Yo tenía muchas ganas de dejar el cigarro porque había nacido mi primera hija, y entonces me dije: «Para cortar algo de raíz hay que encontrar el peor momento». Y tomé la decisión de dejar de fumar el día que empezó el Mundial de Alemania.
Si uno logra deshacerse de un vicio cuando más le duele, pensé, después mantenerse a salvo es cosa de chicos. Para dejar de apostar hay que viajar a Las Vegas. Para dejar el alcohol lo mejor es un casamiento con barra libre. Y yo elegí el peor momento para dejar el cigarro: los nervios de un mundial. Y además lo invité a Chiri, a mi mejor amigo, a España justo ese mes.
Porque, para un fumador, la llegada de su mejor amigo provoca situaciones en donde el humo es necesario. Es casi imposible dejar de fumar en medio de la felicidad. Pero lo conseguí. No fumé nada mientras estuvo mi amigo en casa mirando el mundial conmigo. Ni un cigarro.
Al principio me sentí inmortal, me sentí una especie de superhéroe que hace lo que quiere cuando quiere. Subía y bajaba las escaleras, les sentía el gusto a las manzanas, podía oler los jazmines del patio. Era la primera vez que dejaba el cigarro —nunca lo había intentado, en toda la vida— y estaba perfecto.
Tosí durante la primera semana como un leproso, pero en cada arcada me sentía un poco más épico. A las dos semanas algo en mi laringe pareció lubricarse y empecé a ser otro. Pude cantar el estribillo de «Nostalgias» de un tirón. Mi casa dejó de oler como una agencia hípica. Mi hija de dos años empezó a mirarme con respeto.
Y hubo un día glorioso en que subí con amigos una montaña entera sin asfixiarme. Nunca había llegado a la cima de ningún accidente geográfico. Por primera vez estaba limpio.
Pero me di cuenta muy rápido del problema: no podía escribir. Tampoco me podía sentar en el sofá a pensar boludeces, ni a inventar teorías, ni a despuntar historias.
Algo estaba pasando, no en mi cuerpo, ni siquiera en mi cabeza. Algo se había quebrado en mi alma, adentro de mí. Yo siempre fui un gordo frívolo, la mayoría de las veces alegre, despreocupado. Pero cuando dejé el cigarro me convertí en mi abuelo materno, en don Marcos, un señor que vivía enojado y nadie sabía por qué.
Sentí la muerte de un gemelo. La muerte de alguien idéntico a mí, que ya no estaba. Y no hablo del cigarro, sino del que yo era con el cigarro en la mano.
Ya no era el mismo en las sobremesas, ya no era el mismo en la calle, ni podía aportar nada en medio de una charla interesante. Habían puesto al otro en mi lugar, a uno que no era del todo yo, a un pelotudo con chicle; yo no estaba porque me había muerto de buena salud.
Una tarde, incluso, me descubrí doblando ropa. «¿Qué carajo estoy haciendo?», me dije mientras alisaba una sábana de color cremita. «¿Quién soy, de dónde vengo, por qué estoy doblando ropa en vez de ser feliz?».
Y entonces pasó lo inevitable: me empezaron a rechazar los trabajos. Yo ahora estaba sano y no me dormía con el silbido de la muerte en la garganta, pero tenía que seguir comprándole pañales a mi hija, y mi trabajo en esa época consistía en escribir guiones graciosos para la televisión de Madrid.
Por primera vez en la vida me devolvieron un texto por mediocre. Lo hicieron con respeto, porque los gallegos son respetuosos. Me dijeron, por mail: «Hernán, fíjate si puedes mejorar un poco esto que nos has mandao, porque le falta pulido». Yo me puse todo colorado, solo, frente a la pantalla.
Y además, no. No podía mejorar ese texto, porque yo ahora era un estúpido. Un tipo sin gracia.
Y al mes siguiente ni siquiera había mandado guiones nuevos, ni había hecho nada gracioso en todo el día. Mi hija lloraba porque no tenía pañales.
Entonces, la noche del once de julio de 2006, tres meses después de mi único intento de ser saludable, me senté en la computadora y me prendí un cigarro. En el exacto momento en que el humo subió a mi cabeza, aparecieron delante de mis ojos todos los chistes del mundo.