Pero ahora el Turco, el dueño de todo eso, había construido unas piecitas en el piso de arriba y había traído, por primera vez, una puta. Que encima no era cualquier puta: era (y esa es la noticia que dejó a estos chicos boquiabiertos) la madre de Ernesto.
Ernesto era un amigo de ellos, muy cercano, un pibe que ese verano se había ido al campo con el padre.
Ernesto vivía solo con su papá desde que la madre, unos años antes, se había mandado a mudar con una de esas compañías de teatro que se van en casas rodantes. Los abandonó, la madre. Y ahora parecía que había vuelto. Como puta. Estos tres chicos no lo podían creer.
Cuando uno de los tres contó la noticia de que la puta era la mamá de Ernesto, se quedaron un rato callados, sin decir nada. Y se empezaron a acordar de lo buena que estaba la mamá de Ernesto. Era una morocha cuarentona a la que, ya en esa época de los trece, catorce años le tenían unas ganas bárbaras.
Entonces uno dijo: «Qué cagada, si no fuera la madre de Ernesto sabés como íbamos…».
Pero Julio, el más práctico de los tres (o el que estaba más caliente), dijo: «Todas estas minas son la madre de alguien. Si no aprovechamos ahora, no sabemos cuándo el Turco va a traer otra».
Y una semana después decidieron ir. Julio fue a buscar un auto prestado y los otros dos lo esperaron charlando en una esquina. Uno dijo: «¿Cómo estará ahora?». Y el otro preguntó: «¿Quién? ¿La mina?». No quiso decir «la madre», o no pudo decirlo. Se querían olvidar de todas las veces que habían ido a jugar a la casa de Ernesto y la mujer les preguntaba si querían tomar la leche o ver la tele. Le tenían miedo a ese recuerdo.
En eso estaban, medio nerviosos, cuando llegó Julio con el auto de su hermano grande y con una botella de whisky Criadores que le había robado al padre. Tomaron del pico para bajar la ansiedad, y mientras iban al prostíbulo en el auto se acordaron en voz alta de la mamá de Ernesto: sus ojos siempre pintados, las caderas grandes, y sobre todo esa tarde en que ella se agachó a prender el horno y se le escapó medio escote por la blusa… y ellos miraron, abriendo los ojos como el dos de oro.
«Al final», dijo Julio, «estamos haciendo justicia por Ernesto, pobre, que le tocó una madre tan puta». Y así empezaron a envalentonarse. Y llegaron al prostíbulo medio creyendo que estaban haciendo algo noble por su amigo.
Arreglaron con el Turco la plata y subieron a una salita que tenía una puerta cerrada. Se sentaron a esperar. Estaban inquietos. Hicieron dos o tres chistes, de puro nervio, hasta que se abrió la puerta y salió un cliente. Un gordito que les revoleó los ojos como diciendo «no saben lo que es esa mina». Y bajó la escalera contento, el gordito.
Fue ahí, justo cuando los tres se miraban para ver quién iba a pasar primero, justo ahí, que apareció la madre de Ernesto.
Se quedó parada en la puerta. Se había teñido de rubio y tenía un déshabillé entreabierto, y abajo no tenía corpiño. Con la mirada un poco distraída y una sonrisa profesional les dijo: «¿Y? ¿Quién entra?».
Ninguno de los tres pudo contestar nada. La miraban. La mujer insistió con la voz pegajosa, un poco grave del cigarro: «Vamos, ¿quién entra?».
Esta vez la pregunta resonó como una orden, así que los tres se pusieron de pie al mismo tiempo y Julio dijo: «Voy yo, voy yo».
Pero justo cuando Julio dio dos pasos, ella los miró a los tres a los ojos y la escena se detuvo. Al principio la cara de la mujer fue de sorpresa, o de confusión. Pero después fue cambiando el gesto, que se convirtió en una expresión de miedo puro.
Y dijo: «¿Le pasó algo a Ernesto?». Así dijo: «Chicos, ¿le pasó algo a Ernesto?».
Y entonces, con un ademán rápido, maternal, se tapó el cuerpo con el déshabillé.