La madre de todas las desgracias
10m

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Los que vivimos tan lejos, con un Atlántico en el medio, tenemos un tema tabú. Sabemos (nos aterra saberlo) que alguna vez tendremos que sacar un pasaje urgente, viajar doce horas en avión con los ojos desencajados, para asistir al entierro de uno de nuestros padres, que ha muerto sin nuestra cercanía. Es un asunto horrible que ocurre tarde o temprano, por ley natural. No es una posibilidad, es una verdad trágica que nos acecha cada vez que suena el teléfono de madrugada. Pues bien. Mi teléfono ha sonado.

—Tenés que venir —dijo mi madre, con la voz apagada de dolor, el jueves por la madrugada.

—¿Qué pasa?

—Papá se muere…

—¿Estás segura? —pregunté sin necesidad.

—Te estoy diciendo que se muere —se ofendió—. Él todavía no sabe.

—No le digas —aconsejé—, no hagas como siempre.

—No sé qué hacer, Hernán —me dijo llorando—, tenés que venir.

—¿Pudiste ver cómo se muere, cuándo?

—Accidente de tráfico, mañana viernes —me dijo con precisión milimétrica, y repitió— Tenés que venir.

Corté la comunicación con un nudo en la garganta.

Lo más complicado fue explicarle a Cristina que realmente teníamos que viajar a Buenos Aires. Yo le había hablado muchas veces sobre los presagios de Chichita, pero sin énfasis. Durante estos siete años en España le conté anécdotas de mi infancia y juventud en donde mi mamá tenía clarividencias exactas y presentimientos puntuales, pero siempre lo hice restándole importancia, nunca dije toda la verdad.

Y lo cierto es que la verdad me avergüenza. Quien no ha nacido en una familia signada por las premoniciones no sabe, no puede saber cuánto sufre el hijo de una madre psíquica. Desde chico conviví con lo esotérico, sin desearlo en absoluto. Así como otros niños asumen que han nacido en una familia de carpinteros, o de intelectuales, o incluso de ciegos, yo asumí muy temprano que mi madre podía anticipar el destino. Nunca me pareció nada del otro mundo.

Al contrario. Cuando empecé a visitar a mis amiguitos, a entrar en otras casas y conocer a otras madres, me llamó siempre la atención que las demás señoras no tuviesen ni una pizca de percepción extrasensorial. Las madres ajenas esperaban ansiosas el boletín de calificaciones de sus hijos. En casa no.

Una vez, a los once años, me desperté contento para ir al colegio. Cuando estaba saliendo de mi habitación apareció Chichita, de la nada, y me reventó la cabeza de un sopapo.

—¡Tres semanas sin televisión! —me dijo enojadísima— Y a ver si estudiás un poco, sinvergüenza. ¡Caradura!

Dos días más tarde, en la escuela, me entregaron el boletín, lleno de malas notas. Cuando se lo di lo firmó sin mirarlo, no le hizo falta.

Y así siempre. Toda la vida. Una vez, con mis ahorros, me compré un cachorro de foxterrier, precioso, juguetón, y cuando llegué a casa encontré a Chichita haciendo un pozo en el patio:

—Le va a agarrar moquillo —me dijo triste—. Se te muere el dos de mayo. Ponele nombre rápido así le mando hacer una lápida.

A Roberto y a mí nos arruinó, sin querer, todos los mundiales de fútbol. En 1986, casi un mes antes de que empezara el de México, Chichita salió a la plaza San Martín, con banderas y trompetas. En el 90 en cambio empezó a despotricar contra los alemanes desde abril. Y cuatro años más tarde, la tarde del partido inaugural, directamente nos dijo:

—Maradona se papea.

Por su culpa no podíamos enterarnos de nada a tiempo. Siempre supimos las cosas antes que nadie.

Pero lo peor de todo eran sus premoniciones personales. Las madres corrientes siempre están en contra de las novias de sus hijos, es verdad. Pero como mucho dicen «esa chica no me gusta», o «es muy grande para vos», nunca pasan de ahí. Cuando yo le presentaba una novia a Chichita, ella iba mucho más lejos:

—Cuidado con esa tal Claudia —me dijo una vez de una rubia de la que yo estaba enamorado sin remedio—, tiene cara de mosquita muerta pero en dos años va a asfixiar a su hermano en un piletón.

Mi juventud fue un infierno. Supe de muertes, de desgracias, de felicidades y de premios literarios mucho antes de que ocurrieran. A los quince años ya conocía que me iba a tocar Aeronáutica en Córdoba. A los diecisiete mi madre me arrastró de los pelos a rehabilitación, justo seis meses antes de que yo empezara a coquetear con la marihuana.

Una tarde del año 2000 ya no soporté más y decidí dejar Argentina para siempre. Soñaba con tener una vida normal, sin adelantamientos trágicos. Quería una historia de amor con final incierto, una mascota con la que poder encariñarme a ciegas, un Mundial de fútbol con semifinales inesperadas. No sabía aún dónde ir, pero quería estar fuera del alcance de los vaticinios de mi madre.

Llegué a casa convencido de que había que tomar un nuevo rumbo. Ya pensaría cuál. Cuando entré a mi habitación la encontré a Chichita, llorosa, metiendo mi ropa en una valija.

—Te conviene Barcelona —me dijo—, ahí vas a tener una familia hermosa.

No quiero decir que me vine a España sólo por eso. Hubo muchos otros factores. Pero también es verdad que aquí, a doce mil kilómetros, lejos de sus vaticinios, he vivido cada instante con más tranquilidad.

El día que vi, en directo, cómo caían las Torres Gemelas, sin que nadie me lo hubiera dicho antes, lloré de felicidad. ¡Qué alegría más grande fue para mí padecer, por primera vez, una tragedia al mismo tiempo que el resto del mundo!

Mea culpa, ya lo sé. Yo nunca le había hablado con franqueza a Cristina sobre los poderes de mi madre. Las visiones de Chichita eran mucho más que esas anécdotas edulcoradas que yo solté, tres o cuatro veces, al principio de mi relación. Pero yo no quería que mi mujer me creyese loco, ni mentiroso ni, lo que es peor, demasiado latinoamericano.

Mi esposa es europea, y a todas las cosas raras que yo le cuento sobre mi juventud en Argentina las resuelve de dos maneras: o me dice «eres un mentiroso», o me dice «eso es realismo mágico». Odio ese prejuicio. ¿Por qué si un asiático levita es yoga, pero si levita un colombiano es un cuento de García Márquez? ¿Por qué si un hindú prescinde de los ahorros de toda su vida es ascetismo, y si lo hace un argentino es corralito? Hay mucho racismo intelectual en Europa.

Una vez le conté a mi mujer que al Director de Cultura de Mercedes lo habían destituido del cargo por robarse un pan de manteca de un Minimercado. No me creyó ni siquiera cuando le mostré el recorte del diario local.

—Tú y tus anécdotas mejoradas me tenéis harta —me dijo.

¿Cómo podía confesarle, entonces, que Chichita podía ver el futuro con una claridad demoledora? ¿Cómo explicarle que su propia suegra era una bruja, pero no en el sentido doméstico de la palabra? ¿Cuál es el modo correcto de darle semejante noticia a un europeo de clase media?

Pero algo tenía que hacer. El reloj corría en mi contra y yo quería estar allí para el entierro, al menos. Iba a morir mi padre el viernes, en accidente de tránsito. Teníamos que viajar. Sí o sí. Y yo debía darle a mi mujer una razón lógica, primermundista, para volar con tanta urgencia a la otra punta del mundo.

Mis propias omisiones, mis vergüenzas, me habían acorralado.

Le di muchas vueltas al asunto, pero al final no tuve el valor de ser sincero del todo. Tampoco era conveniente mentir demasiado. Decidí ofrecerle a Cristina una mentira escondida entre dos verdades. Es una técnica a la que también llamo sánguche piadoso.

—¿Qué pasa? —me preguntó sobresaltada cuando colgué con mi madre— ¿Quién ha llamado a estas horas? ¿Por qué tienes esa cara?

—Era Chichita —verdad de arriba—. Dice que mi papá está muy enfermo —mentira del medio—, tenemos que salir para Buenos Aires —verdad de abajo.

Ese mismo jueves, por la noche, conseguimos dos pasajes para el viernes temprano. No pudimos salir antes: había que dejar a Nina con mis suegros, encontrar billetes a precios razonables, hacer maletas, adelantar trabajo, etcétera. Hice lo que pude, pero me fue imposible salir más temprano. Llegaríamos a Ezeiza el viernes a las nueve de la noche. Allí nos esperaría un taxi para llevarnos a Mercedes. Ciento ochenta kilómetros más (unas dos horas) y estaríamos por fin en mi casa paterna.

Durante el vuelo le dije a Cristina toda la verdad. El sánguche piadoso tenía como objetivo que se subiera al avión, era solamente un engaño puntual. A nueve mil pies de altura ya no era necesaria la mentira. ¿A dónde iba a ir la pobre? ¿Qué podía pasar si le decía la verdad?

Ocurrió lo peor; Cristina tuvo un ataque de nervios.

—¡Tres mil cuatrocientos euros más tasas! —gritaba en plena noche, con el avión a oscuras— ¿Cómo es posible que estemos tirando ese dinero sólo porque tu madre está loca?

—No está loca, Cris —intentaba calmarla yo—. Solamente es una madre especial. Nunca ha fallado un vaticinio, jamás en la reputísima vida.

—¡Nos estamos gastando los ahorros! —aullaba ella, enloquecida, mientras los pasajeros pedían silencio o se asustaban— ¿Cómo puedes creer en esas cosas?

—Creo en lo que veo, Cristina. No me importa si es sobrenatural. Yo soy incapaz de creer que un aparato de estos pueda volar con doscientas personas adentro, y sin embargo me subo.

—¡No es lo mismo!

—Sí es lo mismo. Mi mamá ve para adelante, no falla nunca. He visto caerse aviones, pero mi vieja no falló jamás.

Mi mujer me miraba con odio, como siempre que le gano las discusiones.

—Sólo te digo una cosa —me susurró, apuntándome con un dedo—: si tu padre no se muere, olvídate de mí. Y de la niña. Más te vale que tu padre se muera hoy.

Dos azafatas intercambiaron miradas. Yo las vi.

En Ezeiza no nos dirigíamos la palabra. Estuvimos media hora como dos imbéciles viendo desfilar maletas en una cinta, cruzados de brazos, en medio de un silencio espantoso.

A las 22:04 subimos al taxi que nos llevaba a Mercedes. Le dije al conductor que hiciera lo posible por llegar antes de las doce de la noche. Fue un viaje trabado, denso, en el que no pude disfrutar de un paisaje que hacía cuatro años que no contemplaba. La llanura… Hacía tanto que no veía el horizonte real, las vacas sonsas.

Cuando pasamos Flandria tuve ganas de empezar a llorar. Eran las doce menos cuarto y yo estaba volviendo a Mercedes para enterrar a mi padre. Uno deja de ser un chico cuando muere el padre, pensé. No antes. Tuve ganas de que Cristina me abrazara, pero ella seguía con cara de culo, mirando para otro lado.

—Entre por la Cuarenta, por aquella rotonda —le dije al taxista, que era porteño.

Entonces apareció mi barrio, las casas de mis amigos, los kioscos cerrados, las motitos con chicos nuevos encima. La penumbra de siempre, los mismos baches. El taxista seguía mis indicaciones, porque no conocía Mercedes. Le dije que pasara de largo por la avenida Veintinueve y que siguiera hasta la Treinticinco, y después a la izquierda.

El choque fue justo ahí, en la esquina de la Treinticinco y la Cuarenta. Mi papá venía a pie desde la casa de un cliente. El taxista se había volteado para preguntarme la altura de la calle y no lo vio cruzar. Lo agarramos de lleno, a la altura de la cadera.

Hernán Casciari