La culpa fue de Dustin Hoffman
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Pausa

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Una playlist de 125 cuentos

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Yo escribía poesías en mi adolescencia. Soneto, verso libre. Y también miraba, a escondidas de mi papá, novelas en la televisión: Rosa de lejos, Los ricos también lloran, El derecho de nacer, Un mundo de veinte asientos

En mi casa había que cuidarse mucho de lo que veías, porque la ficción para mi papá era síntoma de que eras puto. Funcionaba así: en la tele, para ser hombre, había que ver fútbol, fórmula uno, básquet, tenis y boxeo. Ni siquiera vóley, porque era medio medio. Nada, ¿eh?

Mi mamá y mi hermana tenían derecho a consumir cosas relacionadas con el arte, pero no yo. La sombra de Roberto estaba siempre al acecho, vigilando.

Una tarde de domingo, terrible tarde, la más horrible de mi vida, mi papá me descubrió en un descuido enorme. Jugaban Boca y Racing, en directo. El partido empezaba a las seis de la tarde. Roberto, mi papá, iba a llegar muy sobre la hora porque se había ido a jugar al tenis.

Entonces lo invité a Chiri, mi mejor amigo, a ver el partido a casa, pero antes nos alquilamos una película en el videoclub, La muerte de un viajante, con Dustin Hoffman. Hicimos las cuentas, y decidimos que la película iba a terminar antes de que empezara el partido, y sobre todo antes de que llegara Roberto.

Así que nos sentamos en los sillones del comedor y pusimos la videocasetera.

No tuvimos en cuenta que la película era un telefilm, y los telefilms duran bastante más que las películas normales, esta duraba como treinta o cuarenta minutos más que una película.

Cuando empezó el partido, puntual, nosotros todavía estábamos en la escena en donde Willy Loman hace el monólogo final frente a su hijo Biff. ¡Tremendo monólogo! ¡Muy de llorar!

Para peor, Roberto venía a cien por hora en el auto, porque Racing había metido un gol en el minuto cuatro. ¡Nunca metió un gol en el minuto cuatro! Y esta vez sí. Venía enloquecido, mi papá, porque odiaba llegar tarde. Escuchaba el partido por la radio mientras manejaba a las puteadas, deseoso de poder verlo junto a su único hijo varón, su orgullo.

Cuando mi papá llegó a casa y entró al comedor, dando por hecho que nos iba a encontrar a Chiri y a mí con dos cervezas en la mano, con cara de camioneros, mirando el partido a los gritos, encontró a dos varones llorando a moco tendido, en la semipenumbra, con los ojos en compota, porque había muerto Willy Loman y nadie había ido al entierro.

Nos encontró envueltos en una música tristísima, que amariconaba todo el comedor en la semipenumbra.

Se quedó seco, Roberto Casciari, estaqueado abajo del marco de la puerta. No sé qué pensó. Nunca se lo pregunté nunca. Creo que desde ese día no hablamos más mi padre y yo.

Le tembló un poco el labio, el de abajo, y mirándonos dijo:

—¿Qué haaacen? —lo dijo así, alargando la «a»—. ¿Qué haaaaacen? —como un lamento, como si le estuvieran dando una puñalada en el medio del árbol genealógico.

Chiri y yo, llenos de vergüenza, pusimos rápido el partido y nos quedamos quietos, mirando fútbol con el clima asfixiante de Arthur Miller todavía retumbándonos en la cabeza, aplastándonos el corazón.

En un momento había un córner para Racing y yo me puse a llorar. Y mi papá me miraba y yo lloraba y decía: «Córner». No lo podía entender. ¡Las lágrimas no podían dejar de salirme de los ojos!

Todos los años de haber escondido las poesías, de haber puesto cara de hombre frente al dolor, los años de haber ido a rugby los sábados a que me pegaran patadas en la cabeza sin motivos, los años de haber tomado vino tinto a los nueve para que mi papá me pensara más hombre. ¡Todo ese esfuerzo!, lo acababa de tirar a la basura, a la basura, ¡por culpa del puto de Dustin Hoffman!

Hernán Casciari