Pero la nena quiere ir a ese cumpleaños porque se lleva bien con Luciana. Cuando su mamá limpia esa casa, Rosaura y Luciana toman la leche juntas, hacen la tarea, se cuentan secretos… Se acompañan casi todas las tardes, así que a Rosaura le parece lógico estar en la fiesta de su amiga. Luciana, además, le dijo que iban a contratar a un mago, y que el mago iba a ir… ¡con un mono! «Mamá, si eso es cosa de ricos, entonces quiero ser rica», dice Rosaura fascinada.
El día del cumpleaños, Rosaura se prepara con dedicación. Su mamá Herminia le plancha el vestido de Navidad, le enjuaga el pelo con vinagre de manzana, y la deja tan hermosa que la señora Inés (la mamá de Luciana) se lo dice apenas la ve: «Qué linda estás hoy, Rosaura».
La nena le sonríe, entra a la casa con confianza, y ni bien ve a Luciana le pregunta al oído dónde está el mono. «En la cocina», responde Luciana en secreto, así que Rosaura va corriendo a la cocina para verlo. Y ahí está el bicho, en su jaula, meditando como un profesional. Rosaura lo observa embelesada cada una de las veces que entra a la cocina con la excusa de buscar algo. Ella sabe que lo suyo es un privilegio: Inés solo la deja pasar a ella porque el resto de los nenes puede hacer desastres ahí dentro. Ya que está, además, de salida lleva alguna cosa a la mesa sin que le tiemblen las manos: ella, Rosaura, no es de mantequita como el resto de las invitadas. Menos todavía como esa estúpida con moño que la mira con recelo.
«¿Vos quién sos?», pregunta la muy boba.
«Soy amiga de Luciana», dice Rosaura.
«Conozco a sus amigas y nunca te vi», insiste la otra.
«Todos los días hacemos la tarea juntas», dice Rosaura.
«Pero eso no es ser amiga», sigue la otra. Y la charla avanza hasta que Rosaura recuerda algo que dijo su mamá, y le aclara: «Soy la hija de la empleada». La mamá le había dicho que tenía que agregar «y a mucha honra», pero a Rosaura ese cierre le parece un poco demasiado. Justo cuando está pensando si está bien decir la parte de la honra, aparece la señora Inés preguntándole a ella, que conoce la casa mejor que nadie, si puede ayudarla a servir las salchichas.
Rosaura mira a la del moño con ojos de triunfo, como diciéndole «¿Viste que conozco la casa?», y se va a traer una bandeja. Después el cumpleaños sigue: hay carrera de embolsados, mancha agachada, quemado, y Rosaura es tan buena en los juegos (es mucho más avispada que el resto de las nenas) que en las competencias grupales todos quieren tenerla en su equipo.
Rosaura está en la gloria. Sigue en su nube perfecta mientras ayuda a Inés a servir la torta y se siente con el poder de decidir a quién le da la mejor tajada: a la tarada del moño, por ejemplo, le da una porción finita como una feta de fiambre. Y vive un clímax cuando el mago, en el cierre, la hace pasar para un número y la despide diciéndole «Adiós, señorita condesa».
Eso, lo de «condesa», es lo primero que Rosaura cuenta cuando su mamá la va a buscar. Como toda respuesta, Herminia le da un coscorrón suave y le dice «Mírenla a la condesa», intentando ocultar cierta satisfacción.
Las dos están en el hall de entrada esperando que Inés venga a despedirlas. Rosaura le explica a su madre que a cada invitado que se va Inés le da una bolsita con cotillón. Si es una nena, una pulsera. Si es un nene, un yoyó. Rosaura piensa que quizás a ella le den las dos cosas, y es por eso que mira con tanta expectativa cuando Inés aparece en el zaguán.
«Qué hija se mandó, Herminia», le dice Inés a la empleada, con una sonrisa inmensa. Rosaura entonces abre su mano orgullosa y ve cómo en vez de una pulsera o un yoyó le ponen un canuto con plata. «Te lo ganaste en buena ley. Gracias por todo, querida», dice Inés ante la mirada, ahora fría, de Rosaura. Después, mientras la nena se aprieta contra el cuerpo de su madre, la señora Inés, siempre sonriente, se va con el cotillón a despedir a los invitados.