«La mujer del almacén», de Katherine Mansfield
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Pausa

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Tres amigos (Jaime, Lucía y Miguel) salieron a pa­sear a caballo. Unas horas después empezaron a can­sarse y Jaime le dijo al resto que a mitad de camino había un almacén, atendido por una mujer hermo­sísima, y que él era amigo del marido. Seguro que si paraban un rato los iban a recibir muy bien. Lucía y Miguel lo miraron de reojo: Jaime era bastante men­tiroso, así que se conformaban con que fuera cierto que había un almacén con bebidas. Necesitaban to­mar algo y además uno de los caballos tenía la pata herida y había que vendarlo. 

Unas horas después vieron, a lo lejos, dos casitas en el medio del campo. Cuando se acercaron, de aden­tro de una salió una mujer con un rifle en la mano, y atrás de la mujer una nena sucia. Los tres amigos frenaron de golpe, asustados. Hasta que la mujer bajó el arma. «Perdón, perdón», dijo. «De lejos parecían buitres… Pasen, pasen». 

Lucía miró a la señora del rifle. ¿Esa era la «mu­jer hermosísima»? Se notaba que había sido linda, sí, pero ahora era una ruina, hasta le faltaba algún dien­te. Por su parte Jaime la trataba con distancia pero con simpatía. «¿Cómo le va, señora?», le dijo. «¿Su marido anda por acá?». 

La mujer se pasó una mano por la boca, miró a la distancia y contestó que hacía un mes que el ma­rido estaba afuera, esquilando ovejas. Después miró el cielo, hasta que todos escucharon el trueno de una tormenta. «Si quieren quédense, eh», dijo la mujer, mirando de reojo a Miguel, «pueden tomar algo fres­co y además el percherón necesita vendas». 

Los tres se quedaron, agradecidos. Hasta que se hiciera la hora de la cena, Jaime y Lucía se fueron para el arroyo mientras que Miguel, con la excusa de buscar vendas y comida para los caballos, iba y volvía de las cabañas una y otra vez, ante la mirada perspicaz de sus amigos. «¿En qué pensás?», le pre­guntó Lucía en un momento. Y Miguel no aguantó y le dijo a su amiga: «Qué buena que está esa mujer, por el amor de dios…». Lucía no podía creer lo que escuchaba. 

Mientras Miguel se bañaba en el arroyo, Jaime y Lucía fueron a la casa a ayudar con la cena. Cruzaron una huerta con la tierra revuelta y olor a podrido y llegaron a la construcción, que tenía un salón princi­pal con algunas puertas y una mesa donde la hija de la mujer, absorta, rodeada de moscas, hacía dibujos. «¿Y tu mamá?», preguntó Lucía. La nena dijo: «En la cocina». 

«¿Y tu papá?», preguntó Jaime. Y a la nena se le transformó la cara. «No voy a decirte dónde está papá», contestó. «No te digo porque no me gusta tu cara». Descolocado, Jaime le preguntó entonces por los dibujos, pero la nena los dobló y se los llevó en silencio. 

Un rato después cenaron sopa de repollo. Miguel estaba recién bañado y sonriente.Y la mujer también se veía distinta: se había soltado el pelo, los ojos azu­les le brillaban y se había puesto unas botas que (¡sor­presa!) eran de Miguel. Al terminar la comida, como si fuera el dueño de casa, Miguel fue a la despensa a buscar whisky. 

«Mirá, mamá», dijo la nena. «Hice un dibujo de todos nadando». Pero la madre le dijo que no se habla cuando hay grandes en la mesa y que se fuera a jugar sola. La nena se enojó y respondió desafiante: «Bue­no. Pero voy a hacer ese dibujo que me dijiste que no haga nunca más», dijo. Y se fue, ante la mirada un poco espantada de la madre. 

Siguieron charlando los cuatro hasta que se hizo la hora de acostarse y la mujer distribuyó los espacios de un modo muy raro: Lucía y Jaime dormirían con la nena en el almacén, mientras que Miguel y ella se quedaban en la casa. 

Nadie dijo que no. Pero cuando Lucía y Jaime fueron con la nena, la encontraron enojadísima, ha ciendo un dibujo que, una vez terminado, les mostró. «Miren», dijo la nena. «Si mamá me obliga a dormir con ustedes, yo les muestro lo que se me antoja». 

En el papel se veía a una mujer disparando un rifle contra un hombre, y a la mujer haciendo un pozo en la tierra para enterrar al hombre, y a la mujer plan­tando repollos encima. 

Lucía y Jaime se quedaron petrificados. Trataron de dormir como pudieron, y al día siguiente, cuan­do amaneció, agarraron rápido sus cosas y buscaron sus caballos. Pero cuando le gritaron a Miguel que se iban, él se asomó a la ventana de la casa y les hizo señas de que se fueran tranquilos: él se quedaba.

Katherine Mansfield
Una adaptación de Hernán Casciari