«La máscara de la Muerte Roja», de Edgar Allan Poe
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Pausa

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Esta es la historia de un país arrasado por una peste. La llamaban «la Muerte Roja» porque en apenas media hora atacaba sus víctimas, les pintaba la cara de color escarlata y las hacía transpirar sangre hasta morir. 

Preocupado por el panorama, un príncipe llamado Próspero se replegó a un castillo fortificado, junto a mil caballeros y damas de su corte. Estaba decidido a que la peste no arruinara su vida de lujos. 

Ahí adentro, en el castillo, donde tenían provisio­nes suficientes para aguantar mucho tiempo, no sola­mente estaría a salvo él y su gente, sino que podrían pasarla muy bien, al punto de ser casi felices. 

Para eso, para que ninguna peste le arruinara la vida, Próspero se había ocupado de meter en su comi­tiva a varios comediantes, bufones, bailarines y mú­sicos encargados de hacerles pasar un buen encierro.

Así, acompañado por esa pequeña multitud que él mismo había diseñado, Próspero se dedicó a pasarla bien y a esperar que la peste terminara. 

Hasta que al sexto mes de cuarentena, cuando la Muerte Roja ya se había tragado a casi todo el país, Próspero redobló su apuesta y, a pesar de toda la des­gracia que lo rodeaba, decidió hacer un baile de más­caras descomunal. 

La celebración era suntuosa, exagerada, y ocupa­ba siete habitaciones que habían sido decoradas cada una de un color distinto. Además, ninguna habita­ción tenía lámparas ni candelabros, sino que la luz llegaba de los pasillos internos y atravesaba los vidrios (de un color distinto en cada cuarto) dando a los es­pacios un tono un poco surrealista. 

El ambiente era increíble. Todos circulaban con sus máscaras fantasmagóricas, y las siete habitaciones eran un desfile de siluetas que cambiaban de color al pasar por los distintos cuartos. 

Cada tanto, con los cambios de hora, un reloj in­menso ubicado en la habitación negra sonaba con fuerza y provocaba un silencio general. 

Pero apenas terminaba de dar la hora, los gritos y las risas volvían a su volumen habitual. Hasta que se hizo la medianoche. Entonces el reloj dio doce cam­panadas, y hubo que callarse durante más tiempo, y en ese interín los invitados se llenaron de pensamien­tos oscuros. 

Fue ahí, justo en la última campanada, cuando to­dos notaron la presencia de una figura enmascarada que hasta ese momento no había llamado la atención. Era una persona alta y flaca, que vestía una mortaja y llevaba una máscara que parecía la de un cadáver. 

Nadie se rió con ese disfraz, porque era el disfraz de la peste. Era obvio: la mortaja estaba salpicada de sangre, y la propia máscara estaba manchada de escarlata: el tono que tenían los infectados minutos antes de morir. 

Cuando el príncipe vio eso no lo pudo creer. «¿Quién es el imbécil que se hace el gracioso con ese disfraz? ¡No es chistoso! ¡Agárrenlo, sáquenle la más­cara, y llévenlo a la horca!», gritó. Pero nadie se mo­vía. Todos tenían miedo de infectarse. 

El visitante, entonces, se empezó a acercar al prín­cipe, pasó a un metro de distancia y después, lenta­mente, empezó a recorrer todas las habitaciones: la azul, la morada, la verde, la naranja, la blanca, la vio­leta y finalmente la negra. 

Azorado porque nadie lo frenaba, y furioso por el desaire, el príncipe Próspero agarró un puñal y corrió hacia él, y entonces vio cómo el visitante, ya en la última recámara, la de los terciopelos oscuros y los cristales color sangre, se dio vuelta para enfrentarlo. 

En el acto, el príncipe gritó, soltó el puñal y se desplomó sobre la alfombra, muerto. 

El resto de la gente, desesperada, se abalanzó sobre aquella figura hasta que vieron que la máscara no ta­paba nada. No había nadie detrás del disfraz. 

Y ahí, sí, reconocieron la presencia de la Muerte Roja.

Había llegado al castillo como un ladrón en la no­che. Después de esa última revelación, los invitados fueron enfermando en las salas manchadas de sangre, y uno por uno murieron. Y el reloj se detuvo con el último suspiro. Las pocas luces se apagaron. Y las tinieblas, y la corrupción, y la Muerte Roja, lo domi­naron todo.

Edgar Allan Poe
Una adaptación de Hernán Casciari