«Sacáte la capa, sentate, estás tan flaquito… Esperá que te traigo algo de comer», le dijo. Pero Juan, sin fuerzas ni para sonreír, le contestó que no hacía falta, que ya había comido con un compañero en una hostería, y que de hecho el compañero estaba afuera, esperándolo.
La madre se quedó extrañada. Miró por la ventana y vio, a metros de la tranquera, a un hombre con sobretodo moviéndose de un lado al otro.
«Decile que entre a ese muchacho… O le llevo yo un vaso de vino», dijo la mujer. Pero el hijo respondió que no: que el hombre de afuera era bastante raro, y que cualquier cosa lo ponía nervioso.
Ese comentario preocupó a la madre. ¿Quién era ese hombre? ¿No era un muchacho? ¿Por qué estaba con su hijo si era tan raro?
«Lo encontré por el camino, mamá. Hablemos de otra cosa», dijo Juan. Y la mujer, que no quería contrariar a su hijo en ese primer día de reencuentro, cambió de tema. Entonces le habló a Juan de su novia.
«¡Me imagino la cara que va a poner cuando sepa que volviste! Seguro que estás apurado para ir a la casa de Yulia y hablar de casarse, ¿no?».
El comentario apenas le sacó una sonrisa a su hijo. La madre no entendía nada. ¿Por qué tenía la misma cara triste que tuvo el día que se fue a pelear? Ahora estaba en casa, tenía una vida nueva por delante, ya no tenía que pensar en la guerra ni en los resplandores del fuego iluminando la noche: ¡había vuelto! ¿Por qué estaba apagado y distraído? ¿Por qué no se reía, ni contaba sus proezas en el campo de batalla? ¿Y la capa? ¿Por qué se apretaba la capa contra el cuerpo, si la temperatura era buena? ¿Sería que el uniforme, abajo, estaba roto y embarrado? ¡Pero si ella era su madre! ¿Cómo podía avergonzarse delante de su madre?
En silencio, llena de dudas, la mujer le sirvió un café con pan y miró a su hijo comer. Juan masticaba como si estuviera haciendo un esfuerzo: algo insólito en su hijo, que solía masticar como un caballo. Qui zás él también estaba en shock por el regreso, pensó la madre, y para animarlo lo llevó a que viera los arreglos que había hecho en su dormitorio.
Juan aceptó y caminó hasta el cuarto con una lentitud pesada, como si se hubiera hecho viejo. Y al llegar hizo algún comentario cortés, y después se perdió mirando por la ventana: afuera estaba su compañero, caminando de un lado al otro.
«¿Me vas a decir qué pasa con ese chico?», insistió la madre, incómoda.
«No pasa nada, mamá», dijo Juan, «pero me tengo que ir».
«¿A lo de tu novia?», siguió la mujer. Trataba de ser simpática, pero estaba cada vez más angustiada.
«No sé, después veo», dijo él. «Ahora me están esperando, ya me tuvieron demasiada paciencia».
Y después de decir esto, la miró fijamente.
La madre lo acompañó a la puerta. Le dijo que lo esperaba para cenar y, antes de que se fuera, cedió al impulso de quitarle la capa.
«¡No!», llegó a gritar Juan, pero ya era tarde. La capa se había abierto un segundo y la madre empalideció.
«Juan, mi vida, ¿qué te hicieron? ¡Eso es sangre!», dijo, hundiendo la cara entre las manos. Juan no tuvo ni fuerzas para consolarla. Le repitió que tenía que irse. Lo dijo con un tono firme, pero también con una tremenda amargura.
Y después, se fue, como llevado por el viento, sin fuerza, sin necesidad de dar explicaciones.
La madre de Juan entendió todo cuando aquel hombre se llevó a su hijo. Ese hombre oscuro, el que había estado afuera todo ese rato, había tenido el buen gesto de acompañar a su hijo hasta la vieja casa, para dejar que se despidiera de su madre. Fue como una última voluntad. Después de todo la muerte es como un lobo hambriento: sabe cuándo hay que esperar… y cuándo hay que comer.