IV. Backstage de un milagro menor
49m

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El pibe que arruinaba las fotos

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La última vez que había estado en Argentina no existía mi hija. Cinco años después volvía a pisar el país, y no existía mi padre.

En la ocasión anterior estuve allí veinte días en los que, sin saberlo, abracé a mi abuela Chola por última vez. Mi memoria empezaba a sumar muertos, mala señal. También conversé con gente querida, padecí a Racing en directo y pisé Mercedes. Llegué a Ezeiza con un presidente y me volví a Barcelona con otro. Al regresar a Europa pasaron dos cosas, al mismo tiempo, que abrieron un círculo en mi vida: empecé a escribir unos cuentos en internet y Cristina me dijo que estaba embarazada.

Todo ocurrió en septiembre de dos mil tres: vivíamos en un departamento del barrio de Gràcia que entonces nos parecía suficiente. Yo tenía un empleo nocturno, tan nocturno que me lo retribuían en negro, porque mi ciudadanía italiana no llegaba nunca. Era un trabajo periodístico aburrido, facilón y mal pago que, sin embargo, me salvó el bolsillo en las épocas que no portaba una nacionalidad decente.

Me levantaba a las dos de la mañana y me iba a una oficina de la Rambla Catalunya. Debía estar allí hasta las nueve, la noche entera, haciendo una labor absurda que no requería más de dos horas. Para no aburrirme las cinco restantes, abrí un blog y empecé a escribir en él como si fuese un ama de casa de pueblo.

Tenía tan fresco todavía el viaje a Buenos Aires, tan presente la música oral de Mercedes, que me pareció divertido llegar a la oficina cada madrugada y hacer una caricatura de mi barrio, una exageración de mi familia, un chiste interno de aquel descontrol que me había empapado durante veinte días. No buscaba nada escribiendo aquello, pero inventarlo me hacía feliz.

Una de esas noches, mientras tecleaba los primeros cuentitos, inició sesión Cristina en el messenger (ella en casa, yo en la oficina) y sin decirme hola escribió:

—Vamos a ser papás.

Dejé al ama de casa del blog hablando sola, las luces prendidas del edificio, el ascensor abierto, las llaves puestas, y me escapé del empleo nocturno a mitad de la noche, pidiendo a gritos un taxi, para que Cristina me repitiera esas cuatro palabras a la cara. No buscábamos un hijo, pero la noticia me hizo feliz.

Todo lo que pasó desde entonces fue veloz, extraño e imprevisto. La panza de Cristina creció, mi culo creció, el blog del ama de casa se llenó de gente desconocida. Cada vez hacía menos sacrificios en el empleo nocturno: dedicaba las noches, ya casi al completo, a escribir aquellos cuentos, que sin querer se estaban convirtiendo en una novela rara y espontánea.

Yo sabía que, tarde o temprano, mis jefes se darían cuenta de mi inoperancia descarada, pero busqué hasta el final un equilibrio entre el mínimo esfuerzo y el ocio permanente. Entonces, una tarde, nació Nina. Al mismo tiempo acabé aquel blog del ama de casa y comencé otro de textos breves, en el que me dediqué a despotricar contra España con la voz de un argentino quejoso. Poco después, y gracias a esos hobbies, ya no tuve que ir a ninguna parte a fingir un empleo, porque había encontrado —sin buscarlo mucho— el modo de hacer redituable el ocio, aniquilando el esfuerzo por completo.

Cuando tuve todo el tiempo del mundo otra vez conmigo, e incluso papeles que me permitían salir y entrar de España, tampoco volví a Buenos Aires. Preferí traer aquí a personas queridas que nunca habían visitado Europa. Invité primero a mi hermana Florencia para que conociera a su cuñada; después a Roberto y a Chichita, para que conocieran a su nieta; al Chiri para el Mundial de Alemania dos mil seis, etcétera. Volver a un sitio no siempre es regresar, a veces volver es sentarse a tomar mate con los de siempre, donde sea. Cada vez que ellos venían a casa, yo de alguna manera cruzaba el mar. La última invitación había sido para Roberto y Chichita. Estuvieron en nuestra casa, en el pueblo pequeño donde vivimos ahora, pasando las fiestas del nuevo año dos mil ocho. Allí fue, entonces, donde mi padre me dijo sus últimas palabras, donde nos abrazamos por última vez, donde conversamos sobre alguna cosa. ¿Quién nos dirá de quién, en esta casa, sin saberlo nos hemos despedido? 

No recuerdo sobre qué habrá sido nuestra última conversación cara a cara, pero lo puedo adivinar, porque nunca tuvimos muchos temas. El fútbol nunca fue un monólogo en mi vida, sino una interminable charla entre dos hombres. Cuando Chichita estaba pariendo a mi hermana, a finales de junio del setenta y cuatro, Roberto y yo nos escapamos de la Clínica Cruz Azul al Bar Avenida (que está enfrente) porque televisaban la semifinal del mundial de Alemania. Allí, supongo, comenzó la conversación entre Roberto y yo. Yo tenía tres años. Él acababa de cumplir los treinta. 

La charla siguió en las tribunas del Carlos Quinto, en Flandria, y en las plateas de la calle Pavón, donde una noche se cortó la luz mientras Rosario Central nos paseaba; yo tuve miedo, y sentí su mano. Una tarde de invierno, en el setenta y ocho, Paolo Rossi acababa de convertirle un gol al seleccionado de Austria. Era la primera vez que yo estaba en un Mundial; la suerte había querido que fuese en casa. Roberto había hecho malabares para que Chichita me dejara ir: yo era muy chico, y se rumoreaba que podían poner bombas en la cancha. Pero él insistió. Le dijo a mi madre: 

—Si no lo llevo al Mundial en su propio país, ¿vos te pensás que cuando sea grande me lo va a perdonar? 

Me resultó conmovedora esa fiesta de los ojos, todos aquellos gritos y colores; entonces le pregunté a Roberto cada cuánto tiempo habría mundiales en la vida. Me dijo que cada cuatro años, y empecé a medir nuestra historia con esa vara. Creo que tardé todo el segundo tiempo en sacar la cuenta (porque la matemática nunca fue mi fuerte) pero al rato concluí que durante el próximo —el del ochenta y dos— yo ya tendría once años. “Mierda, voy a ser grande”, me dije desde la pequeña altura de mis siete. 

Durante el partido inaugural del Mundial de España, otra vez le pregunto a Roberto cuándo será el próximo mundial. “En el ochenta y seis”, me dijo, un rato antes de que Bélgica nos metiera ese gol injusto, en orsai clarísimo. “Carajo —pensé— esta vez sí voy a ser grande”. En esas temporadas de mis once años, la frontera entre chico y grande eran los catorce. No sé por qué, cuando sos chico alguien de trece todavía puede ser un amiguito, pero alguien de catorce ya es un señor y te caga a palos. 

Cuando llegó México ochenta y seis yo ya tenía quince y me di cuenta de que, a pesar de mis predicciones infantiles, todavía no era grande: era pajero. Así que mientras Maradona hacía magia y Roberto cruzaba los dedos para que Bilardo perdiese, yo volví a sacar la cuenta con la mano que me quedaba libre. “En el año noventa, cuando empiece el mundial de Italia, me dije, tendré casi veinte: entonces sí voy a ser grande”, y me metí por cuarta vez al baño sabiendo que tenía el futuro asegurado. 

Pero en el noventa, más que grande, me había convertido en drogadicto. Drogadicto es un escalón mayor que pajero (en la escala social, digo) pero por alguna razón secreta ambas actividades se desarrollan en los baños. En el noventa y cuatro fue el Mundial de Estados Unidos y creo que aún seguía siendo un drogadicto, ya no me acuerdo. No acordarse, en este caso, es la clave que posiblemente lo confirme. El asunto es que, por alguna causa, ser grande fue siempre una especie de horizonte que se movía conforme yo avanzaba, y mi padre conmigo. 

Para el Mundial de Francia ya había dejado de ser un drogadicto y me había convertido en un vagabundo. Y en el Mundial de Japón ya era, como por arte de magia, un inmigrante. Pero la conversación interminable con Roberto Casciari siguió por teléfono, y por chat, y por mail. Fue un parloteo incesante que duró seis Mundiales, que empezó en Alemania setenta y cuatro y acabó en Alemania dos mil seis. Fue una conversación feliz que duró más de treinta años.

Ahora, a los cuarenta y tres minutos del segundo tiempo de cualquier partido, comprendo que no va a sonar nunca más el teléfono. El fútbol se ha convertido en un deporte. En un monólogo triste.

Una semana después de su muerte yo tenía que presentar mi primer libro en Buenos Aires, y no tenía de dónde sacar fuerzas. Estaba en la Argentina, después de cinco años; era una bolsa llena de nervios y de ansiedad. La gente de la editorial pensó que la presentación debía hacerla algún famoso, un personaje conocido del ambiente. Alguien a mi lado que hablara de mis virtudes y que oficiara de moderador. Yo les pedí, de rodillas, que no organizaran un evento de ese tipo, les dije que la gente famosa me hace tartamudear, que con alguien conocido al lado me costaría un perú sentirme cómodo.

—Además estoy hecho un chancho —les revelé—, y tengo acento gallego, y acaba de morir mi padre. No me lo hagan todavía más difícil.

—Pero es la presentación de tu libro —argumentaron—, y tiene que haber un presentador, ¿o querés estar ahí solo?

—No, solo ni en pedo.

Yo me doy cuenta, a veces, que mi intransigencia parece absurda. Que cancelo caminos sin abrir puentes. Que planteo los problemas pero no ofrezco una puta solución. Pero no son caprichos vagos: es que puedo oler el careteo a kilómetros de distancia, y hace muchos años decidí dejar de sonreír sin ganas. ¿Qué voy a hacer yo al lado de un tipo que no me conoce y al que no conozco? ¿Fingir qué, para qué? ¿Y qué voy a hacer ahí solo, muerto de miedo, si hace siglos que desterré el esfuerzo de la responsabilidad y de la compostura?

—Hagamos lo siguiente —me propusieron las chicas de la editorial, que son un canto a la paciencia—: nosotras vamos buscando el lugar, alguna librería grande de Buenos Aires, y vos, mientras tanto, pensá en el nombre de algún personaje conocido que no te intranquilice mucho. Pero necesitamos un presentador, Hernán: sí o sí.

Estuve tres noches dándole vueltas al asunto, recorriendo de punta a punta la encrucijada, en vano. Ya casi estaba al borde de aceptar a cualquier famoso que me propusieran, pero cuatro días antes, mientras cagaba, tuve una revelación fundamental. A veces ocurre que las soluciones se encuentran tan al alcance de la mano, las respuestas tan a la vista, que somos incapaces de verlas con claridad. Hablé por teléfono con las chicas de la editorial y les comuniqué, lleno de alegría, mi decisión:

—Quiero que el presentador sea el Chiri —les dije.

Del otro lado del teléfono se hizo un silencio.

—¿Quién?

—El Chiri —repetí—. Es el único que me tranquiliza.

—¿Pero es conocido?

—¡Claro! Lo conozco desde que hicimos la Comunión.

Intentaron hacerme entrar en razones, primero con delicadeza y después con súplicas. Pero yo ya había tomado una decisión inquebrantable. O el presentador era Chiri o me volvía a España y que se metieran los libros en el culo.

Tuvieron que aceptar.

Una vez que, a regañadientes, me dieron el sí definitivo, me faltaba convocar al conocido en cuestión. Entonces mandé un mensaje de texto al teléfono del Chiri:

¿Podés hacerme quedar mal adelante
de mucha gente, el 16 de julio a la nochecita?

A los cinco minutos sonó la chicharra del teléfono. Mi amigo había escrito:

Por supuesto bombón,
decime dónde hay que ir.

Una vez que todo estuvo en orden, me dediqué a mi mujer y a mi hija. Ellas no conocían las calles de Buenos Aires, nunca habían visto librerías tan inmensas; yo tampoco conocía mis propias calles con una hija de la mano, ni conocía las librerías de Buenos Aires con libros que llevaran mi nombre. Fueron un par de semanas en las que me costó enfocar la felicidad y la tristeza en sus medidas exactas. Mi padre había muerto; mis libros estaban en Buenos Aires, y tanta gente quería ir a la presentación que hubo que conseguir un teatro para que entraran todos. Sí, lo que quieras, pero tu padre ha muerto. Y así. Todo lo que ocurría era de una intensidad desbordante, pegajosa. Y yo quería estar en todas partes al mismo tiempo. ¿Qué vería Nina cuando viera, desde el taxi, el Obelisco? ¿Entendería Cristina, a un golpe de vista, que eso que parece un mar es en realidad un río? ¿Qué veré yo cuando vea a mi fantasma de veinte años bajar por Leandro Alem, de noche, fantaseando con ser un escritor?

Pero yo no veía nada. No podía ver nada.

En todas partes lo veía a Roberto.

De todas formas intentamos pasear un poco. Íbamos en un taxi por la avenida Álvarez Thomas, desde La Plata hasta San Isidro. Al llegar a la esquina de la calle Lugones el semáforo nos detuvo y entonces pude mostrarle a mi hija la fachada de una casa:

—Mirá, Nina, fue ahí —le dije—. En ese balconcito el Chiri me acuchilló.

Mi hija alzó la cabeza y vio la ventana triste que todavía, veinte años después, estaba sin pintar. Se emocionó al reconocer el escenario: fue como si hubiera llegado al bosque original de Caperucita y el lobo. Después me pidió que le mostrara la cicatriz y que le contara otra vez el cuento. Abrí los dedos de la mano derecha y le dejé ver la herida. 

—Todavía se ven los puntitos donde te cosió el doctor.

A Nina, antes de dormir, le cuento historias reales que me ocurrieron en mil novecientos ochenta y nueve. No sé por qué resultan ser las más adecuadas, supongo que se trata de un tiempo sencillo, intenso, donde ocurrieron cosas que un chico de cuatro años puede entender con facilidad: una temporada llena de sorpresas. Fue la época en que acabamos el colegio y con el Chiri nos fuimos a vivir a Buenos Aires.

A mi hija le gustan las tramas en donde hay chicos que se van de casa a vivir aventuras nocturnas, sin adultos, con brujas y con cuchillos. Y más aún si uno de los chicos, generalmente el más gordito, es también su papá.

—Contame desde el principio.

Como el semáforo seguía en rojo, hice memoria y me recosté en el asiento.

Fue la noche en que Dustin Hoffman ganó un Oscar por la película Rain Man, le dije a Nina. Una madrugada de abril. (El taxista, creo, puso atención.) Estábamos en la plaza San Luis, aguantando despiertos la última noche mercedina antes del gran viaje hacia la edad adulta. Durante toda la secundaria habíamos querido que llegara el día de irnos a la Capital, y ahora solamente faltaba que saliera el sol. Con el Chiri hicimos planes. Conversamos sobre el futuro.

—¿Qué es el futuro?

Para nosotros, el futuro era esa casa, la que está justo ahí en la esquina. No era una casa para nosotros solos, sino un cuarto chiquito adentro de una casa: una habitación en alquiler. Íbamos a compartir la cocina y el baño con una señora, con una viuda desconocida que, para peor, era directora de una escuela.

—Una bruja.

Exacto, nos íbamos con una bruja. Aquello no estaba en nuestros planes cuando fantaseábamos con vivir lejos y solos, pero tampoco estaba en nuestros planes la hiperinflación. Ni mis padres ni los de Chiri tuvieron resto, en aquel tiempo de australes devaluados, para alquilarnos un departamento. La opción era vivir en la casa de una bruja o quedarnos en Mercedes. Ni siquiera lo dudamos.

La señora se llamaba Tita y tenía una amiga en común con mi madre; por ese camino había aparecido la opción del hospedaje. Ella tampoco tenía planeada la hiperinflación, y tuvo que alquilar la pieza a dos jóvenes desconocidos. Caímos a su casa con algunas referencias falsas que daban a entender que nosotros, el Chiri y yo, éramos chicos saludables y normales, hijos de dos familias decentes de pueblo. La segunda parte de la frase era verdad.

Chichita, como es lógico, se sentía responsable por nuestro comportamiento en casa de Tita. La mañana del viaje nos recomendó cien veces que no hiciéramos nada fuera de lugar, que no pusiéramos la música alta, que no metiéramos melenudos adentro de la pieza, que no fumáramos porquerías. Es decir, nos enumeró sus propios padecimientos desde el año ochenta y seis.

Con el Chiri tuvimos la intención, profunda y sincera, de ser personas excelentes durante el tiempo que viviéramos en la casa de Tita. Siempre nos costó una barbaridad esquivar la tentación de enloquecer a una vieja, de asustarla, de volverla loca, pero nos prometimos hacer un esfuerzo con ésta en particular. Si entrábamos a aquella habitación con el pie izquierdo, una enorme patada en el culo nos devolvería a Mercedes. Y no queríamos eso.

Con dos bolsos llenos de tupperwares con milanesas, algo de ropa y unos cuantos libros, tocamos el timbre un 30 de abril de 1989, pasado el mediodía. Tita nos abrió la puerta y nos recibió como a dos alumnos que se han portado mal y deben hablar con la directora. En su gesto se mezclaba el compromiso asumido y el hastío por venir.

Nos mostró la habitación —un entrepiso, con ventana a la calle, un escritorio y dos camas—, nos enseñó el baño y la cocina comunes, nos cobró por adelantado la primera mensualidad, nos dio un solo juego de llaves y después, sin ganas, como si leyera un texto ajeno, nos dijo que allí estaba ella, para lo que necesitáramos.

Dejamos nuestros bártulos sobre la cama y nos fuimos a pasear, con la excusa de hacer trámites universitarios. Buenos Aires era, por fin, nuestra ciudad. Las llaves que teníamos en los bolsillos no eran las mismas de ayer, ni tampoco eran copias de las que tenían nuestros padres. Compramos libros viejos en los puestos de Plaza Italia, comimos pizza, visitamos gente.

Por la noche hicimos algo que todavía hoy nos avergüenza: desde un teléfono público llamamos a Tita (a nuestra casa, a nuestra casera) para avisarle a la mujer que estábamos bien, que no iríamos a cenar, que no se preocupara. Ella nos interrumpió:

—No hace falta que me llamen para avisar esas cosas —dijo.

Entendimos, ruborizados, que nos estábamos pasando de buenos.

A las dos de la mañana volvimos a nuestro nuevo hogar para pasar allí la primera noche. Estábamos exultantes. Por no hacer ruido, ni siquiera tocamos la guitarra. Nos acostamos cada uno en nuestra cama e intentamos dormir. Chiri lo consiguió enseguida, pero a mí me molestaba un hilo de aire que entraba por la ventana, y permanecí insomne.

Me levanté y fumé un cigarro mirando la calle; me sentí mayor de edad, invencible. Vi los coches y los colectivos que pasaban por la avenida Álvarez Thomas. Veinte años más tarde yo pasaría en taxi por allí, me detendría un semáforo, y le contaría a mi hija los detalles de esa noche.

Tiré la colilla a la vereda y quise cerrar la ventana para dormir. Pero la ventana no cerraba: por eso entraba el frío. Una de las hojas de madera estaba hinchada y no calzaba bien en el marco. Hice fuerza, pero no logré encajarla. Tendría que haber desistido, tendría que haberme ido a dormir. Pero yo esa noche era invencible.

Saqué de mi bolso un cuchillo de cortar carne (de la marca brasileña Tramontina) y, usándolo como destornillador, quité el marco de la ventana. Me senté en la cama y, con el mango del cuchillo como maza, empecé a martillar el desnivel de madera para aplanarlo. Chiri se despertó a medias:

—Gordo —dijo—, la concha de tu madre —y se tapó las orejas con la almohada.

Traté de hacer menos ruido. Martillé con suavidad uno o dos minutos, pero la suavidad no es amiga del martillazo. Fumé otra vez en silencio; dejé pasar los minutos. Cuando sospeché que Chiri ya estaría en una fase profunda del sueño, volví a dar golpes masculinos en la ventana. Pum, pam, pim. Imagino que me excedí, o que me concentré demasiado.

Lo que sigue pasó en tres segundos: Chiri se despertó enloquecido, me dedicó otro insulto y, con un ademán sonámbulo, me arrancó el cuchillo de la mano. Tiró el cuchillo por la ventana abierta y se volvió a dormir. Tres segundos, y otra vez silencio.

Me bajó la presión, pero no supe porqué. Cuando ocurre en las películas parece un efecto dramático, pero a mí también me pasó: no me di cuenta de nada.

No sentí que los dedos —el índice y el mayor— me colgaban de la mano. No hubo un dolor instantáneo. Fue como en las tormentas: ahora el rayo mudo, después el trueno ciego. El rayo de mi dolor fue una humedad en la pierna. Noté, antes que nada, el borbotón de sangre tibia cayéndome por la rodilla, después por la sábana. La hoja del tramontina, que yo usaba como mango de martillo, me había rajado los tendones hasta el hueso. Mi amigo y verdugo dormía otra vez; lo tuve que despertar.

—Chiri —susurré, pálido—, tengo sangre en la mano.

No quise alarmarlo, pero también había salpicaduras gruesas en las paredes, en el suelo, en su frazada. Llamé de nuevo:

—Chiri, ayudáme, me cortaste en serio.

Chiri dormía, o se hacía el enojado. O quizás estaba enojado y se hacía el dormido. Me anudé los dedos con la sábana para dejar de chorrear, y entonces sentí el dolor, un dolor bestial que me llegó al cerebro con el espesor de un relámpago. Grité. Grité mucho. Grité como una cantante de ópera que ha visto a su perrito muerto.

Chiri por fin se despertó. Saltó de la cama, se puso de pie y empezó a enfocar la escena. Cuando dejé de gritar mi amigo vio a un gordito de color amarillo, desinflado, sentado en la cama y bañado en sudor. Vio los latigazos de la sangre en el empapelado de la habitación, los vio en el mosaico y en su propio piyama. Pero aun así no entendió lo que estaba pasando.

Yo no podía explicarle la situación con palabras, no tenía palabras. Se me ocurrió la idea (desatinada) de quitarme el revoltijo de sábanas pegajosas y mostrarle los dedos que colgaban de mi mano derecha. Al ver el estropicio, Chiri hizo tres cosas.

Puso los ojos en blanco. Vomitó. Se desmayó.

Fue la única vez en la vida que vi a un ser humano hacer aquellas tres cosas, tan divertidas, al mismo tiempo. De no ser por el problemón en la mano, lo hubiera aplaudido hasta reventar. En cambio, me senté otra vez en la cama y, como pude, me hice un torniquete y me empecé a reír. Me reí como un loco, traspasado por el dolor. Era un tiempo de grandes, de maravillosas aventuras, y yo sabía lo que estaba a punto de pasar de un momento a otro. Tenía que pasar. Por eso miré la puerta de la habitación con una sonrisa, por eso hice un silencio teatral y me quedé congelado de alegría, esperando que se moviera el picaporte.

Era el momento en que Tita debía aparecer por la puerta. En aquella época las cosas siempre salían bien. Había un hombre semidesnudo en el suelo, inconsciente, sobre un charco amarillo. Había un gordo deshidratado, con una sábana envolviéndole los dedos. Había enormes surcos de sangre, mares de sangre, y una ventana rota en tres pedazos. ¿Cómo no iba a entrar entonces la mujer? En el año mil novecientos ochenta y nueve todo ocurría como si un guionista borracho dictara las entradas y calculara los mutis con precisión de relojero. Las desgracias causaban risa y las brujas de los cuentos, disfrazadas de caseras, entraban sin golpear y veían una puesta en escena maravillosa.

El semáforo se pone verde, la vida sigue. Ahora otra vez volamos por la noche de Buenos Aires. A Nina le gustan los cuentos sobre chicos que se van de casa y viven aventuras donde hay brujas y cuchillos. Por eso se da la vuelta, se pone de rodillas en el taxi, y se gira hacia atrás, para ver por última vez la ventana donde ocurrió aquello, en la esquina de Lugones y Álvarez Thomas. 

Le doy la mano, contento. Ella me acaricia las cicatrices.

A las siete de la tarde del día siguiente el teatro Margarita Xirgu está en silencio; una multitud de lectores ha llegado desde diferentes lugares de Argentina para oír la presentación de un libro. En una mesa vacía, sobre el escenario, esperan dos personas que se conocen desde hace, exactamente, treinta años. Uno ha llegado allí desde Luján; el otro, desde Barcelona. El más gordo de los dos ha escrito un libro; el más flaco está ahí haciéndole el aguante, como corresponde. El que se llama Chiri, muerto de miedo, empieza a hablar.

* Dice el Chiri:

En los pueblos, que es de donde venimos, es muy raro que de chico te llamen por tu nombre real. Lo más común es que te rebauticen. Puede ser por características físicas singulares, como fue el caso del Gordo; por situaciones anecdóticas de la infancia, como le pasó a nuestro amigo Comequechu, adicto al queso desde muy chico; o por derivaciones de nuestros nombres de pila, como es mi caso.

Me llamo Christian, con una hache entre la ce y la erre. El que me puso Chiri fue el Gordo Casciari, en la época en que cada uno ya iba teniendo sus apodos personales: el Chino Silvestre, Pachu Wine, Chicha Dematei. Tengo recuerdos bastante claros del momento en que lo hizo. También me acuerdo que a los pocos días todo el mundo me llamaba Chiri.

Antes de eso, el Gordo había intentado llamarme de varias formas distintas. Me acuerdo de por lo menos dos. Una de ellas fue Baso, que era una deformación de mi apellido. Después probó con Cabeza, por razones estrictamente físicas. Pero ninguno tuvo la virtud de prender en la gente, como tiene que suceder con los apodos perdurables.

Hasta que un día, conversando en el patio de la Escuela Normal, en Mercedes, y mientras nos preguntábamos qué sentido tenía la letra hache en mi nombre, el Gordo me dijo: Ya está, vos tenés que ser el Chiri.

Teníamos once años.

Yo no entendía el esfuerzo del Gordo por ponerme un nombre a toda costa. Con el tiempo entendí: me estaba dando un papel en su reparto de personajes.

Cuando me casé y me mudé a Luján, poco antes de los treinta, nadie sabía que a mí me decían Chiri. Y la verdad es que yo no hice ningún esfuerzo para que mis nuevos vecinos lo supieran. De repente la gente volvió a llamarme Christian, y el uso del Chiri quedó relegado al círculo de amigos más íntimos. Todo anduvo muy bien, por supuesto, hasta que el Gordo Casciari empezó a hablar de mí por internet.

(Las personas, en el teatro, ríen. Chiri se tranquiliza un poco.)

Mas allá de esta cuestión que tiene que ver con la popularidad involuntaria, hay una cosa puntual que me preocupa todavía muchísimo más. Me genera terror saber que buena parte de mi biografía esté ahora en manos del Gordo Casciari. Por eso no me divierte su éxito. Para nada. Y además veo, con horror, que cada vez hay más gente que lo lee. Todo mi entorno, por ejemplo. El inmediato, pero también aquellas personas a las que uno no les contaría ciertas cosas. Cada vez son más los que me dicen: 

—Che, ¿viste lo que publicó el gordo de vos en internet?

Y yo tiemblo.

Algunos de mis allegados se han hecho fanáticos, y me persiguen todo el tiempo con preguntas idiotas. A mí me rompe las bolas que me pregunten si es verdad la historia de los canelones. Me parece bien decirlo ahora, ante ustedes, por si nos llegamos a cruzar a la salida del teatro.

Me da miedo lo que pueda suceder de acá en adelante. Y me pregunto adónde me llevará toda esta locura, si de la noche a la mañana estoy en un teatro repleto de gente hablando de mí.

Según él, nos conocimos durante la Primera Comunión. Sin embargo yo tengo un recuerdo anterior de él grabado para siempre. Y lo voy a contar ahora.

Camino por la calle treinta y cinco, seis meses antes del texto de Hernán. Probablemente estoy volviendo de la casa de mi abuela materna, porque queda de paso. Tengo siete años, a lo mejor ya cumplí los ocho. En los escalones de la puerta de la casa de Hernán, un grupo de chicos, en silencio, escucha una melodía triste y dulzona que brota de un pequeño acordeón a piano.

El que está detrás del instrumento es un gordito engominado para atrás, que gesticula emocionado mientras avanza la melodía y sus manos acarician el teclado. Me alejo del lugar un poco triste porque quiero quedarme con esos chicos, pero no los conozco.

Yo no sabía que aquella era la única melodía que el Gordo podía ejecutar en aquel instrumento, y en cualquier otro. Sus oídos siempre estuvieron sellados para la música, cosa que él aceptó muy temprano. Pero de todos modos, si lo pienso un poco, no es raro que el primer recuerdo que tenga de él sea ése. Hernán en el centro de la escena, cautivando a sus amiguitos.

Siempre fue igual. Ya en la primaria las maestras elegían sus redacciones para leer en voz alta, y nosotros esperábamos ese momento porque nos divertía.

Una vez en quinto grado, en la hora de Lengua, la señorita Nélida nos pidió que completáramos una historia a partir de esta consigna: los exploradores apartaron las ramas, y detrás apareció la ciudad perdida.

Toda la clase continuó con la historia de los exploradores. Hernán se quedó en las ramas, y contó la historia de dos hormiguitas que cayeron al vacío, a causa del manotazo de un explorador. En ningún momento habló de la ciudad perdida. Las únicas protagonistas del cuento fueron esas dos hormigas. Al día siguiente la señorita Nélida llamó a Chichita:

—No tiene nada que ver con lo que pedí, pero lo que hizo tu hijo es genial.

Hernán era un nene que escribía de verdad, como los escritores de los cuentos que a mí me gustaban. La semana pasada, mientras revisaba una caja llena de papeles viejos, apareció un cuaderno con varias cartas escritas por el Gordo. Eran del año noventa y uno. La época que vivíamos en Almagro.

Creo que viene al caso leerles algunos fragmentos, un poco para que vean cómo escribía el Gordo a los veinte años, y otro poco porque su contenido me parece muy oportuno, teniendo en cuenta este momento.

Las cartas están dirigidas a mí. Y en ellas él finge graves problemas, literarios y personales. Me las daba en mano, ¡porque vivíamos juntos! Pero después me pedía que las dejara bien a la vista, por las dudas de que se hiciera famoso y yo me convirtiera en su biógrafo. Estaría bien leer algunos párrafos:

* 2 de febrero. Todavía no sé de qué manera pedirte disculpas por el retraso de ésta, Christian, que he postergado a causa de mi larga convalecencia. Qué va a hacer, hermano, la lepra me tiene mal.

8 de marzo. Los pedazos de carne se me caen por todos los rincones, y para peor el original de mi último cuento quedó debajo de una gran mancha de pus.

12 de diciembre. Estoy a punto de quedar ciego porque la vela que uso para escribir de noche se ha consumido, y ahora mis escritos ocurren cada vez que pasa un auto con las luces altas encendidas.

3 de junio. Estoy un poco mejor, pero el frío me está matando (Mademoiselle Boniface me ha echado de la pensión). Por suerte hice amistad con una prostituta del barrio bajo y ella es quien me alimenta y me trae mi botella diaria de ginebra. Lamentablemente Claudine ha contraído la coquelouche y creo que me la ha contagiado.

* Es raro, pero Hernán, de chico —y mucho más de adolescente— se comportaba como un exiliado. Amaba con exageración cosas muy puntuales de la cultura argentina. De algún modo se estaba anticipando al argentino huraño que extraña y se queja todo el tiempo por estar lejos de su país en las páginas de este libro.

Es cierto que en estos últimos años, sobre todo a partir del nacimiento de Nina, ese personaje ya no existe. Ahora, en cambio, hay un tipo feliz y en calma; muy parecido, pero mucho mejor, al Gordito encantador del acordeón a piano. El mismo que, por otro lado, nos reunió hoy a todos nosotros, personajes reales y de ficción.

Es raro pensar que una cosa así suceda al mismo tiempo que se habla de la muerte de la literatura. Setecientas personas reunidas en un teatro para participar de la presentación de un libro, en definitiva, me parece que están queriendo decir otra cosa.

Podría profundizar en otras cuestiones, pero no quiero ponerme sentimental. Lo que sí quiero dejar en claro es que quienes lo conocemos de chico siempre supimos, de algún modo, que tarde o temprano algo semejante a esto podía suceder. Era casi inevitable. Y lo bueno es que Hernán jamás se propuso nada. Sólo se limitó a hacer, cada día de su vida, lo que tenía ganas y le salía de adentro.

Para terminar, hay una buena noticia que quiero darles. Todavía el Gordo no nos contó ni la décima parte de las historias que tiene para contar. Todavía falta que cuente el invierno rojo y la historia de la Gorda Maquinita. Faltan las aventuras del viaje al sur que hicimos con quince años, en donde nos pegó un chileno. Queda el encuentro con Fernando Cucagna. Queda la comedia filosófica sobre los tres días que pasó en un retiro espiritual. Y quedan sobre todo sus novelas. Las que yo sé que van a venir. Poder anticiparse a estas cosas buenas (como uno se anticipa a los mundiales), es apenas una de la cantidad de cosas alucinantes que tiene ser amigo del Gordo.

El público aplaude. Entonces el Chiri, ya más tranquilo, le da la palabra a su amigo. La gente hace silencio otra vez.

* Dice el Gordo:

Hace pocos días que estoy en Buenos Aires. Y todo lo que nos está pasando es irreal. Es muy complicado hablar de alegría, porque hace justo una semana, el nueve de julio, murió Roberto Casciari, mi padre. Los mercedinos que están en esta sala lo saben, pero me parece necesario que lo sepa también el resto de los lectores. Yo les agradezco a todos ustedes que estén acá hoy, sé que hay gente que vino de lejos, de otras provincias. Y me parece alucinante.

Pero me voy a permitir agradecer la presencia de una sola persona. Le agradezco a Chichita que esté acá esta tarde, con nosotros, a pesar de todo lo que está pasando por su cabeza. Agradezco que hace una semana me haya dicho, por teléfono, llorando: 

—Tenés que hacer la presentación, no suspendas nada, hacelo por papá.

Y entonces, como tiene que ser, acá estamos. Sería hipócrita compartir con ustedes solamente los festejos y esconder la cabeza en la desgracia. Estamos aquí para cerrar un círculo, y ahora el círculo es agridulce y está emparentado con la ley de vida. Pero vamos a cerrarlo igual.

Yo lo entendía así hace una semana. Me preguntaba cómo sería pisar de nuevo Argentina con una hija de la mano. Y no sabía que también pisaría este país sin un padre. Como si el destino dijera: ahora el padre sos vos. Ahora te toca cuidar a una persona, educarla, hacerla feliz, convertirla en un ser humano curioso y apasionado. Ahora te toca esto, y vas a saber hacerlo porque alguien supo hacer ese trabajo cuando vos eras chico. Alguien te enseñó a leer, alguien te enseñó a escribir. Tu padre te enseñó, a los cuatro años, las únicas dos cosas del mundo que todavía hoy hacés con placer. Ahora te toca.

Estoy profundamente emocionado de poder compartir este momento con ustedes. Un momento de mi vida inolvidable, un momento bisagra, pero de las bisagras grandes, un clic marca cañón.

Con el Chiri siempre tuvimos muy afilada la antena de los grandes momentos de nuestras vidas. Siempre supimos, mientras ocurría, que estábamos viviendo un tiempo fuerte. Los supimos en el ochenta y ocho, por ejemplo, sabíamos que estábamos siendo personajes de literatura, que nos estaban ocurriendo tragedias maravillosas que nos harían crecer. Y lo sabemos también ahora, hoy, toda esta semana tan extraña de muerte y de reencuentro. Todo esto nos hará crecer. Nos está haciendo crecer y ser mejores.

*

Después de eso salimos del escenario, pero la gente se quedó un rato más escuchando dos tangos de Laura Canoura, a modo de bonus track. Mientras sonaba la música, las chicas de la editorial me prepararon una mesa en el hall para firmar algunos libros. La gente empezó a llegar de a poco y se hizo una fila muy larga en la que muchos lectores esperaron con paciencia infinita y sin desbordes.

Para mí, esta segunda parte improvisada fue la más emotiva. Siempre me sorprendió tener doscientos, a veces trescientos comentarios en un texto publicado en internet. Pero conversar cara a cara con quinientas personas, reales, sin apodos, que han llegado de muchos lugares para compartir unas palabras, es una sensación que no puedo explicar.

Una pareja muy simpática se adelantó en la fila y me dijo:

—Vinimos desde Jujuy y nos estamos yendo, se nos va el micro, ¿nos firmás el libro sin hacer la cola?

Yo no podía entender que alguien hiciera miles de kilómetros para compartir una charla y, con suerte, cruzar diez palabras con un autor de cuentos. Y entonces otros también nombraban ciudades lejanas. General Roca, Bariloche, Venado Tuerto, Mendoza. Fue todo extraño y maravilloso.

Creo haber conversado con todos. No sé cuántos libros firmé ni cuánto tiempo pasó, pero sé que estuvimos más tiempo en el hall que sobre el escenario. Y también sé que cuando ya no quedaba nadie en la sala (sólo la familia y algunos amigos) la muñeca me dolía, tenía la garganta seca, y era la persona más feliz a la que se le hubiera muerto el padre una semana antes.

Seis meses después de aquello yo era incapaz de escribir. Volvimos a Cataluña, la vida siguió por los carriles de siempre, pero ya no escribí. Había otras cosas mejores que hacer. Chiri y su familia ahora están en este pueblo de la montaña en donde vivimos. Han llegado para quedarse y estuvimos buscando casa; también conversamos mucho por las noches. Los doce mil kilómetros de distancia que nos separaron durante ocho años se han convertido en ciento ochenta metros. La única cagada es que la casa que consiguieron es mejor que la nuestra. Por lo demás, todo está muy bien.

Sólo que no me puedo sentar a escribir. Quiero pensar que es por Chiri, su mudanza, su adaptación. Al menos ésa es la deducción evidente, la que tiene que ver con el tiempo: los días se empecinan en tener veinticuatro horas. Pero en los territorios menos palpables, los psicológicos, es posible que haya otros motivos que expliquen esta sequía, o bloqueo literario; un motivo más escondido y profundo que quisiera abordar en este punto, justo cuando la historia se acaba.

Siempre busqué desarrollar —y varias veces lo confesé en entrevistas o sobremesas— una literatura intermedia, una forma de narración que pueda ser disfrutada por dos grupos muy claros de lectores que, para mayor desafío, no suelen leer las mismas cosas. Por un lado las personas que leen mucho, por el otro aquellos que leen poco, o nada.

Para enfocar con alguna certeza esos targets, usé siempre de comodín a dos personas de mi entorno: mi padre era uno de esos lectores; Chiri, sin dudas, el otro.

Hasta que Roberto murió, en julio de dos mil ocho, traté siempre de que todo lo que contaba en un papel o una pantalla lo divirtiera o lo emocionara a él, en primera medida; a él, a mi padre, en representación física de todas las personas que nunca han leído un libro. Siempre fue vital para mí, desde que tengo uso de papel, que Roberto pudiera entender lo que yo escribía, que no se quedara afuera por pedanterías intelectuales, que no se sintiera descartado u olvidado.

Posiblemente mi único orgullo real, la única cosa que yo hice en la vida con sentido antes de Nina, sea haber logrado que Roberto leyera dos libros enteros. Dos libros míos.

Al mismo tiempo enfocaba, al narrar, a mi amigo el Chiri: quería que él también se divirtiera, que no le diera nunca la impresión de que yo escribía únicamente para mi padre o para los que nunca leían; porque el Chiri es de mi edad, porque es del palo, y porque tenemos idéntica voracidad literaria; es decir, él es la clase de lector que yo sería de mis propios textos, si pudiera leerlos sin haberlos escrito antes.

Este equilibrio, que busqué siempre entre Roberto-lector y el Chiri-lector, me daba la opción de escribir con una soltura que no tuve nunca antes, en los tiempos que narraba sin identificar a nadie, cuando mis historias no iban dirigidas a comodín alguno. Cuando ni siquiera a mí me gustaba lo que estaba a punto de narrar.

El truco no es complicado y sí, en cambio, muy recomendable: enfocar a un par de personas muy cercanas y diferentes, sólo a dos que conozcamos como la palma de la mano, juntarlas en una mesa imaginaria, y después intentar cautivarlas con una anécdota menor, con un relato elaborado, con una novela, con un cuento corto, con lo que sea. Tratando, siempre, que ninguna de las dos pierda las ganas de seguir escuchando hasta el final. Si se logra con esas dos personas, al mismo tiempo, las cosas estarán bien.

Es un buen sistema, claro que sí, o por lo menos a mí me ha servido para narrar con soltura desde que vivo en España. De hecho, tanto Más respeto que soy tu madre como este propio libro están basados, desde el principio, en esa premisa secreta. Haber tenido a Roberto y al Chiri a doce mil kilómetros me ayudó siempre a hilvanar sin fisuras ese discurso literario intermedio.

A mediados de dos mil ocho, sin embargo, descubrí que el sistema tiende a tambalearse cuando uno de tus comodines muere, cuando ya no hay manera de contarle nada nunca. Esto no significa que yo ya no pueda escribir pensando en mi padre como lector. Significa que, fatalmente, ya no puedo saber si el texto ha funcionado para él. Y eso me ha dejado, si no ciego, un poco tuerto. 

La ceguera completa llegó hace poco más de un mes, en avión, con toda su familia.

Tenerlo al Chiri a mano para contarle cosas ha generado que ya no tenga la necesidad de decirle nada a través del colador literario. O incluso mejor: preferimos contar cuentos a cuatro manos para la tele o para el teatro, o para donde sea, con tal de afilar otra vez la frecuencia antigua del arte en colaboración.

Estamos absorbidos y felices dentro de estas nuevas ficciones, pero ya no en una dirección enfrentada, ya no desde puntos diferentes del océano, sino desde la misma orilla y dirigiéndonos a otros. Y al mismo tiempo redescubrimos las bondades de vivir otra vez en el mismo barrio, y de cenar todos juntos en una casa o en la otra, y de mirar a la vez el fútbol, y de ver las mismas películas.

No es grave lo que me ocurre, se trata de un problema menor, emparentado con las distancias: uno de los comodines que me impulsaba a narrar se ha ido muy lejos, y el otro vive ahora en la misma manzana. Y yo estaba acostumbrado a que los dos me leyeran desde el oeste de la provincia de Buenos Aires. Es cuestión, nada más, de encontrar otros símbolos, nuevos pretextos, otras miradas imaginarias, y volver a tejer historias. La última que contaré en este libro tiene que ver con esos símbolos. Con la magia fortuita de la que me he puesto a hablar en la página nueve. De lo único que he hablado en este largo monólogo. De los milagros.

Voy a contar algo que ocurrió tras la muerte de Roberto y que, por un momento, nos pareció una magia de entrecasa. Podría narrar el milagro sin dar a conocer su lógica interna, escondiéndoles a ustedes la explicación que lo desbarata. Pero no haré eso, porque me quedaría un final fantástico y nada más. Voy a narrar los hechos sin trucos. Ustedes verán a las marionetas pero también los hilos que las mueven. Dicho esto, la historia empieza con una mujer, sentada en un sillón, y sigue con una chica de once años que va en coche por la ruta.

La mujer, que también es mi madre, acaba de echar a todo el mundo de su casa (a los amigos, a los hermanos, a los nietos) porque necesita quedarse sola, llorar sola y esperar sola a que llegue el sueño. Hace cincuenta y dos horas que no duerme. Ahora intenta descansar y se desploma en el mismo sillón que usaba su esposo antes de morir. Su esposo, que también era mi padre.

Es la noche del once de julio. Por primera vez en cuarenta años, esta mujer cierra la puerta de su casa sin que dentro viva nadie más.

El truco comienza en este párrafo, porque a diez kilómetros, por la ruta cinco, van en coche mi hermana Florencia, su marido el Negro Sánchez y sus hijos, de regreso a La Plata después del entierro. Es de noche y nadie habla, porque ha sido un día muy triste y después una noche muy larga.

Una chica de once años, que se llama Manuela y es mi segunda sobrina, se recuesta sobre la ventanilla a ver pasar las luces del camino; saca de su mochila un teléfono móvil y se pone a revisar los contactos. Nadie le presta atención.

Volvamos a Mercedes. La mujer que es mi madre aprovecha su primera soledad para desahogarse sin testigos. No ha podido hacerlo antes porque no tuvo un segundo sin compañía, sin abrazos o presencias. Se ha mostrado fuerte en todas partes: serena en el salón y en los pasillos de la casa velatoria, y también entera en las calles del cementerio, frente a la bóveda. Saludó, besó y agradeció a todo el mundo; cabizbaja y líquida, es verdad, pero sin desbordes. Ha durado cincuenta horas sin hacer un solo escándalo en público. Ahora, por fin, está sola.

Se pone a gritar como si la hubiesen quemado.

Lejos de allí, cruzando el peaje de Luján-Mercedes, uno de mis sobrinos, Tomás, observa el celular que maneja Manuela, su hermana. No es el teléfono de siempre, el rosa de juguete, sino uno distinto de color negro, que parece real. El hermano pregunta:

—¿De dónde lo sacaste?

Manuela no le responde y se queda mirando por la ventana. El hermano insiste:

—¿Es un teléfono de verdad?

Entonces Manuela se acerca a su oído y le contesta, en voz muy baja para que sus padres no la escuchen:

—Es el celular del abuelo Roberto —y también dice—: tiene crédito.

Como se ve, lo que va a pasar dentro de un rato no tiene nada que ver con un milagro, pero sigamos con los hechos naturales.

En la que fue mi casa, en la que es mi casa, la mujer sigue con sus gritos. No son lamentos al azar, no son aullidos ni onomatopeyas salvajes, sino preguntas retóricas dirigidas a su esposo, en tono de reprobación y con timbre de barítono.

La mujer le reprocha al marido, en voz alta, la poca consideración que tuvo al morir, de un modo tan repentino y a destiempo. Se levanta del sillón y le habla. Las frases que dice no tienen sentido, por lo menos no en el terreno de la lógica, pero a la viuda le bastan y le sobran para desahogarse.

Ella sabe que gritar ¡por qué te tuviste que morir! no sirve para nada, pero lo dice de todas formas. Y lo repite, y lo repite una vez más, porque los reproches inútiles, en las casas vacías, suenan mejor con la insistencia.

Con el tiempo aprenderá a usar el pensamiento, a conversar en silencio, sin hacer uso de los gestos ni la boca, pero ahora la mujer es inexperta y le habla a su esposo a viva voz. Le habla al sillón, en realidad. Ya no le grita: de a poco la escena se convierte en una conversación típica del matrimonio, en una crisis menor, en uno de los muchos monólogos nocturnos en donde ella siempre gritó y el otro siempre hizo silencio.

—Siempre igual vos —le dice—. Cuando hay problemas, calladito.

En el coche dos de mis sobrinos duermen; Manuela no. Ella sigue mirando las luces por la ventanilla, con el teléfono todavía en la mano. Se llevó ese teléfono porque nadie más lo iba a usar, y porque ella todavía no tiene uno. Más tarde confesaría que no fue un robo: dos o tres veces quiso pedírselo a su mamá, pero ella siempre estaba llorando o dejándose abrazar por gente. En un momento se lo mostró a su abuela y le dijo, con mucha vergüenza:

—Chichita, ¿lo puedo usar yo ahora?

Y su abuela hizo que sí con la cabeza, pero era un sí a cualquier cosa, no estaba mirando a ninguna parte. Por eso ahora la chica piensa en la abuela triste, en su cara de agotamiento y pena, y siente culpa por haberla dejado sola, en Mercedes. Se despidieron en la puerta, sus padres le ofrecieron quedarse, o que se fueran todos a La Plata, pero la abuela no quiso:

—Alguna vez tengo que estar sola —dijo, y se encerró.

Su abuela es fuerte, piensa Manuela, ella no se habría animado a quedarse sola tan pronto. Es fuerte pero está triste. En once años, en toda su vida, Manuela no había visto nunca a Chichita con los ojos sin brillo. Entonces abre el teléfono y le escribe.

El hilo y las marionetas se unen en este segundo, porque al mismo tiempo que la nieta pulsa la primera letra del mensaje, la viuda, que conversa en casa con su esposo, le está pidiendo una señal al muerto.

—Dame una señal —dice la mujer, que es también mi madre, mirando el sillón vacío.

No es increíble, no es mágico que Manuela escriba su mensaje en este punto de la historia. Bien mirado, es natural. Es cierto que también pudo haber ocurrido primero una cosa y mucho después la otra, incluso con horas de diferencia, pero están pasando las dos a la vez y no debe asombrar a nadie.

La chica escribe en el coche mientras la mujer, en su casa, le pide a su marido —en voz muy alta— que le dé una señal. También le pregunta qué hará ella ahora, sin los hijos y sin él; cómo se recompone la rutina; dónde están las facturas y cómo se pagan; quiere saber si el tiempo cura; pretende que él la ayude a tramitar la pensión; le pide otra vez una señal; le dice que tendría que haber sido al revés, y dentro de veinte años; pero sobre todo al revés.

Mezcla la desesperación filosófica con el planteo doméstico, a veces en la misma frase. Habla con serenidad, pero ya sin control, a la vez que Manuela redacta una frase muy simple, de cuatro palabras, a sesenta kilómetros de allí:

—NO ESTÉS TRISTE, DESCANSÁ —es lo que escribe mi sobrina, y envía el mensaje. Después acomoda la cabeza en el hombro de su hermano, y se queda dormida.

Miremos por un instante cómo viaja el texto hasta un satélite, cómo rebota la frecuencia y se convierte en bytes. Veamos la escena desde todos los ángulos, para asegurarnos de que no hay milagro posible, que todo tiene la lógica del tiempo y del espacio.

Mientras las palabras de su nieta viajan en medio de la noche, la mujer sigue con su monólogo encendido. Sospecha que su esposo resultará un muerto tímido, como lo fue en vida, poco dado a lo trascendental, porque no aparece. Supone que le costará hacerse presente, dejarse ver. Y así se lo dice:

—Vos no sos la clase de tipo que se aparece después de muerto, yo sé que te da vergüenza, suponés que esas son cosas de putos, pero tenés que hacer un esfuerzo. Vos…

Entonces suena, en la casa vacía, el teléfono móvil de la mujer. Ella se queda con la palabra en la boca y camina hacia el milagro falso, mientras se pone los lentes de leer de cerca. Observa, en la pantalla del teléfono, una frase imposible, en letras mayúsculas:

* ROBERTO HA ENVIADO
UN MENSAJE DE TEXTO

La mujer, que es también mi madre, presiona un botón y repasa las cuatro palabras que hace diez segundos ha escrito Manuela desde el coche.

—No estés triste, descansá.

Se queda un rato largo mirando la pantalla, con los dedos inmóviles. No parpadea ni respira. Tiene la luz verde del teléfono en los ojos, y los ojos muy abiertos.

Después la mujer sale del comedor más serena, sin mirar el sillón ni decir una palabra más. Tiene la garganta seca de tanto monólogo. Apaga las luces de la cocina, entra a su cuarto y se acuesta. Se queda dormida y descansa.

Este libro acaba así, no hay nada más. Podría haber explicado la última historia omitiendo las escenas del coche, y habría salido un cuento más o menos prodigioso, con una viuda que pide una señal y un marido muerto que le responde. Pero no fue así. Conté las cosas como ocurrieron, con el backstage incluido, porque las anécdotas son mejores cuando no tienen nada del otro mundo.

Hernán Casciari