Ya tenían casi cincuenta años, muchos estaban irreconocibles, pero Marcela los distinguía porque habían acordado llegar con unos buzos blancos con letras rojas que decían «Promo 92».
Ninguno de ellos había recibido la medalla de egresados porque en aquel año, el 92, la graduación se había suspendido por vandalismo. Por la tarde, a la hora de los festejos, Marcela recuerda que algunos compañeros sacaron pizarrones a la calle, quemaron carpetas y generaron un caos que obligó a las autoridades a llamar a la policía y a los bomberos.
La idea del grupo era festejar y dar una vuelta olímpica alrededor del colegio. Nadie tenía pensado hacer más que tirar las carpetas desde las ventanas y un poco de mugre. Era una costumbre que veía de siempre y las autoridades se hacían las distraídas cada vez que esto pasaba.
Pero alguien del curso, en 1992, se había comprado una Victorinox y le sacó los tornillos al pizarrón de quinto año. Así empezó todo, de casualidad. El pizarrón era enorme y se le vino encima. El de la Victorinox no pudo volver a colgarlo y pidió ayuda. Otros tres chicos ayudaron pero el pizarrón se vino más para atrás y terminaron sacándolo por la ventana. Al caer el pizarrón a la calle se partió al medio y quedó en posición de carpa.
Muchos aplaudieron y encontraron el asunto muy divertido. Entonces también sacaron los pizarrones de cuarto y de tercero. Y empezaron a meter todas las carpetas debajo de las carpas de madera.
Alguien trajo alcohol fino del laboratorio y otro más, con su propio cigarrillo, prendió la fogata. Después todo el curso, los cuarenta y dos, se pusieron a bailar como indios alrededor de los pizarrones ardiendo. Y una vecina llamó a los bomberos. Y no pasó más nada.
Realmente no pasó más que eso, pero fue suficiente para que todo el curso recibiera una sanción ejemplar.
Todos fueron amonestados, las autoridades no entregaron las medallas y la camada 1992 jamás tuvo placa de reconocimiento en las paredes de la escuela.
Treinta años después la escuela cumple 90 años y Marcela decidió reconstruir aquellos dos recuerdos que nunca había tenido en la memoria: la entrega de medallas y la placa en la escuela.
Compró ella misma una placa carísima, mucho mejor que las que solía poner la escuela. Una placa de bronce que decía «Egresados 1992». También mandó a hacer cuarenta y dos medallas (con los nombres al dorso) y todo lo pagó ella misma, aunque algunos pocos compañeros quisieron (o amagaron) ayudarla con un poco de dinero.
También fue ella, en más de cinco noches y estoqueando mucho Facebook, la que consiguió las direcciones de los cuarenta compañeros y los convenció de reconstruir aquella tarde.
Cuando más de treinta alumnos dijeron que sí, Marcela pidió permiso a las nuevas autoridades para generar un intervalo en la fiesta de los noventa años y, si era posible, hacer subir a cada uno para que tuviera su medalla, y otros quince minutos para colocar la placa. Las nuevas autoridades del colegio le dijeron que sí.
Marcela estuvo en la organización de cada detalle y fue la primera en llegar. Le brillaban los ojos cada vez que bajaba de un auto alguien con el buzo blanco que ella misma había diseñado y enviado.
Marcela no reconocía de entrada a sus compañeros, a los que no veía desde hacía mucho tiempo, pero conforme subían las escaleras y sonreían, ella podía decir sus nombres: Almirón, Carlos Osvaldo. García, María Julia. Estévez, Hugo Adrián. Por alguna razón nunca nos olvidamos del segundo nombre de los compañeros de la secundaria.
Marcela los recibía a todos y los invitaba al salón de actos. Algunos habían llegado incluso del exterior.
Se cantó el himno y se habló de la escuela. Y a la hora del intervalo, el curso completo de 1992 recibió las medallas por parte de las autoridades, con treinta años de retraso, y todos los invitados de la escuela de los noventa años aplaudieron.
Marcela estaba emocionada por lo que ella entendía que era una reparación histórica.
En el momento de poner la placa, esa que decía «Egresados 1992», que había faltado durante treinta años en la pared de la escuela, todos se encaminaron a la pared izquierda del salón de actos, y Marcela aprovechó la distracción para sacar el bidón de kerosén de entre las cortinas del escenario, donde lo había dejado por la mañana. Empapó la puerta de salida y las cortinas con el bidón, lentamente, mientras la nueva directora descubría la placa.
Cuando Marcela empezó a escuchar los aplausos prendió un cigarrillo, dio dos pitadas y lo tiró. Salió del salón, cerró la puerta con llave y entonces, por fin, sintió la reconstrucción.