III. Tarifa plana de porro y otros avances
52m

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El pibe que arruinaba las fotos

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El doce de septiembre del año dos mil noventa y ocho Woung viajará por segunda vez en el tiempo. Siempre, desde chico, había querido conocer a su tatarabuelo, porque Woung también es escritor, un joven escritor de veintitrés años.

Al llegar a esta época, exactamente al dos mil cinco, Woung me dejó un mensaje en el contestador:

—“Hola, estoy buscando a Hernán Casciari, mi nombre es Woung. Usted no me conoce pero yo sí… Quisiera verlo. Llámeme por favor” —y me da el número de un teléfono móvil.

—Será un lector de tu blog —me dice Cristina, mientras le cambia los pañales a la Nina—, lo raro es que sepa el número del fijo. Esta gente generalmente te llama al móvil.

—Y ni siquiera.

Es cierto. En el dos mil cinco ya empezaban a contactarse algunos lectores conmigo, para quedar a comer o cosas por el estilo, pero siempre lo hacían por mail al principio, tímidamente. Nunca llamaban a casa, nunca decían “quisiera verlo”. Pero a mí me extrañaban más otros detalles:

—Lo raro también es el nombre —le digo—: nombre chino, acento argentino. Y además me trata de usted, pero tiene la voz de un pibe joven.

Como soy un poco miedoso con los desconocidos y un poco indiferente con los desvergonzados, no lo llamé un carajo. Entonces pasaron tres días y al lunes siguiente sonó otra vez el teléfono. Esta vez yo estaba en casa jugando con la Nina.

—Hola, soy Woung, ¿está Hernán Casciari?

—Él habla.

—Necesitaría verlo —me dice—. Me vuelvo esta noche y solamente hice el viaje para conocerlo a usted. Si no le molesta paso por su casa en un rato.

—No sé si voy a poder atenderte, mi mujer no está y yo estoy con mi hija, y es un quilombo si viene gente…

—Mejor, mucho mejor —me dice—. También quiero ver a la bisabuela.

—¿A qué bisabuela?

—Yo le explico cuando nos veamos. Por favor, Hernán. Sería un rato nada más, unos mates, hablamos un poco y me voy.

Lo del mate me da una cierta tranquilidad.

—Bueno, qué sé yo, como quieras. Te paso la dirección, ¿tenés para anotar?

—Estoy acá cerca, en la Sagrada Familia, y la dirección me la sé de memoria desde la otra vez —me dice—. Ahora mismo le toco el timbre. Usted vaya poniendo el agua.

Casi no tuve tiempo de pensar cómo podía ser que tuviera mi dirección desde la otra vez. ¿Qué otra vez? No había pasado un minuto desde la conversación telefónica y ya estaba sonando el portero eléctrico. En vez de abrir desde adentro, como hacía siempre, salí afuera para orejear la cara del invitado través de la puerta de la calle.

Lo que vi fue a un muchacho medio chino, oriental mezclado con cristiano, esa gente híbrida que hay ahora, esa gente moderna y cosmopolita. Bien vestido, eso sí, y con una media sonrisa gigante en la cara. Me estaba saludando con la mano.

Le abrí la puerta con un poco de miedo y me dio un abrazo. Al verlo hacer dos gestos, el corazón me dio un salto: su cara me sonaba conocida, pero no recordaba de dónde. Me preocupaba sin embargo esa familiaridad, sobre todo cuando él estaba serio. En cambio cuando se reía era más chino que nunca, y eso me parecía mejor. 

Después de los saludos en el rellano se metió en casa sin pedir permiso y se fue derecho al sofá donde estaba la Nina. Mi hija lo miraba sin miedo: cosa extraña en ella, que era muy estricta con los recién llegados. Cuando era un bebé, solía ponerle mala cara a toda la gente nueva hasta que no le dieran caramelos o pan. Pero al chino lo miraba feliz, como si fuera un juguete.

—Yo a usted no llegué a conocerlo —me dice Woung apretándole los cachetes a mi hija—, pero a Nina sí. A ella sí que la conozco, ¿cierto, Nina?

La Nina dice que sí con la cabeza. Es el colmo.

—¿De dónde la conocés a la Nina, del fotoblog? —le pregunto con algo de resquemor, como si de pronto supiera que no tendría que haberle abierto la puerta a ese hombre, al menos no con mi hija dentro.

—No, de ahí no —me dice—. Nina es mi bisabuela, por parte de madre.

Me recorre un frío por la espalda. Me dan miedo los locos, desde siempre les tengo fobia, porque nunca sé cómo hay que reaccionar ante su desdoblamiento. Hago un esfuerzo por entender de una manera lógica lo que ha dicho:

—¿Tu bisabuela también se llama Nina? ¿Eso me querés decir? —pregunto, y lo miro a los ojos, pidiéndole en silencio que no diga lo que sospecho que está a punto de decir. Pero va y lo dice, un segundo después de que yo adivine lo que va a decir, él sonríe y lo dice:

—Nina es mi bisabuela, Hernán. Usted es mi tatarabuelo —se sienta en una silla, como si estuviera cansado, como si ya no importara nada más, y remata—: y yo vengo del futuro.

En la tele sin sonido hay dibujos animados que Nina observa sin pestañear. Todo lo demás en mi casa es silencio, y un chino loco que me mira.

—Venís del futuro —repito despacio, sin perder la calma, poniéndome entre el recién llegado y mi hija, midiendo la puerta, buscando con la vista algún tramontina para defenderme del ataque inminente del desquiciado.

—Del año dos mil noventa y ocho —me dice—. Éste es el árbol, mírelo tranquilo.

Me pasa un pedazo de papel escrito a mano, con el dibujo de un árbol genealógico muy desordenado y tembleque, como si hubiera sido redactado durante un viaje en tren. Lleno de líneas, flechas y círculos que omito, el papel viene a decir algo así:

* “Nina se casa con Fernando (un abogado uruguayo) y da a luz a Marc, en 2026. Marc se casa con Dai-ki, coreana, y tienen a los gemelos Yuan y Andreu en 2051. Yuan se casa con un abogado argentino y nacen Li (2070), Lucas (2072) y Woung (2075).”

Del otro lado del papel hay un mapa para llegar a la Sagrada Familia, al Parque Güell y a otros centros turísticos de Barcelona. Le devuelvo el ‘arbol’ y lo miro a los ojos, sin gestos. Lo estoy estudiando lentamente. 

A decir verdad, el chino no parece peligroso en un sentido físico. Quiero decir, no parece inquieto o desesperado por matarme. Toda su locura, por el momento, es verbal. Pero yo me he cruzado muchas veces con locos: sé que son paulatinos, sé que su alucinación va siempre increscendo, que nunca hay que confiar en la serenidad de sus manos. ¿Para qué mentir? Estoy cagado de miedo. Mi hija tiene un año y medio, hace solamente dieciocho meses que la tengo conmigo. Yo me he cruzado con locos muchas veces, y siempre supe defenderme, siempre supe moderar una situación con una dosis de psicología, o por lo menos supe salir disparando a tiempo. Pero ésta es la primera vez que estoy poniendo en peligro algo más importante que mi vida. Nina está ahí, en el sofá, con sus ojazos inocentes. Y yo estoy cagado de miedo. 

Tiempo. Necesito hacer tiempo para saber cómo actuar, de qué modo sacarme de encima a este chiflado.

—No me cree —me dice el chino.

—¿Debería?

—En realidad, pensé que me iba a costar menos convencerlo, una vez que viera el árbol genealógico —me dice—… Yo leí una teoría suya, ¿se acuerda?, en la que usted dice que los extraterrestres no existen, que somos nosotros mismos en el futuro. Usted mismo ha escrito alguna vez eso.

—Suelo escribir muchísimas boludeces, demasiadas.

—Pero ésta era verdad —me alienta—. Déle, ¿por qué no se sienta y se relaja un poco? —me acerca una silla—. ¿Quiere que ponga el agua, que tomemos unos mates?

Entonces me decido por una estrategia y actúo.

—Podríamos hacer lo siguiente —le digo, con mucho tacto, fingiendo mirar el reloj con naturalidad—. Yo tendría que llevar a Nina a la guardería ahora mismo. Si querés nos encontramos en el bar de la esquina, en media hora. Me esperás ahí y charlamos. Toda la tarde, ¿qué te parece?

—No vas a venir —me dice, y entonces me tutea.

—¿A dónde? —me empiezan a temblar las piernas— ¿A dónde no voy a ir?

—Al bar. Te voy a esperar una hora, dos horas, y después llega un guarda civil y me pide los documentos. Vos estás en la casa de tus suegros. Me mandás a la policía por teléfono porque pensás que estoy loco, que quiero hacerte daño.

Se me llenan los ojos de lágrimas. Era ésa exactamente mi idea, exactamente ésa, punto por punto.

—No, nada que ver… ¿Qué te hace pensar así? —le pregunto.

—Ésta es la segunda vez que vengo a verte. La primera me mandaste la policía. Yo te estaba esperando en el bar. Ahora ya aprendí, por eso te traje el árbol, para que me creas.

—¿Es tu segunda vez? —digo, sonriendo de pánico— ¿Esto es como “El día de la marmota”?

—Sí… Y vos sos Andy McDowell —me dice, y se ríe como un chino feliz—. Mirá. Vamos a hacer las cosas bien. Yo no pienso hacerte nada malo, ni a vos y ni a ella. ¿Cómo voy a hacerles algo malo si son mi sangre? Solamente vine para charlar un rato, para conocerte.

—Estás loco, hermano, no podés pedirme que te crea —le digo.

—En un minuto, justo en un minuto, va a llamarte tu mujer al móvil —me dice—. Preguntando si yo vine. Eso pasó la primera vez, y va a pasar ahora de nuevo. En cincuenta segundos, exactamente. Con ese dato te convenzo de que es cierto todo lo que digo. ¿Te convenzo con ese dato? Treinta segundos y suena el teléfono. ¿Con eso te quedás tranquilo?

No le respondo; me muerdo el labio. ¿Tranquilo, me quedo tranquilo con eso? Miro el móvil que está sobre la mesa. No sé qué quiero que pase. No sé si prefiero que no suene, y saber que estoy frente a un loco peligroso que sabe karate; o si prefiero que suene, que sea Cris la que llame, y entonces saber que el chino que sonríe es, realmente, mi tataranieto que ha llegado del futuro en una nave nodriza o algo así. No sé qué quiero.

—Veinte segundos —dice Woung—. Cuando llame tu esposa, decile que todavía estoy acá, que estamos charlando, que soy un lector de tu blog, que está todo bien. No la alarmes, es al pedo… Yo mientras voy a poner el agua para unos mates —me guiña un ojo y dice:—Diez segundos y suena. Tranqui.

Woung se levanta y se mete en la cocina. Me quedo quieto. Escucho el agua caer como una lluvia en el fondo de la pava, el fuego que se enciende, y su voz, la del chino, que dice muy despacio: “cinco segundos, y cuatro, y tres…” Todo parece un sueño.

Y entonces suena mi teléfono móvil. Es Cristina: quiere saber si vino el lector raro, si ya se fue, que cómo era, que qué quería.

—A la noche te cuento —le digo—. Estamos tomando mates acá en casa. Más tarde te llamo, la Nina está viendo la tele. Un beso.

Cuando cuelgo, Woung saca la cabeza por la puerta de la cocina, sonriendo con su sonrisa de chino, y me dice:

—Tomás con sacarina y un chorrito de limón, ¿no? Como toda la familia.

—Sí, Woung —le digo—, como lo toman ustedes.

El chino no mentía. Dos años antes, yo había publicado en internet una teoría absurda sobre los platos voladores y la descendencia humana, una hipótesis de drogadicto feliz que únicamente pretendía hacer reír a los lectores de mi blog. En ella explicaba que los extraterrestres somos nosotros mismos en el futuro; es decir: son nuestros bisnietos, que están paseando en plato volador por esta época. Postulaba que en el futuro —y asumiendo que la tele transportación ya es un hecho consumado— estaría prohibido relacionarse con la gente antigua en los viajes temporales, dado que estos contactos, peligrosísimos, provocarían realidades paralelas, duplicación del instante y otros muchos contratiempos (nunca mejor usada la palabra). Mi teoría se basaba también en otras cosas. Una de ellas era que los extraterrestres suelen aparecer en momentos claves de la historia. En su cuaderno de bitácora, Cristóbal Colón apunta (hacia las diez de la noche del once de Octubre de mil cuatrocientos noventa y dos), que tanto él como otro tripulante de su carabela pudieron divisar “una luz trémula a gran distancia”, la cual se desvanecía y volvía a aparecer reiteradamente. ¿Podía ser tanta la causalidad? ¿No era más probable que haya sido un contingente escolar del futuro, de excursión por la historia, en vez de unos selenitas, los extraños acompañantes voladores del intrépido genovés?

El tema de las abducciones y desapariciones de personas era otro punto fuerte de mi teoría. Para mí, la gente que chupada por un ovni se va a mandar alguna cagada grande, y los del futuro lo que hacen es prevenir, como dios manda. Por ejemplo: un tipo está a punto de coger con una señora y nueve meses después nacerá un pequeño Hitler. Entonces vienen los del futuro y lo abducen al padre, para que no coja. Lo podrían castrar que sale más barato, es verdad, pero quién sabe si después el castrado no va y adopta. Los del futuro suelen estar en todo. A muchos no les quedaba claro (al evaluar mi teoría) por qué los extraterrestres hacen esos pictogramas tan raros en los campos de trigo. Y yo les revelaba que quienes trazan esos círculos perfectos son los bisnietos de los dueños de los campos, conocedores de que luego el antepasado cobrará un dólar la visita. ¡El negocio es redondo, como los propios dibujos! Si yo pudiera volar al siglo diecinueve, haría un par de garabatos de ésos en el patio de los Casciari, para fomentar el turismo mercedino y que mi familia haga unos mangos. Así que ahí estaba la explicación.

Hace dos años yo creía, un poco en serio, un poco en broma, en mis propios disparates. Y decía, además, que quería estar vivo para verlo. “A mí —escribía en mi blog— me genera mucha más ansiedad conversar con mi bisnieto que con un desconocido de Júpiter, con el que no tengo el menor lazo sanguíneo ni muchos temas de conversación”.

A veces hay que fantasear menos. A veces hay que callarse. Ahora, en mi cocina, había un chino que decía ser mi tataranieto. Un lector desquiciado, posiblemente, que antes de irse intentaría matarme. Yo estaba sentado en la mesa pensando en esto cuando él volvió de la cocina con la pava humeando y el mate.

—No quiero saber qué va a pasar conmigo —le dije—, no quiero saber qué va a pasar con las personas que quiero. No quiero que se te escape una sola palabra ambigua; no quiero pistas. 

El chino asentía en silencio.

—Respetá mi vida, Woung, respetá la felicidad de este noviembre en donde nadie se me ha muerto, quiero seguir acá un tiempo, no quiero que la sombra de tus datos me tapen el solcito— le dije al hombre que decía ser mi tataranieto—, lo que yo quiero saber del futuro es lo superficial, el chusmerío; soy demasiado cagón para todo lo que importa.

Woung me miraba serio y asentía. Ponía la boca como en el momento antes de escupir la gárgara, como diciendo: usted tranquilo.

—A no ser —le digo, con cautela— que yo en el futuro sea un líder de la resistencia contra las máquinas inteligentes; en ese caso, si soy un héroe y tu generación me idolatra, contame todo.

—No, abuelo. Usted no es nada de eso.

—Mejor, porque estoy a favor de las máquinas. ¿Y ustedes qué? —le pregunto— ¿Vienen seguido acá al pasado, o es una moda nueva?

—Viene bastante gente a comprar porro, porque allá casi no hay. Pero así como yo, a visitar antepasados, muy poco. Es un viaje incómodo, y bastante caro.

—¿No hay porro en el futuro? —se me pone la piel de gallina.

—Como haber hay —me dice Woung—, lo que ya no existe es esa cosa tan linda de ustedes, de armarlo, de ver la hoja, de fumar echando humo. De eso no hay más.

—¿Y cómo fuman porro ustedes?

—Tenemos tarifa plana —me dice—. Pagamos por mes un precio fijo, y hay empresas que te dan el servicio, directo a la cabeza.

—¿Están todo el tiempo drogados?

—¡No! Bueno, la mayoría no. Yo ahora estoy desconectado, porque estamos hablando. Pero si quiero un poco, parpadeo tres veces y ya me sube. Es práctico.

—Más que práctico. ¡Es buenísimo! —le digo— No hay que ir a comprar, no hay que esconderse por ahí, nunca llevás nada encima…

Empezaba a tranquilizarme.

—Y además no te hace falta fingir —me dice Woung—. Si estás drogado y se aparece tu vieja, parpadeás dos veces y ya estás pilas. El tiempo que haga falta.

—Qué maravilla, el futuro —le digo—. ¿Y cuánto sale por mes, la tarifa plana de porro?

—Hay varios precios. Yo tengo el servicio de Vodafone, que sale 11 minutos al mes.

—¿Once minutos?

—En el futuro no hay dinero —me dice Woung—. El valor más preciado es el tiempo. Todos nacemos ricos, digamos. Cada chico que nace, tiene unos cien años de crédito. Después crecés y vas gastando tiempo. ¿Querés comprarte una moto? Te cuesta seis meses. ¿Una casa? Un año y pico. Todo lo que comprás se te va debitando. Y todo lo que vendés, se te acumula.

—No entiendo.

—Imaginate que te vas con una puta —me dice Woung—. Una puta cobra 30 minutos un servicio completo. Cuando terminás de cogerte a la puta, vos tenés media hora menos de vida, y la puta media hora más. Es fácil.

—¿Y entonces quiénes son los ricos en el futuro?

—El concepto de riqueza varía según los intereses de cada quién. Por ejemplo, yo tengo veintitrés años, es decir, tengo un capital suficiente para tener siete coches, dos chalets, y darme la gran vida durante cinco años más y morir. O también tengo la posibilidad de vivir sin lujos hasta que cumpla los ochenta o los noventa. Cada uno hace lo que quiere.

—¿Y la gente que suele hacer?

—Hay de todo. Los conchetos se mueren jóvenes —me dice Woung—. Yo soy del grupo que vive despacio para llegar más lejos. Hasta ahora, mi gasto más extravagante fue el de venir a verte. Este viaje me costó tres años. Es carísimo.

—¿Te vas a morir tres años antes por mi culpa?

—No, no se mide de esa manera… Digamos que voy a vivir lo que me quede con la alegría de haber hecho lo que tenía ganas de hacer.

—¿Y el trabajo, entonces? —quiero saber— ¿Cómo funciona, cuánto gana la gente en el futuro?

—La gente gana exactamente lo que trabaja —me dice Woung—. El que trabaja seis horas al día, gana seis horas al día. El que trabaja cuarenta horas a la semana, gana eso. Y se puede vivir sin trabajar, pero claro, vivís menos.

—Entonces el trabajo cualificado no cuenta —digo—. Un carpintero que tarda dos horas en hacer una silla, y un poeta que tarda dos horas en componer un poema ganan lo mismo.

—Exacto: cada uno gana dos horas.

—¿Pero si el poema es maravilloso?

—Esa es una gran tara de tu sociedad… Creer que un poema puede ser más maravilloso que una silla.

—¿Y los ladrones entonces, qué roban si no hay dinero?

—No hay ladrones —me dice Woung—, ni crímenes económicos. Sólo, cada tanto, algún crimen pasional.

—Entonces habrá cárceles.

—No. Hay multas. Te multan con los años exactos que le quedaban de vida a la víctima. Si matás a un tipo de treinta años que tenía setenta de capital, tu multa son cuarenta años. Muchas veces significa pena de muerte. Casi nadie mata a nadie. Tampoco hay suicidios. ¿Para qué vas a suicidarte, si podés comprarte lo que quieras con lo que te resta de tiempo y morir en la opulencia?

—¿Entonces no hay malos?

—¡Claro que hay malos! Los pesados, por ejemplo. Esa gente que te cruzás en la calle y se te pone a hablar y te hace perder el tiempo. Los densos. Ésa es la gran escoria de mi sociedad. Los que tardan mucho para contarte un chiste, los que te hacen esperar en el auto, los que te invitan a fiestas aburridas… El que te hace perder el tiempo sin disfrutarlo; ésos, son lo malos.

—¿Y la política, cómo funciona?

—Ya te dije, no hay ladrones. 

—Pero me imagino que en cada país habrá un presidente, y que al presidente lo elegirán entre todos. Una democracia, algo así.

—Cuando acabamos con las enfermedades —me dice Woung—, y pudimos lograr que el mayor capital humano fuese la salud (es decir: el tiempo de sobre vida) acabamos también con el capitalismo y con el comunismo. Acabamos con todo. Nadie tiene nada que otro pueda robar para su beneficio. Si matás a alguien, no te quedás con su tiempo extra. Entonces, ¿para qué matarlo? En el mismo sentido, ¿para qué necesitamos democracia y boludeces si todo está en orden siempre?

—Me emociona esto que me estás contando, Woung —le digo sinceramente—, pero tiene que haber grietas, tiene que haber fallos. Somos humanos, y estamos hechos para cagarlo todo y hacerlo mierda. ¿Dónde está el fallo?

—Los fallos también son una tara de tu sociedad, abuelo. Con el tiempo las cosas irán mejorando mucho. Te lo garantizo.

Woung se fue de casa casi de noche, y me dejó una sensación extraña de paz. Estaba claro que yo no llegaría a vivir de esa manera (fumo demasiado para tener esperanzas a largo plazo) pero quizás Nina, mi hija, sí pueda ver ese mundo en donde el capital humano más importante es el tiempo. 

Parpadeé tres veces, no fuera cosa que el wifi de porro con tarifa plana durase todavía en el comedor de casa, pero no pasó nada. Entonces abrí la cajita feliz y me armé uno de los antiguos, de los que se enrollan con los dedos, de los que cuestan diez euros o veinte pesos en cualquier esquina. Y me quedé pensando en Woung, en el pasado, en los futuros posibles. Y en una cuestión de la que habla mucho Javier Marías en sus novelas, que tiene que ver con que la gente, a veces, te cuenta cosas que no querés saber. Pasadas o futuras, no importa. “No debería uno contar nunca nada, ni dar datos ni aportar historias ni hacer que la gente recuerde”, dice Marías. Un poco antes, cuando la Nina todavía no había nacido, fui el involuntario Woung de otra persona. Quiero decir, me metí en la vida de alguien sin pedir permiso, para narrar, desde el futuro, sucesos muy antiguos que el otro no me había pedido conocer.

El otro, en este caso, era un pintor argentino llamado Hugo Laurencena, con el que nosotros, el Chiri y yo, habíamos tenido un contacto muy breve en nuestra primera juventud. Breve y difuso. Mucho tiempo después encontré, por casualidad, su correo electrónico en una página web, y le conté la vieja historia que nos unía.

Vamos a ver, le decía yo en esa carta. Dejame que haga memoria. Esto que te voy a contar pasó hace casi muchos años, en Buenos Aires. El kiosco estaba en Santa Fe casi esquina Cerrito. Un drugstore, toda la noche abierto. Vos venías de Alexis, haciendo zigzag y hablando solo. Un borracho más a las dos de la mañana, pensamos nosotros. Los ojos colorados, media sonrisa. No me acuerdo qué nos pediste: cigarrillos, lo más probable. A esa hora no es difícil que se te pongan a hablar los borrachos. Estábamos acostumbrados. Chiri hacía, los viernes, horario nocturno en el drugstore, y yo le hacía al aguante. No tenía por qué, pero somos amigos desde la comunión, y ése no era un trabajo interesante; yo le daba charla, por lo menos. Vos apareciste borracho, pero con clase. Atrás tuyo entraron tres turistas ingleses (las dos chicas estaban buenas). Nos dimos cuenta que tenías clase porque a ellas les decías chanchadas llenas de altura. No sé cómo vino la mano, pero al rato estábamos tomándonos con vos unas Coronitas en el mostrador.

No te creímos una sola palabra. Nada de nada. Nosotros, antes de que llegaras, estábamos escuchando a Piazzolla en un grabador. Todavía no se había muerto Piazzolla, estábamos en el año noventa y dos, pero no era invierno. Cuando, en medio de tu borrachera, entendiste que aquello era La Muerte del Ángel, nos empezaste a hablar de Piazzolla, pero de un modo extraño. Como si lo conocieras. Chiri y yo nos mirábamos de reojo. Vos le decías “el Gato”, y decías que habías comido con él en no sé dónde. Un borracho con imaginación.

Al rato nos empezamos a caer bien. O nos caía bien la noche. Una de dos. Dijiste: 

—Tengo que volver a Alexis, pero en media hora vuelvo y nos vamos a mi casa a tomarnos la última — y te fuiste al cabaret, otra vez haciendo zigzag y hablando solo.

Chiri y yo teníamos poco más de veinte años. Ni vos tenías porte de puto viejo, ni nosotros de pendejos tiernos. Sin decirnos nada, supimos que no nos querías coger. Que no iba por ahí. Que posiblemente todo era tan simple como que te querías tomar la penúltima en tu casa, y no estar solo. Si hubieras sido un borracho denso, si no hubieras dicho treinta cosas inteligentes en media hora, habríamos cerrado el kiosco sin esperarte. 

Pero habías hablado, arrastrando todas las erres del mundo, de cosas importantes. Nos habías confesado que no entendías dos frases. Una: “Hace calor o soy yo”. La otra: “Cualquier cosita llamáme”. A nosotros nos pasaba lo mismo: no entendíamos cómo la gente era capaz de hablar sin entender, automáticamente, diciendo cosas que no tenían gollete. Pero solamente podíamos hablar entre nosotros sobre esas barbaridades. Por eso fue que cerramos el kiosco y te esperamos. Porque aunque estuvieras borracho y aunque nos mintieras una amistad con Piazzola, podías ver el mundo, el pequeño mundo, el más imbécil, tomándote unas Coronitas.

Volviste tarde de Alexis, haciendo zigzag. Metimos otras cervezas frescas en un bolso y te seguimos. Encaramos Cerrito. No me acuerdo por dónde fuimos, pero era cerca. Si tuviera un mapa (ahora vivo en Barcelona) o si estuviera cerca Chiri, que se acuerda de todo, te decía por dónde fuimos, pero es una parte que se me escapa de la memoria.

Era cerca de una embajada, eso sí. ¿La de Israel, la de Francia? Antes de llegar, quisiste cruzar por otra parte, había una barranca importante y a la tarde había llovido. El tema es que resbalamos, los tres. En realidad resbalaste vos, te agarraste de mí, yo de Chiri, y nos fuimos todos en picada. Nos pusimos de barro hasta el culo, pero la risa que nos dio valió la pena.

La cara del portero de tu edificio fue para hacerle una foto. Cuando te vio llegar con nosotros, tu cara llena de barro, nuestros ojos llenos de risa, hizo un gesto de “otra vez, don Hugo, ya está usted grande”. Tu portero te dio una botella de whisky casero, sin etiquetas. Dijo que alguien te lo había traido de regalo y lo había dejado en recepción. Nosotros mirábamos el edificio, demasiado imponente para que viviera ahí un borracho que no tenía dónde caerse muerto. 

Yo te creí lo de Piazzolla cuando entré al atelier y vi, pegada en la pared con una chinche una foto tuya, sentado a la mesa con Fellini. La puta madre. Después vimos los cuadros. Estabas terminando la serie de los zapatos. No me acuerdo si el Autorretrato estaba allí, o si lo vi más tarde, otro año, en otra parte.

Nos sentamos en unos sillones. Pusiste de fondo la MTV. Ni siquiera me acordaba al día siguiente de qué hablamos todo ese tiempo. Así que es imposible que me acuerde ahora. Desde que llegamos, borrachos paulatinos también nosotros, todo se me desdibuja. Solamente me queda una sensación de pequeño viaje al fondo de Buenos Aires, de conversación fluida, hiperactiva y absurda.

Creo que nunca supiste nuestros nombres. Nosotros te los dijimos un par de veces, porque vos lo preguntabas bastante, como cualquier borracho. Pero también como cualquier borracho nos bautizaste. Toda esa noche fuimos Tito y Cepillo. A Chiri le pusiste Cepillo porque tenía el pelo gracioso. A mí no sé por qué me bautizaste Tito.

El milagro de entrecasa ocurrió ya entrada la madrugada. Hablábamos de algo y dijiste que habías nacido el dieciséis de marzo. Obviamente, dije “yo también” con la sorpresa que te da descubrir esas idioteces en medio de la borrachera, en medio de las grandes ocasiones. Hiciste un escándalo. Me pediste los documentos, te cercioraste, después nos abrazamos y dijimos que éramos hermanos. Para festejar nos llevaste a la azotea. Vos corregime si me equivoco, pero creo que estábamos en un piso veinticinco. Por lo menos eso parecía. Ya en la terraza, incluso nos subimos al techito del ascensor. Más arriba no podíamos estar.

Yo jamás había visto Buenos Aires de ese modo. Chiri tampoco. Había un viento que acá en Barcelona no hay. Tampoco hay noches así, en el primer mundo. Además teníamos veinte años, y teníamos la cabeza llena de cosas. Proyectos, guiones, novelas. No éramos porteños, para que se entienda. Estábamos convencidos que íbamos a vivir de escribir, tarde o temprano. Y vos nos subiste a la parte más alta de una ciudad hermosa, y abriste ese whisky de regalo.

Me acuerdo unas pocas cosas más. Me acuerdo que cada vez estabas más borracho, pero que nunca perdías la clase. Me acuerdo de haber pensado: “Qué lástima, Hugo mañana no se va a acordar de todo esto”. Uno de los motivos por el que te escribo es solamente para que te acuerdes.

Había una bombita de veinte, encendida, colgando en la terraza. Detrás, todas las luces de la ciudad. Te la quedaste mirando un segundo, nos la señalaste, nos advertiste de su presencia invisible. Dijiste: 

—¡Miren la impertinencia de ese foquito!

Esa boludez nos quedó grabada, a Chiri y a mí, durante todos estos años. Me parece que descubrimos que la gente que pinta ve otra cosa, ve distinto de lo que ve la gente que escribe. Descubrimos, en ese segundo, que no había otra palabra posible para ese foco: era impertinente, y era maravilloso que un pintor, incluso borracho, lo supiera tan fácil.

Nos despediste en el ascensor de la terraza. Ni siquiera volvimos al atelier. Vos querías seguir, pero Chiri tenía que volver al kiosco temprano. Antes de irnos, nos pusiste de espaldas, mirando Buenos Aires y dijiste textualmente:

—Todo esto es de ustedes, Tito y Cepillo. Dios no tiene nada malo para ustedes dos.

Bajamos. Nos fuimos a casa llenos de barro y con la cabeza como dos tambores. Durante algunos días nos llamábamos a nosotros mismos Tito y Cepillo. Durante algunos días les contamos a nuestros amigos sobre aquella noche, que parecía un cuento. Y estábamos felices de haber sido tus amigos esas cuatro o cinco horas.

Durante mucho tiempo quise escribir algo con esto que rememoro hoy. Nunca lo hice, porque no creo que pueda explicar qué tuvo de raro, o qué tiene ahora de milagro. Las palabras no sirven para todo. Contártelo esta noche es una manera de no quedarme con las ganas de haberlo escrito. Además sigo pensando que vos no te acordás —que no te acordaste nunca—, y no está mal que casi quince años después te lleguen estas incoherencias a la memoria como si fueran un déjà vu.

Para mí Buenos Aires se puede resumir en esa noche. Todo lo bueno que te puede pasar con un desconocido, pasó ahí. Para nosotros siempre fue un acontecimiento onírico, un hecho inicial. Algo ya nos decía, por esas épocas, que el mundo era maravilloso. Y vos viniste a decirnos que además era nuestro.

Un abrazo, Hernán.

Dos semanas después de enviar esa correspondencia, Hugo me respondió un mail increíble desde Cuernavaca, México. Para empezar, me decía, tú no eras Tito. Tú eras Cepillo. Y después me contó que aquella noche, que yo siempre creí invisible en su memoria, también había sido importante para él.

“Yo estaba en mis peores momentos”, me escribió Hugo Laurencena, “había vuelto a Buenos Aires después de vivir diez años en New York, había estado muy ilusionado con el regreso, pero me encontré con mis compatriotas estupidizados, como de costumbre, y sin nadie con quien hablar. Aquella noche fue terrible porque ustedes me mostraron que empezaban, no que volvían. Me recordaron cosas, que se podía hablar con gente… Esa noche fue terrible, sobre todo el desenlace. Cuando ustedes se fueron mis lágrimas llegaron hasta la planta baja, y el agua invadió los pasillos y se deslizó por el hueco de los ascensores veinticinco pisos hacia abajo; yo desmayado en el piso y sin darme cuenta de nada de lo que ocurría. Fue suficiente: una semana después regresé a Norteamérica para siempre, gracias a ustedes, por culpa de ustedes, no sé, el asunto es que allí encontré nuevamente mi centro. Qué alegría me has dado con tu mail, hermano. El espacio y el tiempo de esa noche, siempre, será infinito. Laurencena”.

Le reenvié el mail con urgencia a Chiri, que entonces estaba casado y ya vivía en Luján. Él tampoco podía creerlo… El rompecabezas completo de aquella madrugada había acabado de armarse lejos de Buenos Aires, con sus protagonistas en tres puntos diversos del mapa. A veces uno, por deformación profesional, o de puro mentiroso —que es lo mismo—, mejora las anécdotas para que causen un mejor efecto en el papel, o en la sobremesa donde se narran. Pero eso no ocurre porque las historias, en sí, no tengan buenos ingredientes por sí mismas, sino porque a veces su mística, su esencia, está escondida.

A veces no es necesario mejorar la anécdota. En ocasiones sólo hay que peguntarle al otro, al difuso, al que aparecía borroso en el original, cuál es su versión del asunto. A veces las historias son mejores a dos voces.

A su regreso de México, por ejemplo, mi amigo Comequechu nos contó una historia. Dice que va paseando, con su mujer y su hija, por las calles de Jalisco y entonces descubre, a dos pasos, la imponente Universidad de Guadalajara. En la puerta hay un cartelito con información para turistas, y lee que allí están los bustos de todos los ganadores del premio Juan Rulfo de literatura, que concede esa casa desde 1991. Sin dudarlo, arrastra a su familia por los pasillos. 

—Vamos a ver el monumento a Cayota —les dice.

Ya no me acuerdo desde cuándo, ni por qué, Comequechu me dice Cayota en lugar de Casciari. En realidad, nunca se dirigió a mí usando nombre y apellido reales. En su cabeza siempre fui Cayota, y también lo soy para su mujer y para su hija, que me llaman de ese modo con toda naturalidad. Por eso a ellas no les sonó extraño el segundo sustantivo de la frase, cayota, sino el primero: monumento. El malentendido, sin embargo, tenía una explicación.

Un par de meses antes de su viaje a Norteamérica, Comequechu conoció la noticia de que yo había ganado un certamen literario llamado Juan Rulfo, pero nunca supo —no tenía por qué saberlo— que en el mundo hay dos premios con el mismo nombre. Uno bastante intrascendente que se otorga en Francia (el que gané aquel año) y otro importantísimo que se concede en México, y que no ganaré nunca. La diferencia entre ambas distinciones es abismal.

El galardón francés premia una obra puntual —un cuento, una novela corta— y ofrece una compensación económica discreta. El premio mexicano rinde homenaje a una trayectoria literaria, el cheque es suculento y, en efecto, cada ganador queda inmortalizado con un pequeño busto de bronce en el centro de exposiciones de la Universidad de Guadalajara, justo el sitio al que se dirigen ahora, con paso firme, Comequechu y sus dos mujeres.

En la sala principal del centro, sobre el mosaico ajedrezado y en medio de un gran silencio, los tres visitantes descubren por fin una breve fila de esculturas de metal, réplicas frías de escritores legendarios, y empiezan a buscar mi busto para sacarse, los tres, una foto conmigo.

Dan vueltas y vueltas alrededor de los bronces de Nicanor Parra, de Juan José Arreola, de Nélida Piñón, de Julio Ribeyro, pero no me encuentran por ninguna parte.

—Papá, papá, ¿dónde está Cayota? —pregunta Libertad, que entonces tiene cuatro o cinco años.

Un guardia de la Universidad, morocho y alto, que sigue al trío con la mirada desde el principio, se les acerca.

—¿Les puedo ayudar en algo?

—Disculpe —le dice Comequechu—, estamos buscando el monumento de Cayota, pero no está.

—¿Perdón, señor?

—Que estamos buscando el monumento de Cayota —repite Comequechu, más despacio—. ¿Todavía no lo construyeron?

Cuando Comequechu nos narra este diálogo, dos meses después de su viaje, el Chiri y yo nos desparramamos de la risa. Él todavía no conoce el error, y está convencido de que soy un mentiroso:

—¡Vos no te sacaste ningún premio, Cayota! —me dice— El policía me llevó con el rector, y yo le dije que era amigo tuyo, y que vos te habías ganado el premio Juan Rulfo de este año, y el rector se pensó que yo era amigo de Monte Hermoso.

—¡Monterroso! —corrige la mujer de Comequechu desde la cocina, y a nosotros nos duele la panza de la risa.

Algunas horas más tarde el Chiri y yo volvíamos a la Capital, después de haber pasado el día en la quinta de Comequechu, y no nos podíamos sacar de la cabeza esas imágenes mexicanas, absurdas y hermosas. Yo estoy seguro que fue allí, de camino a Plaza Italia, cuando Chiri utilizó por primera vez las palabras “anécdota mejorada” para referirse a esa clase de obsequio.

—¿Cómo habrá sido en realidad? —me preguntó.

—Yo creo que pasó por la Universidad de Guadalajara —intuí—, pero que ni entró.

—Pero entonces la historia se le tuvo que haber ocurrido ahí, los diálogos, todo.

—¿Y vos pensás que sabe que hay dos premios?

—¡Claro que sabe!

—No puede ser tan gracioso, el hijo de puta.

Quizá lo supiéramos desde antes, pero fue allí cuando le dimos verdadera dimensión a la honestidad que implica regalar una mentira donde es uno —el narrador— quien queda mal parado.

La mentira tiene mala prensa porque en general se utiliza con mezquindad: para sacar provecho, para vengarse de otros, para obtener crédito espurio, para fingir o alardear. Esa es la mala mentira. La buena mentira, en cambio, es generosa: ahí reside la única virtud de la mentira y de las mujeres feas. Ese pequeño detalle es lo que convierte a la mentira en arte, lo que le da categoría de ficción. 

La mentira es un alimento nutritivo, pero debe ser emitida para salvar a otros del aburrimiento, no para salvarse uno de su realidad o su frustración. La historia de Pinocho no es verdad, pero Collodi no escribió esa mentira para ostentar, ni para dejar de pagar la cuota del coche, ni para que los demás lo creyeran musculoso. Urdió esa mentira para entretener a la gente, como Comequechu aquella tarde. Fue generoso y tuvo su recompensa: no le creció la nariz.

Volvimos a nuestras casas, esa noche, pensando en cómo Comequechu había escrito aquella historia en su cabeza, palabra por palabra, en cómo había pulido los detalles en el aburrimiento del avión, y de qué forma maravillosa nos había emborrachado un poco para soltar el cuento en la sobremesa. Le admiramos los gestos, los giros (sacarse el premio, monte hermoso, o monumento en lugar de busto), la participación de su mujer desde la cocina, su enfado al creerme un embustero. Todos los detalles y los esfuerzos de una puesta en escena que, bien mirado, sólo tenía por objeto hacernos felices un rato, después de comer.

Ahora estoy seguro. Fue esa noche, durante el viaje a la Capital, cuando entendí que debía aprender, con urgencia, a narrar igual que hablaba Comequechu. Que lo que a mí me interesaba contar no era la pura verdad, ni tampoco era el puro cuento. Hasta entonces yo escribía, sin darme cuenta, borradores insípidos, pero la verdad es agua que empieza a hervir, y la ficción es fideo seco, deshidratado. No eran estos ingredientes separados, sin un buen palote de madera, ninguna sopa caliente que alimentara a nadie. No a mí, por lo menos.

Aquel cuento mío que ganó el Juan Rulfo francés, por ejemplo, fue la última historia que escribí engañándome a mí mismo, sin ponerle pasión, sin involucrarme como Comequechu en las sobremesas. Y fue también el último texto que envié a un concurso literario. Aquel premio, de hecho, era una de esas típicas miradas francesas sobre el mundo latinoamericano. Si querías ganar tenías que presentar una historia de pobrezas dignas, donde por lo menos alguien volara, donde hubiera palabras sonoras que un jurado pudiese adivinar por el contexto. Realismo mágico, lánguidos llanos calurosos, cuánta mierda.

Escribí aquel cuento sin nada mío, sin alegría. Puse todos los elementos que podían fascinar a un francés encantado de sí mismo: pestes, inundaciones, milagros, y más o menos setenta palabras que no existen en ningún país latinoamericano, pero que suenan bien: catinga, cueco, güiraina. Por supuesto, me dieron el premio. Nunca tuve en mis manos la edición impresa, en francés, de aquella antología de cuentos latinoamericanos en donde aparecía Ropa Sucia, mi última mentira literaria, pero me imagino que les habrá costado poner las notas al pie con los americanismos falsos. 

Dos semanas después de que Chiri acuñase la frase anécdota mejorada yo ya había vuelto a San Isidro y sonó el teléfono. Eran los franceses, que habían editado el libro con los cuentos premiados y querían hacerme un reportaje para Radio France Internationale.

La primera pregunta de la periodista, por supuesto, fue si mi cuento era autobiográfico, si realmente mi familia había sobrevivido al tifus comiendo papalla tierna, si realmente mi hermanito el Jesús, muerto en la riada, había resucitado. 

Estuve a punto de decirle que no, que era ficción, que yo vivía en San Isidro, al lado del hipódromo, pero me vino a la cabeza el almuerzo en la quinta de Comequechu. Su generosidad oral, la magia de sus medias verdades.

—En efecto —le contesté a la periodista, con un deje norteño— escribí el cuento después del tifus, como un desahogo… La peste había matado a mi padre y a dos hermanitos míos, y los pocos que quedábamos en casa nos fuimos acocochando, como zarugos alrededor de un fuego.

Del otro lado del teléfono la francesita anotaba todo, palabra por palabra, encantada de la vida. 

Mi esposa Cristina también es europea, y a todas las cosas raras que yo le cuento sobre mi juventud en Argentina las resuelve de dos maneras: o me dice ‘eres un mentiroso’, o me dice ‘eso es realismo mágico’. En el fondo odio bastante ese prejuicio. ¿Por qué si un asiático levita es yoga, pero si levita un colombiano es un cuento de García Márquez? ¿Por qué si un hindú prescinde de los ahorros de toda su vida es ascetismo, y si lo hace un argentino es corralito? Hay mucho racismo intelectual en Europa. 

Una vez le conté a mi mujer que al Director de Cultura de Mercedes, Alfredo Wiman, lo habían destituido del cargo por robarse un pan de manteca de un Minimercado. No me creyó ni siquiera cuando le mostré el recorte del diario local. 

—Tú y tus anécdotas mejoradas me tenéis harta —me dijo. 

Un día antes de la muerte de mi padre, por ejemplo, lo más complicado fue explicarle a Cristina que realmente teníamos que viajar a Buenos Aires. Los que vivimos tan lejos, con un Atlántico en el medio, sabemos (y nos aterra saberlo) que alguna vez tendremos que sacar un pasaje urgente, viajar doce horas en avión con los ojos desencajados, para asistir al entierro de uno de nuestros padres, que ha muerto sin nuestra cercanía. Es un asunto horrible que ocurre tarde o temprano, por ley natural. No es una posibilidad, es una verdad trágica que nos acecha cada vez que suena el teléfono de madrugada. Pues bien. Mi teléfono sonó una noche del año 2008.

—Tenés que venir —dijo mi madre, con la voz apagada de dolor, un jueves por la madrugada.

—¿Qué pasa?

—Papá se muere…

—¿Estás segura? —pregunté sin necesidad.

—Te estoy diciendo que se muere —se ofendió—. Él todavía no lo sabe.

—No le digas —aconsejé—, no hagas como siempre.

—No sé qué hacer, Hernán —me dijo llorando—, tenés que venir.

—¿Pudiste ver cómo se muere, cuándo?

—Accidente de tráfico, mañana viernes —me dijo con precisión milimétrica, y repitió— Tenés que venir.

Corté la comunicación con un nudo en la garganta.

Yo le había hablado muchas veces, a Cristina, sobre los presagios de Chichita, pero sin énfasis. Durante mis ocho años en España le conté anécdotas de mi infancia y juventud en donde mi mamá tenía clarividencias exactas y presentimientos puntuales, pero siempre lo hice restándole importancia, nunca le dije toda la verdad.

Y lo cierto es que la verdad me avergüenza. El que no ha nacido en una familia signada por las premoniciones no sabe, no puede saber cuánto sufre el hijo de una madre psíquica. Desde chico conviví con lo esotérico, sin desearlo en absoluto. Así como otros niños asumen que han nacido en una familia de carpinteros, o de intelectuales, o incluso de ciegos, yo asumí muy temprano que mi madre podía anticipar el destino. Nunca me pareció nada del otro mundo.

Al contrario. Cuando empecé a visitar a mis amiguitos, a entrar en otras casas y conocer a otras madres, me llamó siempre la atención que las demás señoras no tuviesen ni una pizca de percepción extrasensorial. Las madres ajenas esperaban ansiosas el boletín de calificaciones de sus hijos. En casa no.

Una vez, a los once años, me desperté contento para ir al colegio. Cuando estaba saliendo de mi habitación apareció Chichita, de la nada, y me reventó la cabeza de un sopapo. 

—¡Tres semanas sin televisión! —me dijo enojadísima— Y a ver si estudiás un poco, sinvergüenza. ¡Caradura!

Dos días más tarde, en la escuela, me entregaron el boletín, lleno de malas notas. Cuando se lo di lo firmó sin mirarlo, no le hizo falta.

Y así siempre. Toda la vida. Una vez, con mis ahorros, me compré un cachorro de foxterrier, precioso, juguetón, y cuando llegué a casa encontré a Chichita haciendo un pozo en el patio:

—Le va a agarrar moquillo —me dijo triste—. Se te muere el dos de mayo. Ponele nombre rápido así le mando hacer una lápida.

A Roberto y a mí nos arruinó, sin querer, todos los mundiales de fútbol. En mil novecientos ochenta y seis, casi un mes antes de que empezara el de México, Chichita salió a la plaza San Martín, con banderas y trompetas. En el noventa en cambio empezó a despotricar contra los alemanes desde abril. Y cuatro años más tarde, la tarde del partido inaugural, directamente nos dijo:

—Maradona se papea.

Por su culpa no podíamos enterarnos de nada a tiempo. Siempre supimos las cosas antes que nadie. 

Pero lo peor de todo eran sus premoniciones personales. Las madres corrientes siempre están en contra de las novias de sus hijos, es verdad. Pero como mucho dicen ‘esa chica no me gusta’, o ‘es muy grande para vos’, nunca pasan de ahí. Cuando yo le presentaba una novia a Chichita, ella iba mucho más lejos:

—Cuidado con esa tal Claudia —me dijo una vez de una rubia de la que yo estaba enamorado sin remedio—, tiene cara de mosquita muerta pero en dos años va a asfixiar a su hermano en un piletón.

Mi juventud fue un infierno. Supe de muertes, de desgracias, de felicidades y de premios literarios mucho antes de que ocurrieran. A los quince años ya conocía que me iba a tocar Aeronáutica en Córdoba. A los diecisiete mi madre me arrastró de los pelos a rehabilitación, justo seis meses antes de que yo empezara a coquetear con la marihuana.

Una tarde del año dos mil ya no soporté más y decidí dejar Argentina para siempre. Soñaba con tener una vida normal, sin adelantamientos trágicos. Quería una historia de amor con final incierto, una mascota con la que poder encariñarme a ciegas, un Mundial de fútbol con semifinales inesperadas. No sabía aún dónde ir, pero quería estar fuera del alcance de los vaticinios de mi madre.

Llegué a casa convencido de que había que tomar un nuevo rumbo. Ya pensaría cuál. Cuando entré a mi habitación la encontré a Chichita, llorosa, metiendo mi ropa en una valija.

—Te conviene Barcelona —me dijo—, ahí vas a tener una familia hermosa.

No quiero decir que me vine a España sólo por eso. Hubo muchos otros factores. Pero también es verdad que aquí, a doce mil kilómetros, lejos de sus vaticinios, he vivido cada instante con más tranquilidad. 

El día que vi, en directo, cómo caían las Torres Gemelas, sin que nadie me lo hubiera dicho antes, lloré de felicidad. ¡Qué alegría más grande fue para mí padecer, por primera vez, una tragedia al mismo tiempo que el resto del mundo!

Mea culpa, ya lo sé. Yo nunca le había hablado con franqueza a Cristina sobre los poderes de mi madre. Las visiones de Chichita eran mucho más que esas anécdotas edulcoradas que yo solté, tres o cuatro veces, al principio de mi relación. Pero yo no quería que mi mujer me creyese loco, ni mentiroso ni, lo que es peor, demasiado latinoamericano.

¿Cómo podía confesarle que Chichita podía ver el futuro con una claridad demoledora? ¿Cómo explicarle que su propia suegra era una bruja, pero no en el sentido doméstico de la palabra? ¿Cuál es el modo correcto de darle semejante noticia a un europeo de clase media?

Pero algo tenía que hacer. El reloj corría en mi contra y yo quería estar allí para el entierro, al menos. Iba a morir mi padre el viernes, en accidente de tránsito. Teníamos que viajar. Sí o sí. Y yo debía darle a mi mujer una razón lógica, primermundista, para volar con tanta urgencia a la otra punta del mundo. 

Mis propias omisiones, mis vergüenzas, me habían acorralado.

Le di muchas vueltas al asunto, pero al final no tuve el valor de ser sincero del todo. Tampoco era conveniente mentir demasiado. Decidí ofrecerle a Cristina una mentira escondida entre dos verdades. Es una técnica a la que también llamo sánguche piadoso.

—¿Qué pasa? —me preguntó sobresaltada cuando colgué con mi madre— ¿Quién ha llamado a estas horas? ¿Por qué tienes esa cara?

—Era Chichita —verdad de arriba—. Dice que mi papá está muy enfermo —mentira del medio—, tenemos que salir para Buenos Aires —verdad de abajo.

Ese mismo jueves, por la noche, conseguimos tres pasajes —dos adultos, una menor— para el viernes temprano. No pudimos salir antes porque había que encontrar billetes a precios razonables, hacer maletas, adelantar trabajo, etcétera. Hice lo que pude, pero nos fue imposible salir más temprano. Llegaríamos a Ezeiza el viernes a las nueve de la noche. Allí nos esperaría un taxi para llevarnos a Mercedes. Ciento ochenta kilómetros más (unas dos horas) y estaríamos por fin en mi casa paterna. 

Durante el vuelo, y aprovechando que la Nina dormía a pata suelta en un asiento de tres vacío, le dije a Cristina toda la verdad. El sánguche piadoso tenía como objetivo que se subiera al avión, era solamente un engaño puntual. A nueve mil pies de altura ya no era necesaria la mentira. ¿A dónde iba a ir la pobre? ¿Qué podía pasar si le decía la verdad?

Ocurrió lo peor; Cristina tuvo un ataque de nervios.

—¡Tres mil cuatrocientos euros más tasas! —gritaba en plena noche, con el avión a oscuras— ¿Cómo es posible que estemos tirando ese dinero sólo porque tu madre está loca?

—No está loca, Cris —intentaba calmarla yo—. Solamente es una madre especial. Nunca ha fallado un vaticinio, jamás en la reputísima vida.

—¡Nos estamos gastando los ahorros! —aullaba ella, enloquecida, mientras los pasajeros pedían silencio o se asustaban— ¿Cómo puedes creer en esas cosas?

—Creo en lo que veo, Cristina. No me importa si es sobrenatural. Yo soy incapaz de creer que un aparato de estos pueda volar con doscientas personas adentro, y sin embargo me subo. 

—¡No es lo mismo!

—Sí es lo mismo. Mi mamá ve para adelante, no falla nunca. En vida he visto caerse a muchísimos aviones, pero mi vieja no falló jamás un vaticinio.

Mi mujer me miraba con odio, como siempre que le gano las discusiones.

—Sólo te digo una cosa —me susurró, apuntándome con un dedo—: si tu padre no se muere, olvídate de mí. Y de la niña. Más te vale que tu padre se muera hoy.

Nina, despierta a causa de los gritos, nos miraba en silencio, con los ojos enormes. Una azafata le acariciaba la frente e intercambiaba miradas con otra azafata. Yo las vi.

En Ezeiza no nos dirigíamos la palabra. Estuvimos media hora como dos imbéciles viendo desfilar maletas en una cinta, cruzados de brazos o hablando sólo con Nina, en medio de una tensión espantosa.

A las diez en punto subimos al taxi que nos llevaba a Mercedes. Le dije al conductor que hiciera lo posible por llegar antes de la medianoche. Fue un viaje trabado, denso, en el que no pude disfrutar de un paisaje que hacía cinco años que no contemplaba. La llanura… Hacía tanto que no veía el horizonte real, las vacas sonsas.

Cuando pasamos Luján tuve ganas de empezar a llorar. Eran las doce menos cuarto y yo estaba volviendo a Mercedes para enterrar a mi padre. ¿Lo vería al menos vivo por última vez, o ni siquiera eso? ¿Podría escuchar sus últimas palabras? Recostado en el taxi nocturno, pasando Flandria, recordé una madrugada en la que el ascensor de mi departamento de Almagro se quedó entre el tercero y el cuarto, y tuve que salir por el hueco junto a otros dos pasajeros. Del lado de afuera, el portero nos decía que lo hiciéramos sin problemas, que no habría riesgos. Y entonces descubrí mi fobia a partirme en dos y me paralicé de terror. Sudando la gota fría, inmóvil de pánico, empecé a desarrollar imágenes de mí mismo saliendo de la cabina; imaginé que el artefacto volvía a funcionar en ese instante y que mi cintura quedaba en medio de la guillotina casual, partiéndome en dos como a un durazno. No podía moverme. Como mi abuelo Salvador era un poco campestre, crecí viendo a las gallinas correr unos segundos sin la cabeza, o a las ranas en la sartén mover las ancas a ritmo de foxtrot. Sabía que morirse en serio es posterior al desgarramiento que te mata. Sabía que siempre hay unos segundos donde falla el sistema (seas rana, cristiano o gallina) en los que la sangre sigue subiendo por la cabeza y te deja actuar por última vez, aunque estés muerto. Y gracias a eso tuve la lucidez del condenado: pensé que cuando el ascensor me cortara en dos mitades, yo sería un medio hombre capaz de entender el universo, capaz de reconocer el problema de la muerte. Y me creí con tiempo de hacer un último chiste antes de desangrarme. “Me pica el pie, que alguien vaya a planta baja y me lo rasque”, algo que le dejara claro a los presentes que yo moría, sí, pero sin dejar nunca de ser un comediante.

En eso pensaba mientras viajábamos con Cristina y nuestra hija al entierro de mi padre. Fue esa decisión, la de morir fingiendo felicidad, la que le ganó la guerra a la parálisis. Fue más grande el deseo de ser legendario que el miedo a que me aplastase la mole. Mayor el triunfo improbable de que mis amigos convirtiesen en leyenda mi forma de morir, que el riesgo posible a que me matase un ascensor en la madrugada de un martes. Y salí. Y no pasó nada. Ni muerte ni rasguño ni dolor. Salí de la cabina y, desde ese momento, empecé a pensar minuciosamente en mis últimas palabras. Y así nació mi segunda fobia: la de morirme sin decir nada. Sin últimas palabras. ¿Llegaría a tiempo para escuchar las de mi padre? Cuando divisé la ciudad de Mercedes supe también que uno deja de ser un chico cuando muere el padre. Había leído esa teoría mil veces, y la había comprendido. Pero entonces lo supe. Tuve ganas de que Cristina me abrazara, pero ella seguía con cara de culo, mirando para otro lado.

—Entre por la avenida Cuarenta, por aquella rotonda —le dije al taxista, que era porteño.

Entonces apareció mi barrio, las casas de mis amigos, los kioscos cerrados, las motitos con chicos nuevos encima. La penumbra de siempre, los mismos baches. El taxista seguía mis indicaciones, porque no conocía Mercedes. Le dije que pasara de largo por la avenida Veintinueve y que siguiera hasta la calle Treinta y Cinco, y después a la izquierda.

El choque fue justo ahí, en la esquina de la Treinta y Cinco y la avenida Cuarenta. Mi papá venía a pie, supe después, desde la casa de un cliente. El taxista se había volteado para preguntarme la altura de la calle y no lo vio cruzar. Lo agarramos de lleno, a la altura de la cadera. 

No fui al entierro.

Hernán Casciari