La rana hervida en la olla (*)
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Pausa

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Una playlist de 125 cuentos

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Me invitaron a un simposio en México para disertar sobre el futuro del libro. La pregunta era: ¿Libro digital o libro de papel en el futuro? Como mi conferencia era el último día, cuando llegué me senté a escuchar a un pelado que hablaba, y enseguida me distraje. En el siglo veinte yo podía concentrarme sin problemas. Podía ir a conferencias largas y prestar atención; pero ahora ya no puedo.

Me pasó una cosa rara, como cuando ponés una rana en una olla con agua tibia y prendés la hornalla. La rana no se da cuenta de que empieza a calentarse el agua, no se escapa de la olla, y cuando por fin entiende el peligro del hervor ya es tarde: los nervios no le responden y no puede saltar. A mí me pasó eso en el siglo veintiuno. Ya no me puedo concentrar ni media hora sin mirar noticias en el teléfono, sin ver la repetición de un gol, sin pasar un rato por Twitter. Mi cabeza empieza a divagar… Me evaporo.

A los quince minutos de conferencia algunos, como yo, empezaron a toser. Y a los veinte minutos todos los oyentes —al mismo tiempo— sacamos el teléfono y lo empezamos a mirar. Todos fingimos que vamos a tuitear algo que está diciendo el conferencista, pero lo que queremos es tener la pantalla prendida. Nos relaja saber que estamos conectados a otra cosa.

Mientras miraba mi teléfono con culpa, descubrí que la charla completa del pelado iba a estar colgada en Internet en dos, tres días, y me puse a pensar en otra cosa. Mientras, el pobre pelado seguía hablando.

Me puse a pensar en que al día siguiente yo voy a tener que estar sentado ahí, donde está el pelado, hablando sobre el futuro del libro, y voy a tener que escuchar las toses de todo el mundo durante el minuto quince, y la aparición de los teléfonos desde el minuto veinte.

O capaz —pensaba— mañana puedo dejar de hacerme el pelotudo y confesar, adelante de todos, que no me importa un carajo el futuro del libro. Ni el de papel, ni el electrónico… No me importa. En este momento, lo único que me preocupa es que no nos podemos concentrar. Ni para leer, ni para escribir. (¡A mí me cuesta una bocha escribir! ¡Y leer, ni les cuento!).

Y al otro día, cuando me tocó hablar a mí en esa conferencia, se lo dije a todos. Tomé envión y les dije la verdad: «En esta sala», les dije, «en este simposio, somos todos muy inteligentes. No somos gente que no lee. Somos editores, bibliotecarios, escritores, libreros, somos periodistas. En esta sala estamos los que vinimos al mundo para reflexionar sobre qué tenemos que hacer para que «los otros» lean. No nosotros. Los otros. Nosotros estamos muy bien, ¿no? No tenemos problemas con este asunto… ¿No? (Y los miraba a los ojos). ¿Leemos con la misma concentración de antes, nosotros, los inteligentes? (Y todos hacían silencio y miraban). Y ahí está el tema, señores: yo creo que no.

Cuando nos quedamos solos en los hoteles, en este simposio o en cualquiera, la mayoría de nosotros, los cultos, no nos podemos concentrar en nada que no nos estimule con velocidad. Y no son libros, ni de papel, ni digitales. ¿Qué hacemos en los ratos libres? No sé ustedes, pero a mí me daría vergüenza si se hiciera público mi historial de navegación en Internet.

¿Saben en qué pienso? Pienso en un mundo paralelo donde todos nos fuimos convirtiendo en bulímicos y en anoréxicos, pero no somos capaces de confesarlo. Para disimular, inventamos simposios para debatir sobre si es mejor cocinar en horno a leña o en microondas. Y estamos todos piel y hueso, ojerosos, con trastornos alimenticios, pero discutimos si es mejor el horno viejo o el horno nuevo. Y nadie en ese mundo paralelo, nadie, se pregunta nunca cómo hacer para volver a disfrutar de la comida, cómo hacer para que nuestros hijos no vomiten a escondidas en el baño.

Tengo una hija que es nativa digital absoluta. Ella no tiene la menor nostalgia por los libros de papel. A veces le digo: «Mirá, Nina, olfateá este libro de mi infancia, fijáte, sentí la mezcla de tinta, de papel y de tiempo». Y ella huele el libro y me dice: «¡Qué asco!». Y tiene razón. Yo le envidio a mi hija esa ausencia de melancolía por el papel. Ella pasa muchas más horas mirando videos de YouTube que leyendo. Hasta hace un tiempo esto me preocupaba, pero ahora no me importa. No creo que el mundo, dentro de treinta años, mantenga como virtud la concentración. Ya somos la rana hervida. Ya se nos pasó el tiempo de saltar de la olla y salvarnos.

Cuando mi hija tenga mi edad, en el año 2040, capaz que va como invitada al Simposio del Pendrive Telepático. En esa época los contenidos culturales se van a traspasar al cerebro por una ranura, mediante un dispositivo, en menos de medio minuto: bzzzzzk. En veinte segundos el usuario tendrá el Quijote entero en la cabeza sin transitar el esfuerzo de haber leído el libro.

Entonces mi hija irá a ese simposio y tendrá melancolía del iPad, tendrá nostalgia de las épocas en que todavía los humanos lográbamos mirar videos de YouTube durante nueve minutos sin pestañear.

Hernán Casciari