia en este ritual que lo había automatizado por completo. Es decir: llegó un momento en que ya no tuve que pensar en eso: la cabeza trabajaba sola en el problema de las sílabas y los espacios, sin quitarme energía para la imaginación o el deseo de narrar. Llegó un momento, casi a principio de los años noventa, en el que yo era capaz de escribir, a una velocidad increíble, textos con el margen derecho impoluto, sin darme casi cuenta.

Aquellos fueron tiempos en que las computadoras personales eran un rumor de progreso que no se podía confirmar, y tenían más que ver con ser millonario que con el año dos mil. Y seguramente yo hubiera seguido así toda la vida, esquivando el serrucho de la derecha, si entonces no hubieran aparecido las máquinas electrónicas, después las eléctricas (que ya justificaban el texto a placer) y por fin las primeras computadoras a precios razonables, llamadas con cariño “dos-ocho-seis”.

La del serrucho fue la primera de una interminable seguidilla de rituales que todavía me persiguen cuando escribo, y que muchas veces son solamente excusas para disfrazar la escasez de voluntad o la falta de inspiración. De joven tenía más de la segunda; ahora casi únicamente de la primera.

La única obsesión que conservo desde las primeras épocas es el pantalón de escribir. Esta prenda —que no ha tenido más de cuatro o cinco versiones a lo largo de mi vida— es con lo único que puedo sentarme a la máquina, desde el año ochenta y cinco hasta la fecha. Debe ser un pijama azul de invierno, recortado a tijera a la altura de la rodilla. Debe tener el elástico roto, algunos agujeros de cenizas caídas y, esencialmente, más de cinco años de antigüedad para que me resulte cómodo y, sobre todo, amistoso. Pero más que otra cosa, debo tener siempre un poco de frío, como si estuviese a la intemperie y hubiese un río no muy lejos. Me resulta necesario, desde que vivo en un país que no es mío, sentir en algún momento de la noche una especie de excitación infantil que solamente me producía el ir a pescar solo cuando tenía diez años. Es difícil que hoy pueda recordar algo mejor que un río bonaerense, que un puñado de lombrices vivas en una lata de duraznos y un paquete de cigarros en el bolsillo secreto de la campera. Sin aún escribir, empecé a sentir la necesidad de los rituales en esa época.

Las ciudades más hermosas tenían río: Areco, San Pedro, Flandria, Gualeguaychú, Concepción, Baradero. Los domingos todos dormían hasta tarde. Yo salía de la canadiense ya vestido, con el primer rayo del sol. La noche anterior ya había preparado todo para no perder el tiempo: las dos cañas (anzuelo de mojarra y anzuelo de bagre), la línea para los pescados grandes, el termo con agua caliente, las lombrices en tierra mojada, un poco de corazón (no del verbo ímpetu, sino del verbo pollo muerto) y las botas amarillas para meter las patas en el agua. También el librito de Agatha Christie, o de Conan Doyle, o de Twain. Y el paquete miedoso de Galaxy suaves.

Siempre hacía un poco de fresco y quedaba algo de rocío nocturno, que mojaba el pasto de camino al río. Mientras más me alejaba de los autos, y de las otras carpas, y de las casas rodantes, menos se oían los ronquidos de todo el mundo. Entonces subía el canto de los pájaros y los árboles se hacían más grandes. Antes de aparecer, el río podía intuirse por el olor.

Medio minuto después yo estaba con los pies en el agua. Más abajo, los peces de las seis de la mañana eran todos para mí. Sin chicos alrededor, ni bañistas, ni matrimonios felices. Yo estaba conmigo y sin nadie. Entonces me sentaba, encarnaba y miraba la boya como un autista, durante muchos minutos. Y en ese momento, siempre, porque no falló nunca, ocurría aquello que había ido a buscar: un lento bienestar en forma de corriente fría empezaba a subirme por los pies y me recorría los huesos hasta llegar a la cabeza. Era una magia irrepetible.

Cuando dejé de ir a pescar y de ser un chico de diez años, esa sensación desapareció para siempre. Pero no los rituales que convocaban al frío ni aquella obsesión que me contagiaba el placer de la soledad. Ahora, que ya no importa si las palabras están serruchadas a la derecha, ahora que han pasado tantos años y que estoy tan lejos de esas personas que duermen en la canadiense, solamente escribo para sentir ese hormigueo de la infancia, y para justificar los márgenes de los textos y de los ríos por los que anduve.

Pero los rituales son los mismos, siempre son los mismos. Con la llegada de la tecnología las cosas no mejoraron mucho en mi cabeza, sólo cambiaron algunas taras. Ahora necesito que el teclado de la máquina no sea demasiado celoso, por ejemplo, y que sea blanco, no esos teclados negros modernos, ni mucho menos ergonómicos o partidos en dos: asco. Que la tipografía del procesador tenga serif, en lo posible garamond o georgia, jamás helvética ni arial ni mucho menos courier.

Durante los felices años en que muy pocos teníamos una PC y una impresora, siempre llegaban a casa amistades sin trabajo con un lastimoso pedido de auxilio: 

—¿No me hacés un currículum, vos que tenés computadora?

A mí me fascinaba hacer estos favores porque nunca, ni siquiera en este libro, tuve la oportunidad de mentir con tanta soltura y sangre fría como en las épocas en que mi oficio era el de componer, con pasión y paciencia, la vida de otras personas.

En los ajetreados años noventa, un compositor de currículum sólo aceptaba pedidos de dos grupos de clientes: amigos varones íntimos muy arraigados, por obligación moral; o chicas tetonas, por intereses filosóficos. Jamás debía brindarse este servicio, al menos de forma gratuita, a varones conocidos del barrio, ni a parientes en primer grado, ni a señoritas feas, ni a señoritas tetonas pero comprometidas con amigo varón íntimo muy arraigado. Ésta era la regla número uno. La regla número dos: usar siempre letra garamond, que es muy vistosa.

Por lo general, la tarea resultaba agotadora y nos llevaba toda la tarde. La primera hora de trabajo debíamos abocarla a encontrar en el teclado la letra æ, para escribir la palabra ‘vitaæ’ como dios manda y, eventualmente, sorprender a la clientela con nuestros conocimientos sobre código ascii. La segunda hora era puramente indagatoria:

—¿Trabajaste alguna vez, Estelita?

—No.

—¿Y entonces qué querés que ponga en el currículum?

—Poné algo, lo que se te ocurra.

Una vez que el cliente nos daba luz verde para mentir, la elaboración del currículum dejaba de ser un trabajo para convertirse en un placer. El amigo o la tetona ya no eran, a ojos del compositor, seres tangibles; se transformaban en personajes de ficción a los que había que dotar de un pasado. 

Comenzaba entonces una sutil tarea psicológica en la que debíamos proveer al desocupado de una memoria laboral creíble, no tanto para su futuro empleador, sino para él mismo:

—¿Y esa vez que ayudaste a tu mamá en la mudanza cuando se separó de tu viejo?

—¿Eso es un trabajo? 

—Claro, Estelita: “transportista de bienes muebles”.

—Ay, Hernán, sos un amor.

—Es lo que tengo.

Indagando y rebuscando en el pasado del cliente, al cabo de hora y media lográbamos dos objetivos fundamentales: llenar dos páginas con mentiras piadosas y que Estelita nos empezara a ver de otra forma: con la inconfundible mirada de admiración que sólo irradian las tetonas sin trabajo estable.

Un compositor de curriculum serio sabía muy bien que no hay en el mundo ser más desprotegido ni más necesitado de amor que una señorita que no llega a fin de mes. Por eso había que lograr que se sintiera cómoda, sentadita a nuestra derecha, mirando embobada un monitor en el que nosotros tecleábamos, con destreza, la esperanza de un futuro mejor.

Si el cliente no era una chica tetona sino un amigo íntimo no hacía falta ninguna floritura, ni mucho menos sentar al amigo cerca, ni alardear de conocimientos dactilográficos. Lo mejor era poner al amigo a escuchar discos de Led Zeppelin en la otra punta de la habitación y llamarlo al rato, cuando todo estuviera impreso y engrampado.

Incluso, muchas veces resultaba menos trabajoso darle al amigo, directamente, un empleo en nuestra propia oficina. Lo habitual era ponerlo a hacer fotocopias o mandarlo a los bancos por la mañana. 

Estos favores directos (dar empleo) eran sólo para los amigos varones: jamás debía emplearse a una vecina o una chica faldicorta, puesto que las mujeres resultan mucho más agradecidas cuando les solucionamos una urgencia temporal que cuando les resolvemos la vida.

Había una cercanía muy erótica en las chicas que se sentaban detrás de uno a ver de qué forma escribíamos falsedades sobre sus masters en economía. Quizá fuese el aliento cercano, los roces sutiles al pasar el mate lavado o la fascinación que les producía saber que, sin esfuerzo y en diez segundos, habían aprendido inglés a nivel conversación. Sea por lo que fuere, lo cierto es que se ponían paulatinamente mimosas, y comenzaban a acariciarnos el pelo más o menos por la página cuatro.

En lo personal, la composición del currículum femenino llenaba mis dos únicos intereses vitales: escribir mentiras en un papel y tener tetonas en una habitación pequeña. A la vez, me ejercitaba en la acrobática tarea de narrar y excitar señoritas al mismo tiempo, que es un recurso fundamental para convertirse en un escritor de moda.

La llegada del ADSL y la proliferación de los ordenadores personales en casi todos los hogares de clase media, ha provocado que en la actualidad casi todo el mundo —incluida la mujer ingenua— esté aprendiendo a redactar su currículum sin la ayuda de compositores expertos. Esto, que a primera vista parece agradar a las feministas y a los fabricantes de la empresa Compaq, le hace un daño irreparable al amor.

Los jóvenes de hoy no sabrán nunca —ay, cúanto lo lamento— lo que sentíamos en las entrañas a principio de los noventa, cuando Estelita hojeaba su flamante currículum recién salido de la impresora, y lo palpaba sólido y justificado, lleno de frases falsas y fechas inauditas, sabiéndolo suyo para siempre, imaginándolo ya anillado y dentro de un sobre color madera, de camino al buzón de la esquina.

Estelita nos miraba entonces con la boca entreabierta sin saber de qué modo agradecer el tiempo invertido en ella, mientras en nuestra habitación comenzaba a oscurecer porque ya era tarde, y el protector de pantalla de la PC se llenaba de fugaces estrellas de colores, y sobrevolaba en el ambiente ese silencio sensual que precede a la paga en especies que las tetonas solían brindarme, a veces, a cambio de mis favores desinteresados.

Los noventa tuvieron esa ventaja, casi la única. Fue la época que más flaco estuve en la vida, o mejor, el único tiempo en que estuve flaco de verdad, y eso me ayudó bastante con las tetonas sin currículum. Yo no había hecho ningún esfuerzo por adelgazar: todo lo había logrado Alfonsín, él solito con su alma. Para mí los noventa llegaron un año antes, en el ochenta y nueve, justo en el momento que Spinetta cantaba No seas fanática en los jardines de ATC y la transmisión en directo se interrumpió para emitir discurso del ministro de economía, Juan Carlos Pugliese, dándole la bienvenida a una crisis espantosa. En ese instante, cuando se cortó una canción y empezó la otra, en casa dijimos:

—Cagamos, los noventa.

Me acuerdo patente. Vimos una especie de luz azul que entró por la claraboya y de repente mi hermana adolescente se quedó embarazada, yo empecé a tomar cocaína como un chancho, Roberto puso una cancha de paddle y Chichita se hizo los claritos.

En aquel tiempo yo era otro. En muchos sentidos. Era más joven, era más amable, era muchísimo más soltero y también más inteligente. Pero había una diferencia visible: era flaco. Yo estaba en los huesos en los noventa. Mis amigos de siempre me seguían apodando El Gordo por inercia, pero mis amigos temporales, los que me habían conocido flaco, no entendían por qué yo respondía al apodo histórico:

—Flaco, ¿por qué tus amigos te dicen El Gordo?

Entonces yo mostraba con orgullo mi documento de identidad, cuya fotografía era la de un gordo precioso y sonriente, y todo el mundo se sorprendía del que había sido en los ochenta. Fue una época en la que disfruté del sobresalto ajeno: todas las personas que pasaban por mi vida se inquietaban al comprobar el desdoblamiento. Los históricos ponían su cara de incredulidad al verme tan angosto en directo, y los temporales se asombraban al descubrirme tan ancho en diferido.

Pero la delgadez me había quitado muchas mañas; sobre todo la gracia. Mis rutinas físicas ya no eran tan bien recibidas como antes, mis caras no parecían de goma, y mi forma chistosa de caminar no le resultaba hilarante a nadie. Me había convertido en un sujeto normal, y el mundo parecía no aceptar que un tipo flaco hiciera monerías de gordo.

La delgadez también me había acercado algunas ventajas: agilidad, seguridad, ropa elegante. Aquella fue la única década de mi vida en que usé la camisa adentro del pantalón. Y también corbata, porque me dedicaba al periodismo económico en una revista de management. Creo que llegué a ser jefe de redacción, nunca estuvo claro.

Durante esos años —flaco y elegante— descubrí unas cuantas técnicas que el gordo roñoso que soy ahora (y que había sido antes) no conocerá nunca. La más importante ocurrió una mañana, y fue sin querer. Había pasado la noche drogado y me amaneció el hambre en la cabeza. Un hambre voraz y primitivo. Como ya era de día me vestí para ir a la redacción y de camino pasé por una panadería de la avenida Santa Fe. Yo estaba de punta en blanco, hermoso. ¡Ah, qué bien me quedaban los trajes en los noventa! Pedí media docena de medialunas y una empleada joven las empezó a poner en una bandeja.

Cuando la chica me dio la espalda descubrí unas masas finas, bañadas de chocolate, sobre el mostrador alto de vidrio. Me comí una con rapidez, porque mis dedos de entonces eran dedos ágiles. Levanté la vista para tragar, y desde la otra punta del local una cajera vieja me observaba, muy seria. Cabeceé en forma de saludo y sonreí. Ella no. Entonces me comí otra masa fina, esta vez sin disimular, para dejarle en claro que la primera no había sido un error. Y ella no dijo nada.

Creí entender lo que estaba pasando. Sospeché que a un flaco elegante nadie podía recriminarle nada, ni lo bueno ni lo malo. Para confirmar la teoría, me acerqué a la cajera vieja y, sin bajarle la vista, agarré dos sanguchitos de miga triples que había sobre el mostrador. Uno de atún y lechuga, y el otro de algo rosa con pedacitos de huevo duro. Los doblé, los aplasté y me los metí en la boca.

Mastiqué durante cuarenta segundos con la mirada en los ojos de la mujer. Me atraganté y la cara se me puso borravino. Respiré con la boca abierta para recuperar el aire y seguí masticando hasta tragar. La otra chica también me miraba.

—¿Algo más? —me preguntó la empleada, con las medialunas en un paquetito.

Dije que no con la boca llena. La cajera seguía muy seria y me extendió el ticket. En el recibo no figuraban los tentempiés espontáneos, sólo las medialunas originales, el primer y único pedido formal. Pagué, esperé el vuelto y dije que muchas gracias.

Antes de salir a la vereda, me paré en seco. Abrí una vitrina del fondo y me metí en el bolsillo del traje tres o cuatro cañoncitos de dulce de leche. Por las dudas, me volví para observarlos a todos, a ver si había sido claro. Y sí, todos me estaban viendo robar a la luz de la mañana, en pleno centro de Palermo. Me observaban sin chistar, maravillados. Salí a la calle y el sol me pegó en los ojos. Respiré todo el aire que pude por la nariz.

Los noventa fueron, para mí, esa mañana. Los puedo concentrar allí: muchísima gente gorda y roñosa encerrada por un rato en cuerpos de involuntarios flacos elegantes, atracando una panadería de la calle Santa Fe. Un montón de tipos con la camisa adentro y olor a perfume caro que, sin embargo, siguieron manteniendo la costumbre de comer lo que no era suyo con la boca abierta.

Yo mismo era eso. Fui eso durante un tiempo: un flaco elegante con un roñoso dentro. Y me pasaba algo todavía peor. Los roñosos, los de camisa afuera, los que antes era yo, me empezaban a caer mal. Frente a la redacción del diario donde yo trabajaba con mi traje, y mis zapatos lustrados, estaban construyendo un edificio, y desde temprano había cuatro albañiles subidos a algo, martillando o agujereando cosas. Como el ruido me molestaba y la redacción estaba esos días sin jefes, yo miraba mucho a los albañiles. Había uno gordo, uno joven, uno flaco y uno viejo. Los observaba con algún desdén, con cierta superioridad. Pero sobre todo me llamaban la atención cuando pasaban por allí las mujeres, que es siempre un momento cumbre en la vida del albañil.

Al divisar la presencia de una mujer por la vereda, los albañiles detenían el estruendo del cortafrío, o de la agujereadora, y se quedaban quietos. Si estaban almorzando, o descansaban del yugo, dejaban de masticar y de conversar y de reír. La mujer pasaba, entonces, y ellos se levantaban un poco el casco. En medio del silencio que ellos mismos habían provocado, miraban con desparpajo a la mujer y enseguida ocurría algo sorprendente.

Cuando la mujer estaba exactamente en el centro de sus miradas, entre el venir y el irse, justo entonces, uno de ellos la llamaba con un silbido largo. Se trataba de un sonido agudo, inútil y potente, como si alertaran a un perro sordo sobre la inminencia de una camioneta.

A veces también decían alguna cosa que comenzaba siempre con el verbo ‘venir’ en la segunda forma del imperativo. Vení mamita, por ejemplo. O vení que te voy a hacer tal cosa y tal otra. Pero esto sólo ocurría muy temprano, cuando no estaban agotados de cincelar y de martillar. Los días nublados utilizaban también la palabra baba, y diferentes combinaciones del verbo chupar. Pero a última hora de las tardes calurosas, cuando el sol les había pegado de lleno y ya tenían la garganta seca, sólo utilizan el silbido, que era —creía yo— una abreviatura de todo lo que querían decir y no podían.

Lo que quedaba claro, por lo menos a mí que los había observado días enteros durante la suplencia mortífera, es que el silbido era una invitación para que la mujer ingresara por la puerta de rejas verdes y pasara un rato junto a ellos, en la obra en construcción. El silbido era, sin dudas, una convocatoria.

Un viernes en el diario se cortó la luz y nos quedamos sin aire acondicionado y con poco trabajo que hacer. Me animé entonces a cruzar la calle y, con la desfachatez que en ese tiempo me daba el ser flaco y el tener traje, le pregunté a uno de los trabajadores, al más joven de los cuatro, qué haría él si por casualidad la mujer silbada, cualquier mujer entre las tantas que pasaban, en lugar de seguir su camino, indiferente al llamado, se diera la vuelta y, efectivamente, entrase a la obra.

No precisó meditarlo mucho el obrero, ni darle vueltas a la cuestión. Tenía la respuesta en la punta de la lengua:

—Le damos entre todos —dijo el albañil. 

—¿Le dan qué? —quise saber.

—¡Qué va a ser! —exclamó, y complementó la idea con el gesto de fornicar el aire con las manos.

Los otros tres rieron.

—¿Los cuatro, le dan? —me sorprendí.

—Claro —certificó el albañil más gordo, uniéndose— ¡si entra, le damos! ¿O si no para qué entra?

Sospeché por un momento que me estaban tomando el pelo.

—A ver si entiendo —dije—. Ustedes llaman a una mujer que no conocen de nada, a una mujer que está pasando por aquí de casualidad. La llaman, además, por medio de un silbido.

—Correcto, señor.

—La mujer acude al llamado —continué—, traspasa aquella valla de protección, esquiva la mezcladora, se acerca sin temor para conocer el motivo de la llamada y entonces ustedes… 

—Le damos —dijo el más gordo.

Éste no hizo el gesto de fornicar el aire, como el joven, sino que cerró el puño y lo movió varias veces, como si se estuviera clavando una escarpia en el pecho, o zamarreando de los pelos a una criatura invisible.

—¿La violan, quieren decir?

—Entre los cuatro, señor —puntualizó el más joven, que sí repitió el gesto corporal y provocó otra vez las risas.

—Violar, violar… Dicho así queda feo —matizó el albañil más viejo, que hasta entonces había permanecido al margen—. Usted en realidad les está haciendo a los muchachos una pregunta tramposa. 

Me interesé. El albañil viejo se dio cuenta que había logrado seducirme con su respuesta serena, más moderada que las del resto, y me puso una mano sobre el hombro. Habló con la misma cadencia que usan los hombres de campo cuando están a punto de decir algo sobre pájaros:

—La hembra no responde al chiflido, compañero —dijo—. Nunca. 

Los otros tres asintieron en silencio.

—Yo empecé como aprendiz de obra en el año cincuenta y dos —continuó el viejo—, y desde esa época las chiflo a todas. No me importa que sean vistosas o bagres, ni que sean gordas, ni que sean viejas. Mire usted: yo debo de haber chiflado… —hizo una larga suma en el aire, entrecerrando los ojos—, debo de haber chiflado a un millón doscientas mil mujeres, por abajo de las patas. Y no es solamente que nunca vino ni una: ni siquiera dan vuelta la cabeza para ver quién llama. ¡Nada! Y no es indiferencia, ojo; es que no perciben el chiflido humano. ¿Vio que el perro oye un silbato especial que el cristiano no oye? Con las mujeres pasa lo mismo. Pero a la inversa.

—¿Y para qué les silban, entonces? —insistí— Yo trabajo ahí enfrente, en el primer piso, en aquella ventana. Y los veo a ustedes silbar siempre que pasa una mujer. ¿Para qué las silban, si no vienen?

—Para que vengan, así le damos —repitió de nuevo el más joven, con puesta en escena incluida, y todos rieron otra vez. 

En ese momento (y esto fue muy impresionante) dejaron de reírse todos a un tiempo y miraron hacia la esquina vacía. Los cuatro, al unísono, se pusieron en posición de alerta y de perfil, como en una coreografía ensayada la noche anterior. Si hubieran tenido agua hasta el cuello habría creído que eran nadadoras sincronizadas. 

Uno de ellos, el gordo, presagió muy concentrado:

—Rubia. Unos treinta años.

Otro, el flaco, aguzó el oído y dio más detalles:

—Buenas tetas, complexión mediana.

Yo no escuchaba nada más que las bocinas de los coches. El viejo cerró los ojos para concentrarse mejor, apretó los labios y negó:

—Tetas sí, pero no rubia: morocha teñida.

Entonces, sólo entonces, yo también comencé a escuchar el sonido levísimo de un taconeo, desde la izquierda, y diez segundos más tarde, efectivamente, dobló hacia nosotros una mujer rubia, bien proporcionada, de unos treinta o treinta y cinco años de edad.

Los cuatro albañiles actuaron como era su costumbre: usaron el silbido llamador y los verbos venir y chupar en diferentes variaciones, siempre en la segunda del imperativo. Hicieron lo de siempre, con la diferencia de que, esta vez, yo no los observaba desde la abstracción de mi oficina sino que estaba con ellos, era uno más, y quizás por eso sus silbidos y propuestas me turbaron. La posibilidad de que la mujer creyera que yo también participaba del petitorio, del llamado, me hizo sonrojar y bajar la mirada al suelo.

Después de silbarla y llamarla en vano, los cuatro obreros se quedaron mirando el culo de la mujer hasta que desapareció detrás de una marquesina. Sólo entonces recordaron que yo estaba allí, y volvieron a prestarme atención.

—Qué va a ser… Así es la cosa —dijo el albañil gordo, con el mismo tono de aceptación resignada de un pescador al que se le ha escapado otro pez imposible.

—Ésta tampoco quiso entrar —acoté yo, con un poco de maldad, para ocultar mi vergüenza, que no era vergüenza ajena y por eso me dolía.

—Pero si entraba le dábamos —dijo el albañil flaco, aunque esta vez nadie hizo gestos de fornicación ni tampoco hubo risas.

Pasó una ambulancia y comenzó a caer la tarde. Nos quedamos los cinco en silencio, y yo pensé que quizá no decían toda la verdad, que quizás mentían. No adrede, sino con la intención, involuntaria, de salvarse de un destino lejano que no les correspondía. 

Pensé que, tal vez, el más joven de los albañiles silbaba a las mujeres porque, al llegar a la obra el primer día, los otros ya tenían esa misma costumbre. Y pensé que quizás el viejo silbaba a las mujeres porque en el año cincuenta y dos, cuando era tan sólo un aprendiz, los oficiales de obra ya también silbaban a las mujeres. Me dio por pensar que ninguno de los cuatro sabría qué hacer si, un día, una mujer respondía el llamado milenario.

—Lo de ustedes es un acto reflejo —dije, como si pensara en voz alta—, es un gesto sin esperanza… Un mecanismo que no tiene sentido.

Se quedaron callados los cuatro.

El viejo bajó la vista. El más joven dejó de sonreír. El flaco dio media vuelta y se quedó de espaldas a mí, mirando una montaña de cerecita. Tan pronto como acabé de decir aquello, me arrepentí de haber hablado de ese modo, y también me arrepentí de haber salido de mi oficina y de haber cruzado la calle para hacer preguntas. ¿Qué me importaba a mí la vida de esa gente?

—Mire señor —me dijo entonces el albañil gordo, y yo levanté la vista y lo miré a los ojos—: cuando el trabajador de la construcción le chifla a una mujer, siempre hay esperanza. Siempre esperamos que la mujer se dé la vuelta y venga un rato, o que por lo menos se dé la vuelta y nos mire. Hace siglos que las estamos llamando, no es de ahora. ¿Ellas qué saben si es para darles, como dice Pedro, o si es porque se les cayó la bufanda al suelo y se la queremos devolver? ¿Ellas qué saben? Un trabajador que chifla siempre espera que la mujer se dé la vuelta y lo mire a los ojos… Siempre espera… Porque, mire —y señaló la silueta de la ciudad, abarrotada de cemento—, mire todo esto, señor, mire esta ciudad: si no tuviéramos esperanza, si todo fuera porque sí, ¿usted cree que habría tantos edificios terminados?

No era posible. Si yo era el flaco, si yo era el que usaba un traje, si yo era el que tenía un trabajo respetable, ¿por qué eran ellos los que tenían esperanzas? Quizá fuera que ellos decían ser albañiles y construían edificios, mientras que yo decía ser escritor y trabajaba en una revista de mierda escribiendo idioteces. No sé, pero exactamente seis meses después de aquella charla con los cuatro amigos de la construcción, el mismo día que a Maradona lo echaron del Mundial, me cansé de mi vida. 

Me compré una Olivetti Bambina colorada, una carpa canadiense, pastillas potabilizadoras y una mochila de setenta litros. Convencí al director del diario para que me siguiera pagando, pero esta vez por hacer crónicas de viajes y, una vez que aceptó, me subí a un tren que se llamaba El Tucumano y me fui al norte. Tenía veintitrés años. Aunque no era la primera vez que estaba en lo más profundo de una crisis, nunca había pegado semejante volantazo en medio de la tormenta. En el tren, incluso antes de llegar a Rosario, ya pude percibir esa paz liberadora que nos invade cuando somos jóvenes y no sabemos, ni nos importa, lo que va a pasar diez minutos después. 

Hasta aquel punto final, hasta la tarde que en un bar de Junín y Rivadavia escuché la sentencia más triste del mundo —me cortaron las piernas—, había puesto mi crisis en pausa a raíz del Mundial de Fútbol. El torneo empezó justo en medio de mi depresión, y fue la mejor excusa para postergar la debacle. Desde el dos de junio tuve algo en qué ocupar la cabeza y no pensar en mí. Todos los días había un partido, y por primera vez Argentina era un equipo que me gustaba. Lo dirigía Basile y estaba Maradona: no podíamos perder. Confiaba con desesperación en el triunfo porque, si ganábamos, quizás me olvidaría, camuflado mi cuerpo entre los festejos y los bocinazos, que alguna vez había perdido la brújula. Pero no contaba con el dopaje, y la cortina de humo se disipó temprano. 

Por herencia paterna, no había podido disfrutar de las dos finales anteriores. En casa somos de Racing, y un hincha de Racing con memoria histórica no festeja los triunfos de Bilardo. Ahora me parece surrealista, incluso esnob esa postura, pero en las finales de México y de Italia en casa se gritaron, como propios, los goles alemanes. Mi padre y yo nos abrazamos cuando Andreas Brehme metió el penal esquinado, igual que cuatro años antes habíamos apagado el televisor con bronca después de la carrera agónica de Burruchaga. Durante mucho tiempo esa excentricidad me pareció legendaria, un punto a favor en mi biografía. En cambio ahora que estoy lejos de Buenos Aires, ahora que soy capaz de enloquecer de alegría por una triste medalla olímpica en canotaje, me avergüenza no haber festejado la gesta del ochenta y seis.

Ocho años después y sin Bilardo, cuando por fin pude reivindicarme, se me acabó el Mundial en octavos y me reencontré de golpe con una vida vacía de epopeyas. Unos meses antes me habían caído del cielo mil y pico de dólares en un premio literario y aproveché el dinero para escapar una larga temporada a la intemperie, solo, a ver si era capaz de encontrar la pasión esquiva. En esas épocas yo pensaba que a los veinticinco años me sonaría la campanada final de la literatura; sentía que me quedaba poco trecho y que todavía no había escrito una sola novela decente. Ahora, que tengo cuatro canas en la barba, ya no me pongo esos límites temporales para contar una historia. Tampoco escupo novelas como un desesperado, es cierto. Pero entonces era cuestión de vida o muerte ser un escritor: lo deseaba con la misma fuerza con que hoy deseo ser feliz.

A principios de aquel año había empezado a leer como un loco a Juan Filloy. Además de Maradona y su desgracia mítica, el cordobés había propiciado también ese viaje norteño. En su novela Op Oloop había leído una frase que me empujó a desprenderme de todos los contextos: La soledad es el placer de la propia perspectiva, escribía don Juan en mil novecientos treinta y dos, y sigo pensando que es una de las verdades más redondas que se han dicho nunca. Entre los pocos libros que llevaba en mi mochila había un par de mi admirado Filloy y la obra poética de César Vallejo. Casi nada más. El dieciocho de julio, en un pueblo perdido de Santiago del Estero, estaba leyendo el poema Los Nueve Monstruos, del peruano, cuando una radio cercana me avisó del atentado en la AMIA. El párrafo que leía en ese momento me pareció una señal: 

* Jamás tan cerca arremetió lo lejos,
 jamás el fuego nunca jugó mejor
su rol de frío muerto.
Jamás, señor ministro de salud,
fue la salud más mortal. 

El viaje estuvo lleno de códigos secretos como ése. Señales imperceptibles, guiños que a simple vista no querían decir nada pero que, tan frágiles mis huesos y tan necesitado yo de milagros, significaban muchas cosas y me hacían tener esperanza. En ese viaje pensé, por primera vez, que la vida estaba grabada en los surcos de un longplay, y que uno era la púa ciega que rasguñaba el vinilo. Lo difícil no era que sonara la música —siempre suena—, sino dar con el surco que a cada cual le correspondía. Una crisis era un salto antiestético en la canción, y encontrar otra vez la música correcta podía resultar muy complicado. A veces no ocurría nunca y enloquecíamos. La locura era un disco rayado, era la desesperación que le hacía repetir al desequilibrado la misma historia triste, siempre.

Una tarde que nunca voy a olvidar terminé de leer, de un tirón, una novela de Don Juan —era Caterva— y sentí una profunda reconciliación interior. Me supe, digamos, casi feliz después de muchos meses. Yo estaba en Salta, a punto de pasar a Bolivia, sentado en la mesa de madera de un camping abandonado, en patas. Di vuelta el libro para revisar la solapa (esas cosas que hacemos para no concluir un buen libro, para que siga en nuestras manos un poco más) y allí, en la reseña, estaba la más grande todas las señales: “Filloy nació en Córdoba el 1º de agosto de 1894; de madre francesa y padre español, compartió la vida y el trabajo con sus seis hermanos en el…”

Interrumpí la lectura biográfica con el corazón latiéndome en la yema de los dedos. 1º de agosto de 1894: increíble. Hacía ya dos meses que vagaba por pueblos perdidos, haciendo reportajes a brujos y calesiteros, a toda clase de gente marginal que tuviera algo extraño que contar, sacándole fotos a manchas de humedad que parecían la cara de un cristo, pescando bogas. No tenía idea de la fecha en que vivía. Casi de casualidad estaba al tanto de la provincia que pisaba, y a veces ni eso. Pero sí sabía algo: que hacía frío y que era invierno. Y otra cosa más. Que estábamos en el noventa y cuatro. Por eso tuve la corazonada. No sé a quién le pregunté:

—Qué día es hoy, maestro —y crucé los dedos.

Me dijeron que martes. Martes treinta y uno de julio. Por primera vez me sentía apurado para llegar a algún sitio. Tanteé en los bolsillos cuánta plata me quedaba: había que salir ya mismo si quería estar a tiempo. Hice dedo hasta Ojo de Agua: me llevaron unos santiagueños que traficaban fotocopiadoras en una combi. Nunca entendí el negocio, pero tenían porro y contaban buenos chistes sobre tucumanos. Y esa misma noche —con la ansiedad más grande del mundo— me encontré mal durmiendo en un micro que se dirigía, por fin, a la provincia de Córdoba.

Las pequeñas desgracias cotidianas eran, a mi entender, productos de una mala decisión muy anterior, tan anterior que nos resultaba imposible relacionar una cosa con la otra. La decisión que nos incorporaba a un surco nuestro, en cambio, sólo podía traer ventura. Aunque Maradona ya no estuviese en el Mundial ni hubiera Mundial para mí ni para nadie.

Estos guiños eran complicidades del destino, que ya estaba escrito; eran señas de truco que nos alertaban justo en los momentos de cambio, hacia una expectativa nueva. ¿Es este riesgo un surco tuyo?, parecía preguntar el destino, con un gesto mínimo. ¿Realmente deberías dar este giro, asumir ese riesgo, firmar ese papel, seguir tan lejos a esa mujer, tener ahora ese hijo, escribir esa novela, mudarte de casa; justo ahora? ¿De verdad serás feliz en esa casa, o con ese hijo, o con esa mujer, o en ese proyecto? ¿Es ése el surco del disco en el que sonarán las mejores canciones de tu vida? Muchas veces me había ocurrido que la vida pegaba un volantazo inesperado y torpe, a todas luces innecesario, que sin embargo años después comenzaba a tener sentido. Mi abuelo materno, por ejemplo, fue el tipo más espantoso que conocí en la vida, y sin querer resultó fundamental en mi crecimiento como escritor. Dos veces, y no una, Don Marcos me empujó a la literatura, al esfuerzo de la literatura. Y las dos veces su intención fue convertirme en un títere. Ahora que el hombre ha muerto soy capaz de escribir sobre el asunto con menos tacto, y puedo recordar —creo que sin rencor— el año surrealista que viví en su casa de San Isidro, esas noches en las que él me encerraba en la cocina con candado para que no saliera al patio a fumar; o las otras noches, todavía peores, en que revisaba mis cuentos y me tachaba con lápiz rojo las ideas inmorales.

Pero antes debo saltar en el tiempo al año ochenta y dos, porque entonces ocurrió algo importante. Yo estaba a punto de cumplir doce años y mi tía Ingrid me regaló dos canastos llenos de libros de su adolescencia; más de cincuenta libros. Mi abuelo Marcos, sin que se lo pidiese nadie, desparramó los libros y empezó a hacer dos montones. En uno puso los que yo podía leer, y en el otro los que no.

En el montón de los permitidos estaban esos libros seriales que se publicaban en los años sesenta, del tipo Jules y Gilles en busca del diamante, o Jules y Gilles y el piano de cola, etcétera. Volúmenes que sólo eran malas lecturas iniciales. Mientras que en la pila de los prohibidos había buena literatura, novelas que el viejo suponía demasiado complejas para mi edad, o que sospechaba, por la intuición del título, que podían contener tetas, y culos, y fornicación.

Cuando volví a Mercedes con los dos canastos de libros, naturalmente empecé a leer los prohibidos: eran novelas de Conan Doyle, de Oscar Wilde, de Mark Twain, de Chesterton. Libros impresos en papel de biblia, obras completas. Claro que él no me había prohibido a Wilde por El Príncipe Feliz, sino por Dorian Gray, que estaba en el mismo tomo. No me negaba Huck Finn, quiero decir, sino El diario de Adán y Eva. Tuve un abuelo que me prohibió —justo en el inicio de mi rebeldía— la buena literatura. No la tele, o las drogas, o el alcohol. Tuve esa enorme suerte. Ese guiño. No lo entendí entonces, claro, pero ahora sé que en la infancia la pasión desbordada solamente cabe por las puertas del NO. Esa fue la primera vez que mi abuelo Marcos me ayudó, por contraposición y sin él quererlo, a ser un escritor. La segunda iba a ocurrir quince años más tarde y sería bastante más dolorosa.

Ahora deberíamos ubicarnos en mil nueve noventa y siete. Yo tengo veintiséis años, soy un ex cocainómano flamante y tengo acidez de estómago. Mucha acidez, es espantoso. Ya me gasté los últimos dólares de un premio literario y no tengo dónde caerme muerto. No puedo vivir en Mercedes ni un minuto más, porque en cada esquina hay una cara conocida que me quiere convidar de su bolsa.

Chichita, que está al tanto de todo, quiere ayudar a que vuelva a la Capital, un sitio neutro en el que puedo conseguir trabajo y rehacer mi vida. Como no hay plata para alquilar departamentos, se juega una carta imposible: le pide a su padre, a don Marcos, que me acepte como huésped temporal en su casa de San Isidro.

La primera respuesta del viejo es veloz y tiene lógica: el abuelo dice que no, que la idea es una locura insensata, que sólo verme de cerca, ver en qué me he convertido, podría matarlo de tristeza. Don Marcos no quiere saber nada de mí.

Antes de que alguien intente juzgar esta negativa, debo decir que mi abuelo materno tenía entonces quince nietos y que yo era el mayor. Es decir que fui el primero, el de las mil fotos, el de los grandes regalos, y el hombre había puesto en mí todas sus esperanzas. También debo decir —para completar el cuadro— que hacía más de diez años que yo no lo visitaba, ni lo llamaba por teléfono para preguntarle si estaba vivo o si estaba muerto.

Don Marcos sabía de mi existencia de oídas y por rumores, que es la peor manera de saber sobre la vida de nadie. Conocía la síntesis de mi juventud, pero no su lento y agotador desarrollo. En esa síntesis biográfica campeaban a sus anchas cinco frases recurrentes: ahora está gordo, ahora escribe, ahora se droga, ahora está flaco, ahora no sabemos dónde está.

Sólo me había visto con sus ojos una vez, en toda una larga década, y no había sido un paisaje alentador. Mi hermana se casaba con el Negro Sánchez y él había ido a la ceremonia a regañadientes: su nieta no podía casarse embarazada. Yo estaba en una mesa alejada del salón de fiestas. Cuando mi abuelo miró para mi sector, el Chiri me estaba tirando aceitunas desde lejos y yo las cazaba al vuelo con la boca. No. Ése no era el futuro que don Marcos había soñado para mí.

Por suerte mi madre insistió en el pedido urgente de asilo (insistió varias veces, creo que hasta lloró y suplicó) y una tarde él llamó por teléfono y pidió hablar conmigo.

—Hernán —dijo—, vas a venir a esta casa, pero bajo mi responsabilidad y acatando cada una de mis reglas. No quiero enfermarme, por tu culpa, más de lo que estoy.

A la tarde siguiente metí en un bolso dos mudas de ropa, un paquete con cincuenta sobres de Uvasal y la carpeta con todos mis cuentos viejos. Con aquello bártulos y la cabeza astillada, me fui en un tren a San Isidro. Para mí comenzaban doce meses alucinantes tras los que acabaría convertido —ya sin retorno— en un escritor. Para don Marcos empezaba el último año de su vida.

Al llegar, me puso unas reglas muy crueles. Debía escribir seis horas al día, debía fumar sólo en el patio y debía darle dos vueltas al perímetro del Hipódromo todas las mañanas, aunque el sol partiese la tierra o cayera el diluvio universal.

—Pero yo vine a la Capital a buscar algún trabajo, de lo que sea —le decía espantado.

—Tu trabajo es escribir, adelgazar y dejar el vicio —respondía él—. Pero sobre todo escribir. Si hacés las cosas bien, plata no te va a faltar. Yo me encargo de eso.

Don Marcos tuvo siempre un sistema de pensamiento devastador y caprichoso contra el que era imposible debatir. Los demás siempre estaban equivocados y él había llegado al mundo para encontrar los errores. Desde el día en que viví con él hubo mil discusiones absurdas en las que yo acababa agotado y me retiraba con dolor de cabeza. Pero también me olvidaba de él muy pronto. En cambio cuando el adversario era alguno de sus hijos, o su esposa, o alguien que compartía con él lazos inseparables, cada palabra de don Marcos provocaba una herida que no sanaba más. El dolor nacía y quedaba en el cuerpo toda la vida. Lo sabía por mi madre.

En aquel tiempo escribir era para mí una fiesta a la que podía entrar cuando se me daba la gana, y salir si la cosa se ponía muy densa. Escribir no era un trabajo, sino la mejor excusa para ser un vago. Me sospechaba con algún talento natural, y entonces me aprovechaba de la suerte. Nunca nadie, ni en mi familia ni entre mis amigos, me había enfrentado a la raíz de mi vocación. Don Marcos fue el primero. Me puso una máquina de escribir en el galpón de las herramientas y me dejó dormir en la cocina de su casa. Durante el día él contaba cuántas veces dejaba de escribir para fumar. Por la noche, cerraba con candado la cocina para que no pudiera salir al patio ni escapar de la casa. Mi humillación era absoluta, gigantesca y mortal, pero no podía rebelarme porque más allá de ese techo y de esas reglas no tenía nada.

Para peor, él siempre estaba en casa. Desde muy joven había cortado la relación con sus hermanos. Su esposa le temía. Algunos de sus hijos le habían entregado la vida a cambio de nada. Los otros se alejaban o deseaban olvidarlo. No tenía amigos reales. Él veía que a su alrededor las personas tenían una vida y a veces eran felices al equivocarse y empezar de nuevo, pero pensaba que en todas partes, menos en sus zapatos, había un fallo monumental.

Mi primera defensa al encierro fue la de siempre: me sentaba en un sillón enorme a ver pasar las horas, con la hoja intacta en la máquina de escribir. No me salía una sola idea, pero me daba lo mismo. A las seis horas bajaba a tomar mate con gesto de escritor preocupado y con una enorme carpeta llena de cuentos viejos abajo del sobaco.

Esto había funcionado siempre, al principio con mis padres, y después con mis amigos. Silencio, que el Gordo está escribiendo. La excusa de la literatura, de su enorme sacrificio, me había salvado del esfuerzo real cientos de veces. Pero el mundo de don Marcos era otro mundo.

Nunca descubrió que yo no escribía, pero descubrió algo peor: supo que yo era un escritor pésimo. Cada noche, mientras yo dormía, revisaba la carpeta negra de los cuentos viejos y me los destrozaba. Usaba un lápiz rojo, grueso, de carpintero, y además de tachar párrafos completos hacía anotaciones en los márgenes. No eran críticas constructivas sino palabras sueltas en letra imprenta: INNECESARIO. INMORAL. ASQUEROSO. Algunas veces, muy pocas, una palabra de aliento: BIEN, o ESTA FRASE NO ESTÁ MAL. Una palmada cada quinientos coscorrones. Cada original borroneado con saña era un cuento perdido que había que pasar en limpio desde cero. Y eso cuando solamente se le ocurría tachar, porque a veces era peor. Una vez leyó El Futuro del Chape, un cuento corto que decía así: 

*

De noche, cuando en casa mi vieja duerme, salgo a lo oscuro y me escondo atrás de un zaguán o de una enredadera o del baldío de Suárez. Cuando aparece una (puede que me pase dos horas esperando, porque en Mercedes de noche no andan mujeres), sea linda o sea fea, le tapo la boca con la mano y la arrastro hasta el terrenito que está pasando DuPont.

Algunas me muerden los dedos del miedo, otras se han meado en el camino. Mientras las arrastro les digo que si gritan las mato, y pongo los ojos así, como para que crean que estoy loco o algo. No puedo decirles de entrada que solamente quiero que me den cariño, porque con el susto no entenderían.

Elijo pendejitas más que nada porque después les da vergüenza contarlo y se lo guardan, no porque me gusten más. Preferiría mujeres de veinticinco a treinta, porque leí que les gusta y por la mitad entran a agarrarle el ritmo y hasta dicen cosas. La misma revista que puso eso decía que, en algunos casos, el agresor deja de coger porque prefiere la fuerza bruta. Mentira. Yo me pongo mil veces más cariñoso de sólo pensar que les gusta. De todos modos, por prudencia, elijo pibitas miedosas para bajar el factor riesgo, porque a esta altura uno ya no es un amateur.

Otra que no hay que hacer nunca es involucrarse sentimentalmente. Una vez sola medio me enamoré, y fue para cagada. La fui a emboscar cuatro veces en medio año, y eso no se hace. No hay que volver, porque los de la Regional XIII te pueden estar esperando. La cuarta vez dejé pasar unos días, por las dudas que fuera un lazo de la cana. Pero no. La chica, cuando salí de atrás de un portón y le tapé la boca, ni se mosqueó. Le saqué la mano en un lugar seguro y me dijo “qué hacés, Chape, apurate que me esperan”.

Fue casi un polvo de matrimonio. Se me pasaron las ganas de golpe. Le eché uno rapidito, más que nada por cumplir (que no se diga), y le dije que se mandara a mudar. Dos veces más me la crucé, de día, y ella me vio. Nos saludamos la primera, y la segunda ya no le di bola. Mi tío Camilo decía, cuando yo era chico, que las mujeres son más putas que las gallinas de la raza ponedora. Así que después de aquello empecé a andar con más cuidado.

Igual ahora estoy saliendo poco, porque el mes pasado se me murió una. Se me quiso escapar y resbaló, pobre, y se dio la cabeza contra la barandita de la pileta de la Liga. Zácate, se quedó seca. Fue medio un problemón, porque los de la Regional XIII se quedaron en el barrio haciendo preguntas. Ahora ya se fueron. Como la chica era hija de un concejal, tuvieron que meter preso a alguien, y eligieron un loquito del barrio Unión, que nunca le hizo mal a nadie. Se conoce que lo cagaron tanto a trompadas que al final confesó.

De todos modos a mí no me encontraban nunca porque no soy un sicópata. Soy un tipo serio; de día ando por El Progreso y juego al chinchón con parva de gente. Me conocen; dos por tres me pongo un traje. Ahora incluso trabajo de tenedor de libros en un estudio impositivo, porque tengo mucha facilidad para los números. Nunca pensarían en mí. Además, yo jamás doy la cara; no laburo como esos locos seriales que eligen a las minas porque son rellenas, o porque el apellido empieza con jota, o esas boludeces de tilingo que tienen los sicópatas conchetos.

Yo me tranco la primera que pasa, y siempre en barrios distintos, no sea que me anden esperando. Y casi no les hablo. No me pajeo. No doy muchas vueltas. Yo quiero un polvo tranquilo, como mucho morder una teta, esas cosas que quiere cualquier hijo de vecino. Y cuando son medio putas yo las calo. Gritan de miedo porque hay que gritar, por imposición cultural diría yo, pero les gusta. Yo sé muy bien. No se resisten mucho, y después se hacen las que lloran, eso sí, y me buscan los ojos para ver si me conocen o para ver si en una de esas soy lindo. Me caben, esas. Cuando se aparece una así en lo posible me les hago el loquito y las tajeo. Por putas.

En cambio a las que tiemblan mucho (pasa bastante si son vírgenes o epilépticas) las obligo a que me chupen la pija para que se metan en situación; igual no lo disfruto tanto porque leí que hay unas histéricas que, aunque las estés punteando con el tramontina, te la pueden morder y dejarte mocho. Siempre que me hago chupar la pija me pongo nervioso y no gozo una mierda. Pero igual vale la pena. Que te la chupen mientras lloran es medio patético, así visto objetivamente, pero para uno que está ahí es el desiderátum. Y cuando les agarra hipo mientras te la chupan es un espectáculo aparte, ahí uno entiende que hay Dios, que no puede ser que la vida sea un caos a la deriva.

Pero no todo es color de rosa: una que embosqué hace un año tuvo un nene mío. Fue medio un drama para la familia, porque como son muy católicos el Obispo no la dejó abortar. Salió en El Nuevo Cronista, en página uno, la semana entera. Todo el mundo se peleaba por el tema del aborto de la piba. Unos decían que en caso de violación vale que la mina se haga raspar. Otros decían que ni siquiera, que hay que aguantársela cristianamente. Yo siempre tuve la misma postura: al chico te lo podés sacar, únicamente, si en la radiografía sale que el feto viene con tres brazos o alguno de esos caprichos de la genética; pero si es sanito no, porque la criatura no tiene la culpa de que la madre haya andado de noche por un barrio oscuro.

Por lo visto la mayoría habrá pensado como yo, porque el mes pasado el chico vio la luz y a otra cosa mariposa. Tres kilos cuatro cincuenta. Lo sacaron en el diario en tapa. Cuando nació lo dieron enseguida al Instituto Unzué. La madre de la piba incluso lo va a visitar hasta que alguna familia lo adopte.

Antinoche le dije a mi vieja, así como si nada, que nosotros lo podríamos tener. Que pensáramos en la criatura, y más que más la fui convenciendo. Yo ya dije que si el nene viene a casa no salgo más a la noche a emboscar. Me quedo a cuidarlo. A mi vieja le dije que tendría algo por qué levantarme todos los días. Ella me dice que soy un santo.

Esta mañana nos avisaron del Instituto que solamente falta la firma del juez de menores, pero que ya está notificado que somos una familia decente y conocida y que ojalá todos pensaran como nosotros. Cuando mi hijo esté en casa yo sé muy bien que voy a ser otro. Con la mano en el corazón, lo único que quiero es verlo crecer y que se parezca a mí en algunas cosas. Por ejemplo en la facilidad que tengo para los números.

*

Me rompió las tres páginas del cuento en mil pedazos. Al día siguiente tuve que rescribirlo de memoria, hundido en una impotencia que ya no podía soportar. Pero no era eso lo que más me molestaba, sino que por primera vez alguien discutía mi oficio con ferocidad. Y lo más alucinante es que, en lugar de rebelarme, yo empezaba a despertar de mi dejadez, a escribir de nuevo con fuerza, pero ya no para alardear sino para defenderme.

Don Marcos era fanático de la familia occidental y cristiana, aunque no había hecho otra cosa en la vida más que desunir a la suya y olvidarse de Dios. Pero lo más peligroso era que lo había hecho sin mala intención, es decir: convencido de practicar el bien. Lo mismo hacía con mis cuentos.

—La literatura tiene que ser moral —me decía después de leer algún otro cuento mío lleno de groserías o imágenes chanchas—, tiene que reflejar lo bueno que hay en los hombres, y lo que vos hacés es una mierda.

Seis meses después, yo escribía desde que salía el sol y solamente dejaba mi habitación de las herramientas para bajar y discutir con él a los gritos. A veces las charlas duraban hasta muy entrada la noche. El hombre era cerrado como un laberinto y, supe entonces, compartía la teoría de la perfección de la raza. Odiaba a los judíos con ganas, casi tanto como a la mujer independiente. Las democracias le resultaban incómodas, pero tampoco suscribía a los regímenes fascistas de su tiempo. Los militares argentinos le resultaban tan ridículos como los dirigentes demócratas, y él parecía no estar parado en ninguna vereda. En todo ese año nunca pude entender con qué sistema de gobierno se hubiera sentido a gusto. Al final comprendí que su mecanismo era llevar la contra siempre y postular que en todas las ideas posibles había una grieta, menos en la propia.

Don Marcos jamás veía árboles, sino madera. Él podría haber sido carpintero, pero nunca guardabosques. No habría soportado ver crecer un tronco, ni observar la composición arbitraria de sus ramas, ni dejar brotar las hojas, ni más tarde verlas caer. Mi abuelo habría podado el tronco antes de tiempo, habría tallado su imagen con un cincel desesperado y le habría puesto su nombre a la obra. Don Marcos Carabajal. Eso intentaba hacer también conmigo, ahora que yo dependía de su comida y de su techo protector.

Fue un año larguísimo y pesado, del que seguramente todavía me quedan traumas. (Escribir esto es dejar atrás alguno.) Pero sólo entonces, sólo en ese territorio caótico aprendí a escribir con sacrificio y sin inspiración, y aprendí también que el ESTA FRASE NO ESTÁ MAL de un lector enemigo es mil veces mejor crítica que el GENIAL COMO SIEMPRE de un lector camarada.

Al final de ese año fui a comprar cigarros y, al volver a la casa de San Isidro, mi abuelo me esperaba en el patio. Estaba muy preocupado de que no se lo notara ansioso.

—¿Vos mandaste un cuento a Francia? —me preguntó, con el teléfono inalámbrico todavía en la mano.

Dije que sí con el corazón en la boca, porque sabía muy bien lo que estaba pasando.

—Cuál cuento —quiso saber, con la cara de culo más grande del mundo.

—Ropa sucia —dije—, el de la hermana que le hace la paja al hermano. El que rompiste la semana pasada.

—Llamaron —dijo, señalando el teléfono—. Que ganaste no sé qué, no se entendía bien. Ahí te dejé el número arriba del aparador, capaz es un chiste de algún amigo tuyo…

Y se fue a dormir la siesta, enojadísimo.

Dos meses después, con la plata del premio en Francia me pagué el depósito para mi casita de Belgrano y me fui a vivir solo. Me compré una mesa y un colchón. Y un teléfono móvil de dos kilos. A ese móvil llamó Chichita para avisarme que mi abuelo se había muerto.

Mi último acto de rebeldía fue no ir al entierro de ese hombre que, en la infancia, me enseñó a tener curiosidad por lo prohibido, y cuando dejé la adolescencia, me mostró que la vocación no es una fiesta nocturna sino un esfuerzo complicado de asimilar. Ahora, que me levanto a las ocho de la mañana para escribir mis cuentos, y que no siempre hay inspiración, ahora que me acuesto temprano y que mis historias nomás buscan entretener, suelo pensar en él.

Pero lo tengo más presente, a don Marcos, cuando descubro que el tiempo viaja en remolinos, y que Nina un buen día crecerá y me dará un nieto. Un nieto que —porqué no, si llevará mis genes— puede convertirse en el adolescente ausente que fui yo. Qué espanto más grande.

Es posible que para ser un escritor no me baste con andar los caminos prohibidos y asumir el esfuerzo y la responsabilidad. Quizás escribir me funcione, únicamente, si levanto la vista una vez en la vida y le pido perdón a mis muertos, sin literatura.

Pero para llegar a esa comprensión primero tuve que andar el camino de Córdoba capital, en busca de unas señales que me mantuviesen vivo, que me devolvieran la pasión. En eso consistía la cura, y yo comenzaba a descubrirlo. Por fin me sentía pleno, otra vez ubicado en el surco del mundo que me correspondía.

Cuando llegué a la capital cordobesa eran las nueve de la mañana. Juan Filloy, el escritor vivo más viejo del mundo, un hombre irrepetible del que había leído párrafos maravillosos durante los últimos meses, comenzaba a cumplir cien años. Si yo estaba allí, era porque había recuperado la música perdida. Toda la angustia acumulada quedaba atrás. Ésa había sido mi última crisis, la más dulce de todas, la que recuerdo con más respeto, porque vencí. Esa mañana, renovado y sonriente, respiré hondo y me fui en ayunas a la casa de Don Juan. Avenida Buenos Aires, número 26. Sentía que aquel hombre, nacido en el siglo diecinueve, tenía muchas cosas que decirme. Prendí un cigarro para paliar el frío, o para matar los nervios. Antes de tocar el timbre y de que Don Juan me recibiera con su generosidad centenaria, supe que alguien, en alguna parte, me estaba dando la vuelta, y que empezaba a sonar, armonioso, el lado B del resto de mi vida.

El hombre frente a mí podía sorprender por infinidad de cosas. Para empezar, esa mañana cumplía cien años; pero también había sido amigo de Freud, había editado cincuenta y dos novelas (todas con títulos de siete letras) y era el ser humano que había escrito más sonetos desde Petrarca. Sin embargo, lo primero que me llamó la atención fue la cantidad de pelos blancos que le salían de las orejas. Cuando su hija Monique se acercó con dos tazas de té, una para su padre, una para mí, y me aconsejó que le hablase muy fuerte porque “papá está sordo como una tapia”, no adjudiqué la sordera a la vejez, sino a la exageración capilar de Don Juan. Las cejas también las llevaba muy pobladas, como si tuviese dos ovejas encima de los párpados. Filloy estaba de buen humor; en pijama. El buen humor era porque había llegado al centenario (pocas veces vi a nadie que le diera tanta importancia a las cifras); el pijama, me dijo, era su overol de trabajo.

—¿Entonces sigue escribiendo? —me sorprendí.

—Siempre. No hubo un solo día que haya dejado de hacerlo.

Pensé cómo podía haberme cansado tan pronto, de escribir o de vivir, si no llevaba ni la cuarta parte del traqueteo de aquel hombre. Estuve a punto de preguntarle cuál era el secreto, pero me pareció una pregunta femenina, de redactora de revista dominical, y me mordí el labio. Hoy le hubiera preguntado cosas cursis con absoluta naturalidad; en aquellos tiempos —por una gran pacatería interna— yo quería parecer inteligente y le hice preguntas literarias. Quise saber si era cierto que Borges y él se odiaban tanto. Entonces me contó una anécdota increíble:

—Yo soy mayor que Borges —me dijo, y me dio la impresión de estar hablando con un fantasma vanidoso—. Hace muchísimos años, cuando éramos jóvenes, le envié una copia de mi libro Estafen. Era una edición de autor y se la dediqué, como se usaba entonces —se ríe, recordando, y dibuja unas letras en el aire—: ‘Con afecto, Juan Filloy’.

A Don Juan nunca le gustó salir de Río Cuarto, su ciudad natal. Era un antiporteño. Pero años después de ese obsequio literario, me dijo, tuvo que viajar a Buenos Aires por cuestiones personales y aprovechó para ir a las librerías de Corrientes, donde había volúmenes que en Córdoba no se conseguían.

—Buscando entre los libros usados, encontré uno mío —recordó—. Era Estafen. Me resultó muy raro, porque yo hacía ediciones sólo para los amigos. Cuando lo abrí, encontré con sorpresa la dedicatoria —me miró con una sonrisa—. ¡Era el libro que le había regalado a Borges!

—¿Borges había vendido su libro?

—No lo culpo —me dijo, irónico—: estaría necesitado.

—¿Y usted alguna vez se lo reprochó?

—No —pareció espantarse—. Eso no hubiera sido diplomático… Hice algo peor —y le brillaron los ojos como a un chico—. Compré el libro, me volví para casa, y se lo mandé otra vez de regalo. Abajo de la primera dedicatoria, escribí otra: ‘Con renovado afecto, Juan Filloy’.

Muchos años después supe que el cordobés contaba ese chiste siempre que alguien le preguntaba por Borges, y todavía más tarde un amigo muy culto me descubrió que la verdadera anécdota le pertenecía a Bernard Shaw, quien dedicó un libro a un amigo con una frase muy parecida (To with esteem, George Bernard Shaw), y lo volvió a enviar años después, tras encontrarlo en una librería de usados, con esta otra: With renewed esteem, George Bernard Shaw. El hecho se narra en el volumen Ex libris: confessions of a common reader de Anne Fadiman y es posible que Filloy haya copiado la idea para divertirse, pues al narrarme el hecho reía como un caballo blanco, me mostraba una dentadura postiza perfecta y parecía a punto de morderme de alegría. Era un hombre increíblemente robusto; los años se le notaban en el cuerpo, pero no en la cabeza. Durante la charla me trató siempre de usted.

—¿Usted lee a sus contemporáneos? —preguntó más tarde, y me miró muy serio— ¿Qué es lo bueno, ahora?

Con ingenuidad, o con desparpajo, le recomendé leer a Paul Auster.

—No, no —movió la cabeza, negando, y los pelos de las orejas le bailaron como dos manubrios de algodón—. Era por saber nomás. A esta altura no puedo arriesgarme con lecturas nuevas. Ya me estoy haciendo viejo, y tengo que ir a lo seguro.

Me repitió, sin vergüenza, lo que no se cansaba de decirle a todo cristo desde hacía ya mucho tiempo: que quería ser el único escritor del mundo en vivir tres siglos:

—Nací en el diecinueve —enumeró—, estamos en el veinte, y no tengo interés en morirme hasta el veintiuno.

Deseé con todas las fuerzas de mi alma que pudiese conseguirlo, y se lo dije. Envalentonado, porque el tema lo había sacado él, me animé entonces a preguntarle por el secreto de su juventud eterna. Cómo había sido capaz de vivir tanto y de tener, además, las ilusiones intactas. Yo había leído algunas entrevistas a don Juan, y estaba bastante seguro que me hablaría del automóvil; deseaba, además, que me contase la teoría del automóvil. Estaba yo frente a un hombre que no se había subido jamás a un coche, y muchas veces, en conferencias o en reportajes, había dicho que caminar dos leguas al día era el truco para vivir mucho tiempo. Una vez le había confesado a Ricardo Zelarrayan que el coche era un instrumento mortífero, porque por su culpa el hombre perdía el hábito de caminar. ¿Usted ha visto la gente que anda en automóvil? Son culones y tienen la cintura pesada, decía. Pero aquella mañana no me explicó la misma historia. Me dio una explicación diferente sobre su longevidad.

Después de mi pregunta, Juan Filloy se levantó despacio y salió de la habitación. No le costaba andar, pero sí incorporarse. Volvió un rato después con un álbum y un periódico. Buscó una foto en el álbum y me la mostró. Era, me dijo, un daguerrotipo, la prehistoria de las fotografías. Vi a unos quince o veinte escolares de seis o siete años, posando en la escuela rural General Belgrano.

—¿Usted podría adivinar cuál soy yo? —me retó.

Hice dos intentos fallidos, señalando cabezas de niños idénticos, mientras él me miraba con picardía y negaba. Me rendí. Entonces, sin señalar a ninguno, me dio una pista muy fácil:

—Si se fija bien, uno solo de estos querubes está sonriendo —era verdad: había un niño, un poco cabezón, a la izquierda de la imagen, que miraba la cámara con alegría; los demás, en cambio, parecían espantados.

—Ahora mire esta otra foto —me dijo, y me mostró una página cultural de La Voz del Interior, con fecha de esa misma mañana.

Estaba él, don Juan, junto a tres o cuatro viejas decrépitas, el gobernador Angeloz y un poeta de Buenos Aires de apellido Redondo, en un homenaje que le hacían por su centenario, en la Gobernación.

—Esta es la última foto que me han hecho hasta el momento —y se señaló con el dedo en el papel impreso—. ¿Ve? También soy el único que está sonriendo, mezclado entre toda esa gente tan triste. Yo siempre soy el que se ríe en medio de la solemnidad… Ahí lo tiene, al truco.

Me hubiera gustado tener ahí mismo, en la mochila de viajero, mi fotografía de primer grado en la Escuela Nº 1, la que ilustra ahora este libro. Tenerla a mano para mostrársela a Juan Filloy, para preguntarle si una mueca desesperada entre cuarenta chicos mercedinos valía lo mismo que una sola sonrisa entre veinte espantos cordobeses. Me hubiera gustado decirle que yo era el pibe que arruinaba las fotos, y que a veces sentía que seguía siéndolo. Pero no le dije nada. Hablamos de otras cosas que ahora se me escapan de la memoria. 

El reportaje completo apareció, en agosto de aquel año, en el semanario mercedino Protagonistas, pero yo estoy lejos como para consultar esa fuente y compartir aquí otros pasajes. Narro estos fragmentos porque los tengo grabados en la memoria, igual que aquella época irrepetible en la que vi, por única vez en la vida, a todo un pueblo llorar en las calles y en los bares por culpa del resultado de un dopping. 

Seis años después decidí hacer otro viaje. Uno más largo, intercontinental, definitivo. Un viaje que me llevaría, quizás, al amor final y a la construcción de una familia. La tarde del quince de julio le dije a Cristina que me iría con ella a vivir a Barcelona. Ni ella ni yo sospechábamos que, no mucho más tarde, la aparición de Nina iba a convertirnos en las personas más felices del mundo. Pero hubo una señal aquel día. La tarde del quince de julio del año dos mil, mientras yo hacía mis nuevos planes, el único escritor que había logrado vivir tres siglos, un hombre sereno como las canciones lentas, murió mientras dormía la siesta, a punto de cumplir ciento seis años. Entre mi visita y su muerte, él había escrito tres novelas más, todas con títulos de siete letras. 

Leí la necrológica en la prensa, con una sonrisa en la boca, sin tristeza, y recordé otra vez la mañana con el mayor arruina fotos secular de la historia. Aquella vez que tuve, tan nítida, la certeza de que estaba ocurriendo, en mi historia personal, aquello que llamamos un momento bisagra, un quiebre sutil que separa la vida en dos partes con una finísima carátula. Por lo general nos enteramos de estas grietas mucho después, en el sofá de un psicólogo o escribiendo un cuento. Aquella mañana cordobesa, lo supe mientras ocurría.

También lo supe un mediodía mercedino de un año después, el catorce de noviembre del noventa y cinco, cuando maté sin querer a la hija mayor de mi hermana, haciendo marchatrás con el auto. Entonces yo vivía en Buenos Aires y había viajado a Mercedes para festejar el cumpleaños número ochenta de mi abuela Chola, por eso recuerdo la fecha exacta, y también porque nací de nuevo. Hice marchatrás con el auto de Roberto y el mundo se detuvo. Entre el impacto seco, los gritos de pánico de mi familia y el descubrimiento de que en realidad había chocado contra un tronco, ocurrieron los diez segundos más intensos de mi vida. Diez segundos durante los que me aferré al tiempo y supe que todo futuro posible sería un infierno interminable.

Festejábamos el aniversario de mi abuela con un asado en la quinta; ya estábamos en la sobremesa familiar. A las tres de la tarde le pido prestado el auto a Roberto para ir hasta el diario a entregar un reportaje. Me subo al coche, vigilo por el espejo retrovisor que no haya chicos rondando y hago marchatrás para encarar la tranquera y salir a la calle. Entonces siento el golpe, seco contra la parte de atrás del auto.

A cuarenta metros, en la mesa donde todos conversan, mi hermana se levanta aterrada y grita el nombre de su hija. Mi madre, o mi abuela, alguien, también grita: 

—¡La agarró! 

Entonces me doy cuenta de que mi vida, tal y como estaba transcurriendo, había llegado al final. Mi vida ya no era. Lo supe inmediatamente. Supe que mi sobrina Rebeca, de cuatro años, estaba detrás del auto; supe que, a causa de su altura, yo no habría podido verla por el espejo antes de hacer marchatrás; supe, por fin, que efectivamente acababa de matarla.

Diez segundos es lo que tardan todos en correr desde la mesa hasta el auto. Los veo levantarse, con el gesto desencajado, veo un vaso de vino interminable cayendo al suelo. Los veo a ellos, de frente, venir hasta mí. Yo no hago nada; ni me bajo del coche, ni miro a nadie: no tengo ojos que dedicarle al mundo real, porque ya ha empezado mi viaje fatal en el tiempo, mi larguísimo viaje que en la superficie duraría diez segundos pero que, dentro de mi cabeza, se convertirá en una eternidad pegajosa.

En ese momento (no sé por qué es tan grande la certeza) no tengo dudas sobre lo que acabo de hacer. No pienso en la posibilidad de que sea un tronco lo que he embestido, ni pienso que mi sobrina está durmiendo la siesta dentro de la casa. Lo veo todo tan claro, tan real, que solamente me queda pensar por última vez en mí antes de dejarme matar. 

“Ojalá el Negro me mate” —pienso—, “ojalá sea tan grande su enajenación de padre salvaje, tan grande su rabia, que me pegue hasta matarme y no me dé la opción de tener que suicidarme yo mismo, esta noche, con mis propias manos, porque soy cobarde y no podría hacerlo, porque cometería la peor de todas las bajezas: me iría a Finlandia”. Utilizo esos diez segundos, los últimos de calma que tendré en toda mi vida, para pensar en quien ya no seré nunca más.

Tenía casi veinticinco años, estaba escribiendo una novela larguísima y placentera, vivía en una casa preciosa del barrio de Villa Urquiza, con una mesa de pinpón en la terraza y toda la vida por delante, trabajaba en una revista donde me pagaban muy bien, tenía una vida social intensa, era feliz, y entonces mato a mi ahijada de cuatro años y se apagan todas las luces de todas las habitaciones de todas las casas en las que podría haber sido feliz en el futuro. Lo pienso de ese modo, desapasionadamente, porque ya no tengo ni cuerpo con el que temblar.

En esos diez segundos, en donde el tiempo real se ha roto literalmente, en donde el cerebro trabaja durante horas para instalarse en un recipiente de diez segundos, descubro con nitidez que mis únicas opciones —si mi cuñado no me hace el favor de matarme allí mismo— son las de huir (huir de inmediato, sobornar a alguien y escapar del país) o suicidarme. Lo que más me duele, tal como están las cosas, es que no podré volver a escribir literatura, ni a reír.

Durante mucho tiempo, durante años enteros, me siguió sorprendiendo la frialdad con que asumí la catástrofe en esos diez segundos en que había matado a mi sobrina. No fue exactamente frialdad, sino algo peor: fue un desdoblamiento del alma, una objetividad inhumana. Me dolía saber que ya no podría escribir, que en el suicidio o en la huida —aún no había optado con qué quedarme— no existiría esa opción: la de los placeres.

Podía irme a Finlandia, sí, a cualquier país lejano y frío, podía no llamar nunca más a mi familia ni a los amigos, podía convertirme en fiambrero en un supermercado de Hämeenlinna, pero ya no podría volver a escribir, ni amar a una mujer, ni pescar. Me daría vergüenza la felicidad, me daría vergüenza el olvido y la distracción. La culpa estaría allí involuntariamente, pero cuando comenzara la falsa calma o el olvido momentáneo, yo mismo regresaría a la culpa para seguir sufriendo. La vida había terminado. Yo debía desaparecer.

Pero si desaparecía, qué. Qué importancia podía tener darles a ellos la serenidad de no ver nunca más al asesino. Ellos, mi familia, los que ahora corrían lentamente desde la mesa al coche para matarme o para ver el cadáver de un niño, podrían creerme exiliado, lleno de dolor y de miedo, temeroso y ruin, o agorafóbico; o podrían sospecharme loco, como esas personas que pierden el rumbo y la memoria después de los terremotos; alucinado, mendigo, enfermo; podrían hasta perdonarme pues me creerían fuera de toda felicidad, fuera de todo placer. Matarían a quien blasfemara mi memoria diciendo que se me ha visto reír en una ciudad finlandesa, a quien dijera que se me ha visto beber en un bar de putas, o escribir un cuento, ganar dinero, seducir a una mujer, acariciar un gato, pescar bogas o dar limosna a un marroquí en el metro. No creerían que alguien (ya no yo en particular, sino que nadie) fuese capaz de semejante flaqueza, de tan penoso olvido, de matar y no llorar, de escapar y no seguir pensando en la tarde de verano en que una niña de tu sangre ha muerto bajo las ruedas del coche.

Diez segundos eternos hasta que alguien ve el tronco y todos olvidan la situación.  

Nadie, ninguna de todas las personas que almorzaban aquella tarde del año noventa y cinco en Mercedes, recuerda ahora esta anécdota. Nadie ha tenido pesadillas con estas imágenes: sólo yo me he despertado transpirado durante años enteros, cuando esos diez segundos regresan por la noche sin el final feliz del tronco; para ellos no ocurrió más que la abolladura de un guardabarros al final de la primavera. 

Nada malo pasó aquella tarde, ni nada tan espantoso iba a ocurrir, antes o después, en mi vida. Han pasado muchos años desde entonces y todo ha sido un remanso en el que nunca lo incontrolable se ha metido conmigo. ¿Por qué entonces, cada catorce de noviembre, siento que he cumplido un año más de vida? ¿Por qué le doy más importancia a esta fecha en que no maté a nadie, que a aquella otra fecha anterior en que salí de mi madre dando un grito eufórico de vida? ¿Por qué algunas noches me despierto y descubro que me falta el aire, y recuerdo como real el frío de una cabaña en Finlandia, y me encuentro con las hilachas de la angustia y el exilio, y me ahoga la cobardía de no haber tenido la voluntad de suicidarme?

Es la fragilidad de la paz la que nos devuelve al escalofrío y a la incertidumbre. Es la velocidad infernal de la desgracia, que acecha como un águila en la noche, la que sigue allí escondida para quitarnos todo y dejarnos aferrados a un volante y pensando que la única opción es morir solos en Finlandia, con los ojos secos de no llorar.

Por suerte, casi siempre es un tronco y vivimos en paz. Pero todos sabemos, por debajo de la risa y del amor y del sexo y de las noches con amigos y de los libros y los discos, que no siempre es un tronco, que no siempre es literatura. 

A veces es Finlandia.

Hernán Casciari