Cuando lo veo le digo:
—¿Qué tienes ahí?
—Una bufanda —me responde sin mirarme a los ojos.
—¿Con este calor? —le pregunto.
Entonces me dice algo muy gracioso:
—Es que aquí dentro el tiempo es loco.
Santiago Parrilla y el Niño Andoni arrastran dos cajones de coca colas por los pasillos. Cuando me ven se hacen los suecos. No les pregunto nada y sigo camino como si no existieran. Las enfermeras también están en el ajo. Al verme susurran y bajan la vista, cómplices. Cuando es necesario llevar tablones, mesas y sillas, el doctorcito me llama a su despacho para que no vea la movida. Todos intentan sin éxito que yo no descubra mi despedida.
Saldré a la calle (por primera vez después de trece años) el miércoles a las ocho de la mañana. Por lo que supongo que la fiesta que me preparan ocurrirá mañana por la tarde, y durará hasta la noche.
Me siento un poco extraño: a veces feliz, a veces muy triste. Casi toda mi vida adulta la pasé entre cuatro paredes. Siempre hubo un muro alto, de piedra, entre la vida real y yo.
Hay algo horrible en las despedidas. Y es que después te quedas solo. El rumor de la fiesta se apaga, la gente con la que te has reído ya no está, y lo que comienza es difuso y complicado.
Tiene razón el Vizconde: aquí dentro el tiempo es loco. Pero, ¿cómo será el tiempo allá afuera? ¿Habrá, como aquí, un grupo de personas que me quieran? ¿Alguien fingirá bufandas para homenajearme? ¿Las mujeres reales serán tan tiernas como mis enfermeras?
El próximo miércoles, cuando escriba aquí mi última crónica, lo haré desde un cibercafé, o desde la casa de mi madre, o desde algún sitio desconocido donde la gente pasa y se va sin saludar.
Es un hecho: mañana dejo este lugar para siempre. Y también los dejo a ellos, a mis amigos. Debería haber una palabra en español que indique felicidad y tristeza al mismo tiempo. Quizás la haya. Posiblemente la palabra sea «despedida».