Los tres se cruzaron una única vez. Y el Cuarenta y Cinco había vencido: hirió a Constantino, mató a su hermano y escapó con la plata que se habían robado. Constantino juró venganza, pero el Cuarenta y Cinco desapareció y él tampoco hizo mucho para encontrarlo.
Los rumores decían que, en realidad, Constantino era un cobarde y que el valiente de la dupla era su hermano.
Pero una tarde, mientras pescaba tranquilo, un grupo de vecinos llegó corriendo para avisarle que el Cuarenta y Cinco había vuelto, que estaba en la cantina de Rodríguez. Al escuchar la noticia, Constantino se levantó como un resorte y encaró para el pueblo.
«Bueno, llegó la hora de vengar a mi hermano», se dijo en voz alta, palpando la culata de su revólver.
Pero a medida que se acercaba al pueblo, Constantino se dio cuenta de que le dolía cada vez más la panza y de que tenía ganas de pescar, no de matar gente.
La cantina era un ranchito inmundo que también hacía las veces de prostíbulo. Constantino entró despacio, caminó hasta el mostrador y se apoyó de espaldas contra la tabla sucia. Entre las putas y los borrachos de siempre, sobresalía un grupo de hombres jugando a las cartas en una mesa del fondo.
«Ahí está el Cuarenta y Cinco… con unos amigos», le avisó el cantinero, señalando a un tipo de espaldas gigantes. Desde su cinturón, sobresalía una pistola.
En ese preciso instante Constantino supo que de verdad tenía miedo y sintió muchas ganas de cagar. Pero tenía que disimularlo. Se acomodó en la barra, pidió una ginebra y, mientras el alcohol le quemaba la garganta, supo que todas las miradas estaban clavadas en él. Los clientes, las putas, el cantinero: todos querían ver sangre.
«¿Qué mierda hago acá?», pensó, mientras miraba hacia la puerta entreabierta de la cantina. «Si afuera el día está bárbaro y en el río no paran de picar las bogas».
Quiso levantarse y escapar, pero el recuerdo de su hermano no se lo permitió. Debía vengarlo. Aunque el miedo lo paralizara.
De repente, una voz se destacó por encima del murmullo:
«Qué bárbaro, che…», dijo alguien. «Hay tipos que ven la ocasión y la dejan pasar».
Constantino entendió que el comentario estaba dirigido a él y que su reputación estaba en juego.
Lentamente se llevó la mano al revólver y, tratando de que no se notara el temblor de su muñeca, dijo bien alto, para que el Cuarenta y Cinco pudiera escucharlo:
«Y también hay tipos que se creen muy guapos, pero nomás cuando están con muchos amigotes cerca».
Ni bien terminó de pronunciar la frase, se encomendó a los cielos: «Ay, Virgen santa», se dijo Constantino, «ojalá que el grandulón me mate de un balazo en la frente, así no sufro». Pero no pasó nada. El Cuarenta y Cinco y sus amigos siguieron riéndose en su mesa.
Después de varias ginebras, Constantino entendió que su única opción era desenfundar el revólver y meterle un tiro en la nuca antes de que el Cuarenta y Cinco tuviera chances de defenderse.
Sabiendo que lo observaban, Constantino trató de no hacer ruido y, casi sin moverse, empezó a sacar el revólver. Pensó en su honor. Pero también pensó en el río y en cuánto le gustaba pescar con su hermano.
Comprendió, entonces, que ninguna venganza le devolvería a su hermano muerto. Así que guardó su arma y caminó tranquilo hasta la mesa del Cuarenta y Cinco para decirle que ya no había rencor.
«Cuarenta y Cinco, te anduve buscando», dijo Constantino.
El gigante giró sobre su silla, lo miró y le dijo: «El que busca encuentra». Y le metió tres balazos en la cabeza a Constantino, que ni siquiera pestañeó.