Por eso, aquella noche Miguel estaba empecinado en repetir la apuesta. Pratt estaba absorto conversando con Estela, la hija, que tenía dieciocho años y era hermosa. La pobre chica no lo soportaba pero era educada.
Cuando la sirvienta llegó con el segundo plato, Miguel fue a su estudio y volvió con una botella oscura. La etiqueta era ilegible. «Bueno, ahora el burdeos», dijo dirigiéndose a todos, pero mirando a Pratt. Y agregó: «Lo tenía en mi estudio, descorchado y respirando, como me aconsejaste la última vez».
Recién ahí Pratt desvió la atención de Estela y miró a su anfitrión. «¿Y qué vino es?», quiso saber Pratt. «Con el debido respeto, querido amigo, nunca lo vas a acertar», respondió Miguel. «Tal vez sí, tal vez no», dijo Pratt. «¿Qué querés apostar?», retrucó el anfitrión. «No sé», dijo Pratt. «Apostemos lo de siempre. Una caja de vino», propuso Miguel. «No, no… Mejor aumentemos la apuesta», arriesgó Pratt: «Apostemos la mano de tu hija. Si gano, me caso con ella. Si pierdo, te entrego mi casa y la propiedad que tengo en la Costa Azul».
Estela soltó un grito. «De ninguna manera, papá. No pienso permitir esta estupidez», dijo. La mucama, que conocía a Estela desde que era una nena y que la quería como a su propia hija, observaba incrédula y en silencio. Miguel le dijo a su hija: «Estela: Pratt no puede ganar de ninguna manera. Un experto solo puede identificar el viñedo de forma aproximada. Pero resulta que cada distrito tiene varios condados, y cada condado tiene muchísimos viñedos pequeños. Es imposible que alguien pueda diferenciarlos solo por el gusto y el olor. Si aceptás, vas a ser la dueña de dos mansiones. ¡Rica e independiente el resto de tu vida!».
Estela entonces sonrió y dijo: «Está bien, acepto. Pero si me jurás que no hay riesgo de perder».
«Soy tu padre, jamás te metería en algo así si no estuviera seguro».
Y así la apuesta estuvo consumada.
Enseguida, le sirvió a Pratt una copa de vino. Pratt levantó la copa, se la llevó a la nariz y olfateó como un profesional. Después habló: «Bien, es demasiado ligero para ser de Saint-Émilion o Graves. Obviamente es un Médoc, no hay duda. Y ahora, ¿de qué municipio de Médoc es? No puede ser Margaux. No tiene el violento buqué de un Margaux. ¿Pauillac? Tampoco. Es demasiado suave, demasiado delicado y melancólico para ser un Pauillac. No hay duda de que es un Saint-Julien».
Miguel tragó saliva: Pratt estaba en lo cierto.
«Pero ahora, el nombre del viñedo… Tanino en el paso medio y un pellizco astringente en la lengua. ¡Sí, sí, está clarísimo! El vino procede de uno de esos pequeños viñedos cerca de Beychevelle. ¿Château Talbot? ¿Puede ser Talbot? Sí, puede ser».
Dio otro sorbo, y por el rabillo del ojo vio a Miguel hacerse chiquito en la mesa. La criada dejó la bandeja en el aparador y empezó a retroceder, como para no perturbar el silencio.
«¡No! ¡Ya lo tengo! Es un Château Branaire-Ducru de 1934. Un lindo viñedo, con un castillo precioso. Lo conozco bien. No sé cómo no lo reconocí inmediatamente. Esa es mi respuesta», sentenció Pratt.
Miguel se quedó clavado en la silla. Estela dijo: «Dale, papá. Mostrá la etiqueta. Quiero mis propiedades en la Costa Azul». Pero Miguel, blanco como un fantasma, miró a su invitado. Pratt lo miraba sonriente, con la tranquila arrogancia del vencedor.
Entonces ocurrió lo siguiente: la sirvienta se acercó al chef Pratt con algo en la mano. «Creo que son suyos, señor», le dijo, y le extendió unos anteojos. «¿Míos? Ah, sí, puede ser. Gracias», dijo Pratt. La sirvienta sonrió un poco irónica y dijo: «Los dejó sobre el escritorio del señor Durand cuando entró solo al estudio antes de cenar, ¿se acuerda?». Y la sirvienta le guiñó un ojo a Estela, antes de irse con la bandeja.
Pratt se puso todo colorado, agarró los anteojos y los guardó en el bolsillo superior. No vio llegar la trompada de Miguel Durand, ni la patada en el estómago de Estelita Durand cuando su cara golpeó secamente contra el piso. Desde ese día los Durand tienen tres propiedades. Y los veranos… los pasan en la Costa Azul.