Comparadas con el faldón de tela, las charreteras, la sotana o la peluca blanca, podemos decir que la corbata es un adorno menor, casi el último suspiro de una larga serie de disfraces. Pero lo cierto es que, antes de que reinara en este mundo el Hombre Corbata, los destinos de la humanidad estaban en manos de un grupo mucho más ostentoso. Esos tiempos oscuros son conocidos como la era del Hombre Falda (u Hombre Pollerita, en jerga americana).
Este ejemplar, poderosísimo, podía llegar a ser Rey o a ser Papa como máximo escalón de dominio, pero tenía en el camino docenas de disfraces intermedios igual de magnánimos: virrey (minifalda), cardenal (falda recta tableada), príncipe (kilt, o falda escocesa), monseñor (falda plisada), archiduque (faldón con doble ruedo), obispo (falda cruzada en tonos ocres), y un variado y colorido etcétera.
Cada uno de estos escalafones requería de un disfraz monumental y emperifollado en donde nunca debía faltar, por lógica, una falda, y al mismo tiempo algún elemento multiforme y llamativo en la testa. Los seres con falda pero sin algo extravagante en la cabeza se denominaban mujeres. Y lo contrario, antílopes.
Cuanto más tardaba un hombre poderoso en disfrazarse por la mañana, mayor era su rango y su impunidad. Al principio del siglo XIII hubo reyes que, al acabar de vestirse, debían volver a quitarse los atuendos porque ya era otra vez la hora de dormir. Éstos eran, sin duda, los hombres más poderosos sobre la Tierra.
Hoy los Reyes casi han perdido el poder magnánimo de su disfraz. Su figura monárquica sólo es simbólica y se conserva, en algunos países menores, para que las señoras de avanzada edad tengan de qué hablar por la tarde en la peluquería, y para que sus maridos jueguen a las cartas con la baraja llamada alta, o figuras.
Pero en cambio la vertiente cristiana del Hombre Falda u Hombre Pollerita (hablamos aquí del «sacerdote», en cualquiera de sus jerarquías) tiene, aún hoy, un poder tenebroso que sigue basándose en la ostentación de su indumentaria. El poder del clérigo está ligado, íntimamente, al oscuro secreto de su disfraz. Nadie sabe, a ciencia cierta, cuánto tarda un Obispo en vestirse o desvestirse; sólo algunos niños pueden dar cuenta de esto, pero son más tarde silenciados con dinero.
El cristianismo sigue siendo entonces, por acumulación económica, el gobierno mejor disfrazado del mundo, por eso funciona sin necesidad de territorio: están en todas partes donde haya un señor gordo generosamente ataviado con sotana o faldón acampanado de tonos púrpuras.
Durante todo el siglo XIV, por ejemplo, hubo tres clases sociales diferenciadas. Estaban los disfrazados, los bien vestidos y los mal vestidos. La pirámide de poder indicaba que los disfrazados mandaban sobre los bien vestidos, quienes a su vez sojuzgaban a los mal vestidos.
La frontera entre los bien vestidos y los mal vestidos, en ciertas regiones de Europa, era mínima. En Francia, por ejemplo, únicamente los diferenciaba el olor.
A mediados del siglo XV aparece una cuarta clase social en el concierto de las indumentarias. Esto ocurre cuando el navegante Colón (un bien vestido) le pide dinero a los Reyes Católicos (dos disfrazados) para dirigirse en barco junto con un grupo de reos (mal vestidos), a conquistar nuevas tierras.
El hombre moderno descubre entonces a los desvestidos, que son muchísimos y saben bailar muy bien.
Los desvestidos, sin embargo, no cuajan bien en un mundo regido por la vestimenta reglamentaria. El Hombre Falda —o Pollerita— cubre con telas y ropajes al desvestido, y lo hace con mano dura. Una vez ataviado, el desvestido ocupará el cuarto lugar en las posiciones sociales de entonces, bajo el nombre de «esclavo», más tarde «soldado» y recientemente «albañil».
Así comienza una era en donde el antiguo mal vestido (ahora llamado comerciante) tiene, por fin, a alguien de quien burlarse. A esta burla se le llamará, más tarde, el capitalismo.
El Hombre Bota nace en este intermedio. Es un ejemplar violento que ocupará un lugar preponderante en los conflictos entre el Hombre Falda y el Bien Vestido, dos grupos (éstos) que comenzarán a pelear por las ganancias económicas de los Desvestidos.
En general, las guerras de lo siglos XVII a XIX ocurren entre pueblos que acostumbran llevar divertidos disfraces, sobre todo en la cabeza. Turbantes los árabes, tefilines los hebreos, cascos los romanos, cuernos los vikingos, sombreros los cowboys, los indios plumaje. Cada grupo de poder pone como excusa la religión o las tierras, la libertad o la dignidad, el honor o la rencorosa deuda, pero en realidad cada quién defiende a muerte la coquetería de su particular sombrerito.
Finalmente triunfará el Bien Vestido, relegando así el poder de los Hombres Falda a una segunda categoría: los Reyes serán conminados a darse la mano entre sí por el resto de la eternidad, mientras que los clérigos tendrán como castigo devolver trescientos cuarenta dólares por cada niño manoseado.
El Bien Vestido, con el correr de los siglos, decide hacer uso de su posición de poder utilizando únicamente un esbozo de disfraz, al que llamará «corbata». En este punto de la historia se desarrolla una idea muy avanzada: la corbata, que es un símbolo primario de poder, será usada también por el esclavo. La diferencia sólo radica en que los bien vestidos usarán corbatas de un pueblo llamado Italia.
Según los historiadores contemporáneos, hay dos clases de hombres que usan corbata: aquellos que se ven obligados, y aquellos que lo desean. Vamos a centrarnos en el segundo grupo. Hay dos clases de hombres que desean usar corbata: los que suponen que así se verán mejor, y los que sospechan que así se verán más serios. Quedémonos otra vez con el segundo grupo. Hay dos clases de hombres que desean usar corbata para parecer más serios: los empresarios y los políticos. Esta rama de la rama de la rama de los primeros Hombres Corbata, es la que ha dominado el mundo durante todo el siglo XX.
El resto de hombres con corbata son quienes antiguamente se denominaban «esclavos» y ahora se llaman «funcionarios públicos» o «empleados del Estado».
Para despistar, el Hombre Corbata inventa (a finales del siglo XIX) los Juegos Olímpicos, una fiesta deportiva en donde la gente cree que las personas del resto del mundo se visten con atuendos típicos.
Allí se muestra a mexicanos con sombreros gigantes, a rusos con pantalones anchos, a españoles con camisas a lunares, y a africanos con taparrabos de mil colores. Todo es mentira. El mundo se viste de dos maneras: cuando los mal vestidos quieren estar cómodos se desajustan la corbata, y cuando tienen una fiesta se la ajustan. A excepción de la clase baja, que cuando está de fiesta se pone la corbata en la cabeza.
A principios del siglo XXI la corbata comienza a desaparecer, lenta, paulatinamente. En este nuevo tiempo sólo la utilizan (por placer) los ladrones obsesionados con el dinero. En las televisiones del mundo los hombres con corbata ya son únicamente banqueros, directivos de compañías telefónicas, senadores, presidentes de gobiernos democráticos y otros políticos de calaña diversa. Las usan de seda, casi siempre rojas con un traje oscuro, delante de una camisa blanca.
El ya caduco Hombre Falda, y el misterioso Hombre Disfrazado de los tiempos antiguos, utilizaba sus atuendos para despistar y robar, para matar y desposeer. Y lo hacía, al menos, con coquetería y con disimulo.
El actual Hombre Corbata, cercado por las camisetas y los vaqueros del nuevo Hombre Sport, ahora roba sin pudor porque sabe que le queda poco tiempo. El Hombre Corbata de hoy no devuelve el cambio de los teléfonos públicos. Sus bancos cobran comisiones que no tienen motivo. Sus países propician guerras absurdas y se jactan de ello. Y no hacen nada por disimular su maldad, por disfrazarla.
Saben que les queda, como mucho, diez o doce años de robar y de mentir. La decadencia del Hombre Corbata es un hecho conocido por todos, olfateado y sospechado.
El hombre con corbata está muriendo ahogado, y mientras muere da muy torpes manotazos y nos roba monedas de cincuenta centavos o céntimos. Engaña a los adolescentes con el valor de un mensaje de teléfono. Sonríe con sonrisa helada en las televisiones mientras su corbata brilla. Su disfraz perezoso y antiguo, sin embargo, muestra todas las hilachas de los tiempos.
El Hombre Corbata da lastimeros manotazos, estira la mano con gracia, pero no para salvarse. El hombre con corbata es tan obcecado que manotea el aire con el afán de conseguir una corbata nueva, un poco más cara que la que ya tiene, antes de morir. Esto es lo mejor que está ocurriendo en los tiempos en que vivimos.
El castigo es poético, milimétrico y ejemplar.