Preocupado por el panorama, un príncipe llamado Próspero se replegó a un castillo fortificado, junto a mil caballeros y damas de su corte. Estaba decidido a que la peste no arruinara su vida de lujos.
Ahí adentro, en el castillo, donde tenían provisiones suficientes para aguantar mucho tiempo, no solamente estaría a salvo él y su gente, sino que podrían pasarla muy bien, al punto de ser casi felices.
Para eso, para que ninguna peste le arruinara la vida, Próspero se había ocupado de meter en su comitiva a varios comediantes, bufones, bailarines y músicos encargados de hacerles pasar un buen encierro.
Así, acompañado por esa pequeña multitud que él mismo había diseñado, Próspero se dedicó a pasarla bien y a esperar que la peste terminara.
Hasta que al sexto mes de cuarentena, cuando la Muerte Roja ya se había tragado a casi todo el país, Próspero redobló su apuesta y, a pesar de toda la desgracia que lo rodeaba, decidió hacer un baile de máscaras descomunal.
La celebración era suntuosa, exagerada, y ocupaba siete habitaciones que habían sido decoradas cada una de un color distinto. Además, ninguna habitación tenía lámparas ni candelabros, sino que la luz llegaba de los pasillos internos y atravesaba los vidrios (de un color distinto en cada cuarto) dando a los espacios un tono un poco surrealista.
El ambiente era increíble. Todos circulaban con sus máscaras fantasmagóricas, y las siete habitaciones eran un desfile de siluetas que cambiaban de color al pasar por los distintos cuartos.
Cada tanto, con los cambios de hora, un reloj inmenso ubicado en la habitación negra sonaba con fuerza y provocaba un silencio general.
Pero apenas terminaba de dar la hora, los gritos y las risas volvían a su volumen habitual. Hasta que se hizo la medianoche. Entonces el reloj dio doce campanadas, y hubo que callarse durante más tiempo, y en ese interín los invitados se llenaron de pensamientos oscuros.
Fue ahí, justo en la última campanada, cuando todos notaron la presencia de una figura enmascarada que hasta ese momento no había llamado la atención. Era una persona alta y flaca, que vestía una mortaja y llevaba una máscara que parecía la de un cadáver.
Nadie se rió con ese disfraz, porque era el disfraz de la peste. Era obvio: la mortaja estaba salpicada de sangre, y la propia máscara estaba manchada de escarlata: el tono que tenían los infectados minutos antes de morir.
Cuando el príncipe vio eso no lo pudo creer. «¿Quién es el imbécil que se hace el gracioso con ese disfraz? ¡No es chistoso! ¡Agárrenlo, sáquenle la máscara, y llévenlo a la horca!», gritó. Pero nadie se movía. Todos tenían miedo de infectarse.
El visitante, entonces, se empezó a acercar al príncipe, pasó a un metro de distancia y después, lentamente, empezó a recorrer todas las habitaciones: la azul, la morada, la verde, la naranja, la blanca, la violeta y finalmente la negra.
Azorado porque nadie lo frenaba, y furioso por el desaire, el príncipe Próspero agarró un puñal y corrió hacia él, y entonces vio cómo el visitante, ya en la última recámara, la de los terciopelos oscuros y los cristales color sangre, se dio vuelta para enfrentarlo.
En el acto, el príncipe gritó, soltó el puñal y se desplomó sobre la alfombra, muerto.
El resto de la gente, desesperada, se abalanzó sobre aquella figura hasta que vieron que la máscara no tapaba nada. No había nadie detrás del disfraz.
Y ahí, sí, reconocieron la presencia de la Muerte Roja.
Había llegado al castillo como un ladrón en la noche. Después de esa última revelación, los invitados fueron enfermando en las salas manchadas de sangre, y uno por uno murieron. Y el reloj se detuvo con el último suspiro. Las pocas luces se apagaron. Y las tinieblas, y la corrupción, y la Muerte Roja, lo dominaron todo.