¡Qué chico espantoso que fui! Fui un farsante. Tenía toda la habitación empapelada con afiches de escritores que no había leído nunca. ¿Qué hacía esa foto de Lenin, ahí, con ese bigote absurdo? Y, sobre todo, ¿por qué durante toda mi adolescencia yo estuve convencido de haber colgado una foto de Nietzsche? ¡Era Lenin! Qué ganas me dieron de entrar a la cocina, donde yo estaba escribiendo con quince años, pero ya no para conversar conmigo, sino para cagar a trompadas al gordito pelotudo que estaba adentro.
Y lo habría hecho, con toda seguridad. Habría abierto la puerta de la cocina a patadas, me habría agarrado de mi camiseta de entonces con mis puños cerrados de ahora y me habría dicho que no fuera tan pelotudo, que no fuera tan psicobolche.
Hubiera hecho todo eso de no haber sido porque escuché ruidos en la habitación de mis padres y me paralicé. Algo, no sé qué, los había despertado.
Saqué apenas la cabeza de mi habitación adolescente y me quedé así, escondido, sin hacer un solo movimiento de más.
Roberto salió primero y encendió la luz del pasillo. Era una luz tenue, azul. Atrás apareció mi vieja, Chichita, haciendo con los brazos gestos de frío. Los dos eran mucho, pero mucho más jóvenes de lo que yo me hubiera imaginado. Era 1985, y Chichita y Roberto, eran más jóvenes que yo ahora. Y se notaba, se notaba mucho su juventud.
Pero no fue eso lo que más me llamó la atención, sino que estaban vestidos como para salir. Y era muy tarde a la noche. Entonces escuché la voz de mi papá, que susurró:
—No hagas ruido, que está Hernán despierto.
Y le señaló a Chichita la cocina, de donde venía el tecleo de mi máquina de escribir. Ella dijo que sí con la cabeza, y después hizo un gesto de silencio.
Mi padre empezó a tantearse los bolsillos mientras Chichita se arreglaba, con un dedo, los labios en el espejo. Roberto le preguntó a Chichita:
—¿Tenés una birome?
Mi mamá buscó en su cartera y le pasó una Bic sin decir ni una palabra. Roberto abrió uno de los cajones del armario y sacó de ahí una bolsita. Después descolgó el espejo y lo puso, boca arriba, en el estante. Mi mamá se acercó, y dijo:
—A mí no me la hagás muy grande, guardá un poco y la llevamos.
—No, gorda —dijo mi papá—, tomemos acá, no hagas cosas raras.
Roberto peinó dos rayas finas, del largo de un dedo, con la tarjeta amarilla del Automóvil Club. Después chupó el borde de la tarjeta y se pasó la lengua por los dientes.
Yo vi, en el sueño, a mi mamá doblarse sobre el anaquel y aspirar con velocidad. Después mi viejo hizo lo mismo, pero más despacio. Cuando terminaron de tomar, mi papá guardó otra vez la bolsita en el cajón, mi mamá colgó el espejo en la pared y caminaron hasta la cocina sin entrar. Solamente golpearon la puerta y me avisaron:
—Vamos un rato a salir.
Y yo me escuché a mí mismo, con una voz muy pelotuda, contestar:
—Bueno, yo después cierro.
¡Qué chico estúpido! Tenía voz de pito. Toda la voz de pito. Antes de salir, Roberto apagó la luz del pasillo y se revisó la nariz en el espejo.
Yo no sé si fue un sueño o si me lo estoy imaginando, pero hubiera sido divertido que a mediados de los ochenta mis padres y yo —los tres— nos escondiéramos para drogarnos.