«La lluvia de fuego», de Leopoldo Lugones
5m
Play
Pausa

Compartir en

100 covers de cuentos clásicos

Compartir en:

Dice Lugones que a las once de la mañana cayeron las primeras gotas. Pero no eran gotas, eran chispas. Eran partículas de cobre hirviendo que pegaban contra el suelo como si fueran arena. 

Desde la terraza de su mansión, Leopoldo las vio y sintió pánico. Pero como la ciudad entera parecía seguir con su vida normal, intentó relajarse y se sentó a almorzar como si no pasara nada. 

Mientras comía, sin embargo, uno de sus sirvientes, que atravesaba el inmenso y fastuoso jardín con una bandeja, pegó un grito. En su espalda, notó Leopoldo, había un agujerito. Y en el fondo de la carne todavía chirriaba la chispa que le había atravesado el cuerpo. 

A Leopoldo se le fue el hambre. Sin decir nada volvió a la terraza. Aunque ya no llovía, el suelo estaba lleno de pelotitas de cobre caliente y la ciudad, esta vez, había enmudecido. Desconcertado, sobre todo porque el cielo seguía azul, se preguntó si se venía un cataclismo y si tendría que huir cuanto antes. Pero en ese instante sonaron unas campanas y la ciudad recuperó su ritmo, e incluso la gente salió de sus casas y se puso a juntar los granos de cobre para venderlos por ahí. La amenaza había terminado y las personas estaban extrañamente contentas.

Esa noche, para celebrar él también, Leopoldo invitó a cenar a dos amigos y después se fueron de juerga por ahí. La ciudad era un carnaval. Y Leopoldo la disfrutó hasta que quedó agotado, volvió a su casa y se tiró a dormir su borrachera.

Al despertarse, estaba bañado en transpiración. Afuera llovía fuerte, y cuando se apoyó en la ventana para mirar sintió el calor de la pared y se tiró para atrás, horrorizado. La lluvia de cobre había vuelto, y esta vez más fuerte que nunca. El aire era un vaho caliente y con olor a pis, los árboles del jardín estaban negros y sin follaje y el piso estaba repleto de hojas carbonizadas… Pero el cielo seguía tan celeste como siempre.

Leopoldo llamó a su servidumbre, pero todos se habían ido. Así que se envolvió con una manta, se tapó la cabeza con una olla de metal y corrió hasta las caballerizas para agarrar un caballo y huir. Ahí vio que los animales ya se habían escapado. Leopoldo supo que estaba perdido. Y que su único resguardo era el sótano: ahí no llegaba la lluvia, y además tenía una despensa que lo ayudaría a resistir hasta que todo pasara.

Ya abajo, Leopoldo se tomó un vino entero y después, reanimado por el alcohol, sacó de un rincón secreto un vino envenenado. En esa época, todos los que tenían bodega guardaban uno, aunque no lo usaran nunca. Y no estaba de más tenerlo. Si salía a la calle, iba a morir carbonizado. Si se tomaba el veneno, en cambio, la muerte le pertenecía: era su decisión.

Con esa tranquilidad, Leopoldo se asomó por la ventana para ver ese espectáculo histórico. El aire es-taba rojo, los árboles se retorcían, las casas se derrumbaban y la gente que intentaba huir quedaba frita en las calles. Por no hablar del viento: era como un alquitrán caliente que revolvía el fuego y el olor a grasa cadavérica.

Leopoldo se largó a llorar. Tarde o temprano ter-minaría como ellos. O al menos eso pensaba, cuando la lluvia, sorpresivamente, empezó a parar. Leopoldo ya no entendía nada: la vida había perdido su lógica. Con cautela, salió a la calle y vio la inmensa ruina en que se había convertido su ciudad. Todo era humare-das y cuerpos carbonizados, y un inmenso arenal de cobre en los márgenes.

Por ahí, en el medio de toda esa desolación, Leopoldo vio un bulto que vagaba entre las ruinas; era un hombre que venía del puerto, donde el escenario era igual de terrible: los barcos ardían, los muelles y los depósitos se habían prendido fuego y el río era una crema amarga y oscura.

Leopoldo invitó a ese otro hombre a su sótano para comer y tomar algo, y celebrar que estaban vi-vos, pero ni bien lo dijo el metal volvió a llover, más compacto y pesado que nunca, y tuvieron que apurar el paso. 

Ya en las catacumbas, mientras el otro visitante comía y tomaba con desesperación, Leopoldo decidió aprovechar el agua del tanque para darse un baño. 

Una vez en el agua, fresco y limpio por última vez, se tomó la botella de veneno y terminó así su vida de hombre rico. 

La vida de un hombre rico que, a la hora de morir, era idéntica a la de cualquiera.

Leopoldo Lugones
Una adaptación de Hernán Casciari