Cuando me regalaron el juego de química, yo era muy chiquito y entendí que para mis viejos ya era grande: si mis padres me dejaban jugar con carbonato de sodio, con azufre, con fuego, es que confiaban en mí. Mal hecho, mal hecho, porque la felicidad, igual que las cortinas del comedor, duró una semana.
Cuando se fueron los bomberos y mi mamá empapeló de nuevo el living, me trajeron de regalo el juego de magia. Era la época de la plata dulce, me podían traer juguetes de afuera. Así que dejé de extrañar el juego de química, que había quedado todo chamuscado, inservible, en el garaje.
Y el juego de magia era impresionante, y me olvidé rápidamente de todos los demás juegos. Venía con unas cartas trucadas, con unas bolas rojas que se convertían en azules, con una valija de mago profesional llena de trucos sorprendentes, y con dos sogas que parecían unidas pero no…
Pero lo mejor de todo era un manual del mago, un cuadernillo de ochenta páginas que te explicaba qué había que responderles a los que querían saber el truco.
El juego de magia era lo mejor que había tenido yo hasta el momento, porque además de aprender, y jugar, yo podía engañar a los chicos del barrio y sacarles plata.
Era un lujo de juguete y yo me divertí un montón con la magia, hasta que una noche tocó timbre el padre de Pablo Giorgetta, caliente como una pipa, porque según él yo me había quedado con diez mil pesos del hijo.
Mi papá le devolvió la plata antes incluso de preguntarme a mí. Un poco porque desconfiaba, y otro poco porque Giorgetta padre le daba cagazo a mi papá.
Y después mi vieja, Chichita, se encargó de mí. Esa noche fue terrible.
—¿Vos le robaste un marrón a Pablito Giorgetta? —Un marrón eran diez mil pesos, mi vieja estaba loca.
—No, señor —le digo yo—, se lo hice desaparecer, que es distinto.
—Yo usaba las frases del cuadernito.
—¿Y dónde está la plata, carajo? —me decía mi vieja.
—En el éter —le dije yo, porque el manual decía que había que contestar las preguntas del público con evasivas.
Lo que no decía el manual es que después venía un sopapo.
—¡Decime dónde está la plata, Hernán, porque te juro que no me conocés enojada! —decía mi vieja, y después vino el segundo sopapo, y yo le dije:
—Mamá… ¿Vos sabés guardar un secreto, mamá?
—Sí —me dijo ella.
—Un mago también —le dije yo. ¡Para qué! Se lo dije calcando los consejos de manual. Pero mi mamá, que nunca fue muy amiga de suspender la realidad, me reventó la cabeza contra el aparador y tuve que romper la regla de la magia.
—La plata está en el doble fondo de la cajita amarilla —le dije medio llorando con cobardía, y esa medianoche se acabó mi futuro como mago. Después de un mes de penitencia, me regalaron el primer walkie-talkie. ¡Ah, el walkie-talkie! Los anteriores juguetes no tenían que ver con el walkie-talkie.
Durante semanas no me separé de mis dos transmisores; les tenía tanto cariño que no quería prestarle el segundo aparato a nadie, por lo que no me quedaba más remedio que hablar solo, como un pelotudo.
Mi historia con los juguetes terminó un día, a finales de 1981, cuando mi papá trajo a casa el mejor invento del siglo veinte, la televisión a colores. Vino en una caja gigante y tenía control remoto. Cuando la prendieron yo no entendí cómo había hecho durante diez años para ver todo en blanco y negro. No lo podía entender. Lo primero que apareció en la tele fue Los Dukes de Hazzard. Casi me pongo a llorar. Corrí al teléfono, lo llamé a mi mejor amigo y le dije:
—Chiri, es anaranjado: el Chevy de los Dukes es anaranjado.
Pero cinco segundos después apareció en la pantalla la prima de los Dukes de Hazzard, la prima Daisy, en colores, la prima Daisy con su vaquero ajustado en colores, con las dos tetas en colores… y me olvidé para siempre de todos los juguetes.