La sorpresa de Lelé
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Pausa

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Esto le pasó a un amigo de mi pueblo y siempre me pareció una gran historia. Fue hace algunos años.

Mi amigo Juan Jáuregui se fue temprano a Buenos Aires para dar una conferencia y cuando volvió a Mercedes, a las diez de la noche, ni su mujer Lelé ni su hijito estaban en la casa. Había una nota imantada a la heladera. La nota decía: «Estoy harta de tus mentiras, Juan. Voy a pasar unos días con Laura para pensar mejor. No me llames».

A Juan se le vino el mundo abajo. Todo lo que él quería al llegar a su casa era sacarse los zapatos y ver Boca-Vélez, y ahora tenía que hacer llamadas para ver qué carajo le pasaba a su mujer.

«Pero ¿qué pasa —se preguntó— si la llamo después del fútbol?».

Total, nadie sabía a qué hora había llegado de Buenos Aires. Además, quedaba mejor llamar a la casa de su cuñada después de medianoche, con tono angustiado.

Así que Juan se tranquilizó, abrió la heladera, sacó un plato de langostas con una salsa muy rara, lo metió en el microondas, fue a su pieza y se puso un shorcito. De pasada prendió la tele. Durante el compacto de River-San Lorenzo pensó un poco en la nota de Lelé, de su mujer: «Estoy harta de todas tus mentiras…».

Alguien abrió la boca, pensó mi amigo, porque Lelé jamás había sospechado su relación con la Turca. Es más, Lelé no conocía a la Turca. Él siempre había tenido mucho cuidado.

Después de todo, se dijo, cuando hable con Lelé, las cosas se van a arreglar. Está la criatura de por medio, y siempre queda la posibilidad de negarlo todo.

Ensayó incluso algunas frases convincentes para calmar las aguas, pero justo empezaba el primer tiempo de Boca-Vélez, y se olvidó de todo. En el entretiempo fue hasta la habitación matrimonial, agarró el teléfono fijo y marcó un número. No a la casa de su cuñada, sino al departamento de la Turca.

—Turca, ¿vos le dijiste algo a alguien de lo nuestro?

—No —dijo la Turca.

Por eso su esposa Lelé no salió del ropero. Se sentía tan estúpida, Lelé, escondida desde hacía dos horas en el placard, con la lencería nueva, llorando en silencio, que ni aunque hubiera querido habría podido salir.

A las cinco de la tarde de ese mismo domingo, a Lelé se le había ocurrido la pelotudísima idea de esperar al marido de una forma diferente. ¡Me cago en la revista Cosmopolitan y sus consejos para la mujer!, pensaba ahora, escondida y llorando. Había dejado al nene con su tía Laura, y le había dicho: «Cuando llame papi y pregunte por mí, decile que se fije en el ropero».

Después había vuelto excitadísima a su casa, había cocinado algo afrodisíaco con salsa de nueces, y cuando sintió que su marido estaba llegando, apagó las luces y se escondió, semidesnuda, en el placard.

Ahora estaba obligada a escuchar cómo su marido se tiraba en la cama con el teléfono y le preguntaba a su secretaria si ella le había dicho algo a alguien.

La Turca, desde el otro lado de la línea, debió decir que no.

—Bueno, Turquita —dijo Juan—, no te hagas problema, cuando termine el fútbol la llamo por teléfono y arreglo todo.

El marido volvió a la televisión: estaba por empezar el segundo tiempo. Lelé aprovechó para salir del ropero, ponerse un gamulán sobre los hombros y escaparse por la ventana de la habitación hasta la calle. Se fue caminando, y llorando, por la avenida hasta la casa de su hermana, que quedaba a cinco cuadras. Llegó a la casa de Laura. Abrazó a su hijo. Se puso ropa nueva. Comió algo. Y entonces, por fin, sonó el teléfono. Le hizo señas a su hermana para que nadie atendiera, y después del quinto timbre descolgó ella misma. No hablaron mucho. Juan le preguntó «Qué bicho te picó, mi amor», y ella le dijo, sin llorar, muy serena, que buscara un abogado. Que había entendido, ese domingo, que ya no lo quería. Solamente eso.

Hernán Casciari