Su primera tarea, la prueba de fuego de Chiri, fue ir a la Embajada de Paraguay a conseguir una foto del presidente Wasmosy. Estábamos cerrando un suplemento de logística sobre el Mercosur y solamente nos faltaba esa foto; ya nos empezábamos a desesperar por esa foto, no había Internet para encontrar fotos. Chiri entendió, en su primer día de trabajo, que si cumplía ese recado menor, esa tarea simple, pero urgente, podría obtener una buena impresión inicial. Entonces dijo:
—¡No se preocupen, ya está hecho! ¡Voy yo y consigo la foto en la embajada! —Y se fue. Ni siquiera pidió plata para el colectivo. Se fue.
Chiri llegó a la embajada y no tuvo suerte. Lo frenaron en la mesa de admisiones y no le quisieron dar ninguna foto del presidente del país hermano. Le dijeron que no tenían. Chiri supo que se estaba jugando el puesto, así que insistió. Entonces le dijeron que volviera el lunes. Chiri insistió más, porque no podía volver el lunes. Y ahí le dijeron que se fuera, medio con mala onda.
Cuando Chiri volvió a la redacción, sin embargo, traía bajo el brazo un retrato inmenso del presidente Wasmosy. El primer mandatario del Paraguay estaba mirando al horizonte, —¡era un cuadro!—, con la banda tricolor en el pecho.
Nos sorprendimos un montón, porque era un retrato enmarcado en roble, de treinta por cuarenta y cinco. Le preguntamos a Chiri quién le había cedido esa imagen.
Y Chiri dijo:
—La descolgué de la pared de la embajada antes de irme, porque no me querían dar ninguna foto —eso dijo mi amigo.
Éramos siete en la mesa de trabajo de la redacción. Es decir: catorce ojos que se quedaron mirando a Chiri con estupor. El jefe, Baigan, directamente se puso pálido.
El robo de símbolos patrios en territorio extranjero era, en ese momento (y me parece que ahora también), delito internacional. No te viene a buscar un policía argentino en un patrullero cuando te robás la foto de un presidente de una embajada. Viene a buscarte la Interpol. Vienen a buscarte tipos con traje negro, con anteojos oscuros, uno rubio y el otro con audífono. El juicio, por lo general, es corto porque el gobierno del agresor prefiere no tener conflictos diplomáticos y nadie te ofrece una defensa digna.
Lo miramos a Chiri y entonces hicimos las cuentas: a mi amigo le correspondían cuatro años de prisión efectiva, no excarcelable, y sin fianza. Pero ojo: cuatro años en cárceles de Paraguay, que no es lo mismo que cuatro años humanos. Pasa lo mismo que con la edad de los perros: a las penas de cárcel paraguayas hay que multiplicarlas por siete. Porque te culean todos los días.
Mi amigo Chiri, sin embargo, no era consciente de su gesta cuando entró a la redacción con el presidente Wasmosy en el sobaco. Entregó la imagen en color sin mucho espamento y se sentó en su escritorio a esperar que la escanearan para devolverla. Dijo eso: «para devolverla».
En esa época fumábamos mucho porro, yo creo que Chiri pensó esa tarde que la vida era fácil. No entendió nunca por qué todos lo mirábamos con la boca abierta. Tampoco entendió cuando el señor Baigan, nuestro jefe, se acercó a él, le puso una mano en el hombro y le dijo:
—Pibe, si mañana estás en el país, el puesto es tuyo.
Los siguientes cuatro días nadie vino a llevarse preso a Chiri, y entonces Baigan cumplió su promesa y lo contrató. Pasamos un par de años muy divertidos en esa revista de economía, y después renunciamos.
La foto de Wasmosy está ahora enmarcada en una pared del comedor de la casa de Chiri. Cada vez que voy a visitarlo a su casa y la veo (a la foto), vuelvo a sentir en el pecho que mi amigo es un héroe.