Hasta que un día un viajero que andaba de paso por la zona —y que curiosamente se llamaba Borges— le pidió alojamiento al Inglés, porque no tenía dónde pasar la noche.
El Inglés le abrió la puerta y le dio de comer. Durante horas, en la cena, los dos tomaron vino y hablaron de Inglaterra (ahí Borges se enteró de que el Inglés era, en realidad, irlandés), y ya medio borrachos los dos pasaron a una conversación más honesta.
Fue entonces cuando Borges le preguntó al Inglés cómo se había hecho la cicatriz, y el Inglés, después de dudar, le dijo: «A usted se lo voy a contar». Y le explicó esta historia.
A principios del siglo XX, en Irlanda, él era uno de los muchos jóvenes que peleaban para independizarse de Gran Bretaña. El Inglés estaba en el Ejército Republicano Irlandés (el famoso IRA), participaba de reuniones clandestinas, siempre a punto de morir, y estudiaba con cuidado a las personas que querían ser militantes.
Entre esos extraños apareció, un día, John Vincent Moon: un chico de veinte años que repetía como un loro las sentencias del Partido Comunista y que estaba convencido de que la revolución iba a triunfar.
Como pasa en estos casos, la llegada del «nuevo» reavivó la discusión política, y el Inglés y Moon se enfrascaron en un debate que empezó en un local clandestino pero terminó en la calle, en medio de la guerra civil.
Tan compenetrados estaban que no vieron, al salir, el desastre en el que se habían metido. En la calle llovían balas de las Fuerzas de Seguridad Británicas, y para el momento en que empezaron a correr, fue tarde: un proyectil rozó el hombro derecho de Moon, que se quedó duro, no por el dolor sino por el pánico.
De repente, todos los libros que había leído no le sirvieron más. Moon estaba acobardado: se puso a llorar y se salvó gracias al Inglés, que lo metió rápido en un inmenso edificio del Estado que estaba fuera de uso.
Al día siguiente, siempre en el escondite, Moon (que no estaba herido de gravedad) amaneció mejor y hasta con ganas de charlar. Pero el Inglés le dijo que no había tiempo para charla, que había que salir cuanto antes para reunirse con los demás compañeros. Entonces Moon volvió a paralizarse: dijo que le dolía la herida, aunque en el fondo el Inglés se dio cuenta de que Moon tenía miedo.
Sintió compasión por él. Y lejos de abandonarlo, decidió salir a las reuniones de militancia y volver a última hora para asistir a su compañero herido. Así lo hizo nueve días seguidos, en los que al regresar (siempre a las siete de la tarde) le traía comida y remedios, hasta que el décimo día, con las calles en plena guerra, el Inglés volvió antes, decidido a llevarse a Moon, porque era demasiado peligroso seguir ahí.
Pero al entrar al edificio escuchó la voz de Moon que, desde una habitación, hablaba con alguien. «El Inglés vuelve a las siete», susurraba Moon. «Pueden arrestarlo cuando entre a la casa».
Moon lo estaba vendiendo a cambio de que el gobierno le garantizara un salvoconducto. Ni bien el tipo del Gobierno se fue, el Inglés abrió la puerta y corrió a Moon por todo el edificio. Lo acorraló en una habitación y, con una espada filosa, de una rara forma curvilínea, el Inglés le hizo a Moon una tremenda marca en la frente, como una medialuna de sangre.
Llegada esta parte del relato, Borges, mareado por el alcohol, miró fijo al Inglés y se detuvo en la cicatriz semicircular que le recorría la cara. Pero Borges no dijo nada. Impasible, con los ojos vidriosos, el Inglés entonces terminó el relato.
«Después», dijo, «el traidor cobró el dinero del gobierno y huyó al sur de Brasil, hasta que terminó instalado en este campo».
«¿Lo que me está contando es una confesión?», preguntó Borges.
Y el Inglés le contestó: «Sí. Esta es mi confesión. Se lo conté al revés para que usted me escuchara hasta el final. Yo soy Vincent Moon. Ahora, si quiere, desprécieme».