Desde la terraza de su mansión, Leopoldo las vio y sintió pánico. Pero como la ciudad entera parecía seguir con su vida normal, intentó relajarse y se sentó a almorzar como si no pasara nada.
Mientras comía, sin embargo, uno de sus sirvientes, que atravesaba el inmenso y fastuoso jardín con una bandeja, pegó un grito. En su espalda, notó Leopoldo, había un agujerito. Y en el fondo de la carne todavía chirriaba la chispa que le había atravesado el cuerpo.
A Leopoldo se le fue el hambre. Sin decir nada volvió a la terraza. Aunque ya no llovía, el suelo estaba lleno de pelotitas de cobre caliente y la ciudad, esta vez, había enmudecido. Desconcertado, sobre todo porque el cielo seguía azul, se preguntó si se venía un cataclismo y si tendría que huir cuanto antes. Pero en ese instante sonaron unas campanas y la ciudad recuperó su ritmo, e incluso la gente salió de sus casas y se puso a juntar los granos de cobre para venderlos por ahí. La amenaza había terminado y las personas estaban extrañamente contentas.
Esa noche, para celebrar él también, Leopoldo invitó a cenar a dos amigos y después se fueron de juerga por ahí. La ciudad era un carnaval. Y Leopoldo la disfrutó hasta que quedó agotado, volvió a su casa y se tiró a dormir su borrachera.
Al despertarse, estaba bañado en transpiración. Afuera llovía fuerte, y cuando se apoyó en la ventana para mirar sintió el calor de la pared y se tiró para atrás, horrorizado. La lluvia de cobre había vuelto, y esta vez más fuerte que nunca. El aire era un vaho caliente y con olor a pis, los árboles del jardín estaban negros y sin follaje y el piso estaba repleto de hojas carbonizadas… Pero el cielo seguía tan celeste como siempre.
Leopoldo llamó a su servidumbre, pero todos se habían ido. Así que se envolvió con una manta, se tapó la cabeza con una olla de metal y corrió hasta las caballerizas para agarrar un caballo y huir. Ahí vio que los animales ya se habían escapado. Leopoldo supo que estaba perdido. Y que su único resguardo era el sótano: ahí no llegaba la lluvia, y además tenía una despensa que lo ayudaría a resistir hasta que todo pasara.
Ya abajo, Leopoldo se tomó un vino entero y después, reanimado por el alcohol, sacó de un rincón secreto un vino envenenado. En esa época, todos los que tenían bodega guardaban uno, aunque no lo usaran nunca. Y no estaba de más tenerlo. Si salía a la calle, iba a morir carbonizado. Si se tomaba el veneno, en cambio, la muerte le pertenecía: era su decisión.
Con esa tranquilidad, Leopoldo se asomó por la ventana para ver ese espectáculo histórico. El aire es-taba rojo, los árboles se retorcían, las casas se derrumbaban y la gente que intentaba huir quedaba frita en las calles. Por no hablar del viento: era como un alquitrán caliente que revolvía el fuego y el olor a grasa cadavérica.
Leopoldo se largó a llorar. Tarde o temprano ter-minaría como ellos. O al menos eso pensaba, cuando la lluvia, sorpresivamente, empezó a parar. Leopoldo ya no entendía nada: la vida había perdido su lógica. Con cautela, salió a la calle y vio la inmensa ruina en que se había convertido su ciudad. Todo era humare-das y cuerpos carbonizados, y un inmenso arenal de cobre en los márgenes.
Por ahí, en el medio de toda esa desolación, Leopoldo vio un bulto que vagaba entre las ruinas; era un hombre que venía del puerto, donde el escenario era igual de terrible: los barcos ardían, los muelles y los depósitos se habían prendido fuego y el río era una crema amarga y oscura.
Leopoldo invitó a ese otro hombre a su sótano para comer y tomar algo, y celebrar que estaban vi-vos, pero ni bien lo dijo el metal volvió a llover, más compacto y pesado que nunca, y tuvieron que apurar el paso.
Ya en las catacumbas, mientras el otro visitante comía y tomaba con desesperación, Leopoldo decidió aprovechar el agua del tanque para darse un baño.
Una vez en el agua, fresco y limpio por última vez, se tomó la botella de veneno y terminó así su vida de hombre rico.
La vida de un hombre rico que, a la hora de morir, era idéntica a la de cualquiera.