La Negra y el Jeremías se festejan
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Más respeto que soy tu madre

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Desde que el Jeremías viene seguido a casa a visitar al Nonno, la Negra Cabeza anda mucho más pizpireta y emperifollada que de costumbre, y mueve el pandulce mientras limpia los pisos, para hacerse notar. «¿Le apetece un cafecito, don Jere?», le dice la guacha a cada rato, cuando a nosotros en la puta vida nos ofreció ni un mate cocido con leche. Será perra.

A mí esta mujer siempre me pareció una bertottiadicta. Cualquier cosa masculina que lleve el bendito apellido le pone los pezones de punta y enseguida quiere contemporizar. Pero no pensé que iba a ser capaz de mancillar nuestro lecho de matrimonio.

Ayer llegué a casa de la farmacia y me metí en mi pieza para prepararle al Nonno las inyecciones… Ay, Dios bendito, yo nunca en mi vida había visto semejantes acrobacias corporales. Y eso que soy moderna. Pero la imagen me agarró así, de sopetón, y no tuve más remedio que pegar un grito.

—¡Zacarías, vení para acá! —le digo al otro estúpido, que se la pasa leyendo la revista Corsa en vez del Kamasutra—. ¡Mirá tu hermano, las cosas que hace!

La paraguaya y mi cuñado, despelotados en mi cama y en una posición inexplicable, se quedaron inmóviles, con las caras coloradas (no sé si de vergüenza o por el esfuerzo de mantener la postura), y me miraban.

—Ustedes dos no se muevan hasta que venga el Zacarías —les digo—. Primero quiero estudiarlos un poco, y después los echo de mi casa con más tranquilidad.

—¿Vos nunca pedís permiso antes de entrar, Mirta? —me dice el Jeremías, tratando de mantener el equilibrio.

—¡Es mi pieza, hijo de una gran puta! —le espeto—. El que tiene que pedir permiso sos vos.

—Yo estaba haciendo la cama, señora Mirta, y su cuñataí me redujo contra mi voluntad —intenta defenderse.

—Sí —le digo—, se te nota bastante reducida, guachita.

El Zacarías llega y se queda con los ojos como dos huevos duros. En la cara se le nota a mi marido cuando ve lo inenarrable. Pone cara de vaca que ve pasar una ferrari por la ruta.

—¿Eso es humanamente posible de hacer, o acá hay un juego de espejos? —dice mi marido, buscando el truco.

—¡Ma que espejo, gilún! ¿Vos te das cuenta que tengo razón yo? Hay muchas maneras de juntar los pelos —le digo.

El Zacarías asiente, resignado.

—Señor don Zacarías —dice la Negra Cabeza—, mire que yo no estoy así porque quiera, es que su hermano me tiene amenazada.

—Sí —le digo yo a la perra—. Se nota que te está apuntando… Lo que no entiendo es por qué abrís tanto las patas para que te apunte, gataflora.

—Che, esto es denigrante —dice el Jeremías—. ¿Por qué no nos sacan fotos también? En vez de mi familia, ustedes parecen soldados yanquis paseando por Irak…

El Zacarías, ajeno a las quejas de su hermano, toca tímidamente una pierna que sobresale del ovillo de carne.

—¿Esta pata de quién es? —pregunta, pellizcando.

—Mía —dice el Jeremías.

—¡Qué fenómeno! ¿Y esto qué vendría a ser? —dice, acercando más la mano a una zona esponjosa.

—Vos le llegás a tocar esa teta a la mucama —le digo—, y te reviento este velador contra la cabeza. Salí para afuera, que yo quería que tomaras nota nomás, no que te empezara a gustar la inmundicia.

Los enamorados se empezaban a entumecer, así que los dejamos reacomodarse a solas, para que no se sintieran intimidados. Después, cuando salieron (con la cabeza gacha, como dos perros que hubieran volteado una maceta), les dijimos a los dos que no se aparecieran más por casa. ¡A la calle!

—¿Usted me está despidiendo laboralmente, señora Mirta —me dice llorando la Negra Cabeza—, o solamente me repudia como amiga?

La carita de mosquita muerta de esa guacha siempre me genera una especie de compasión… Me miraba triste, paraguayamente. Pensé en el Mercosur, en la solidaridad latinoamericana, en quién corno va a hacer la comida, y le dije:

—Vaya, Negra… Vaya a lavar esas sábanas, yo la perdono. Pero póngase algo de ropa, por el amor de Dios, que necesito que mi marido me mire a los ojos.

La Negra se fue moviendo las caderas y se metió en el lavadero haciéndose la pobrecita. Me quedé sola en la cocina con el Zacarías, que me miraba serio, compungido.

—¿Por qué nunca experimentamos, viejo, por qué en la cama desde hace treinta años hacemos lo mínimo indispensable, siempre lo mismo? —le digo, tristona.

—¿Cómo lo mismo? —me dice.

—Vos borracho y yo dormida —le grafico.

—Pero gorda —intenta una mínima excusa—… Si nosotros llegamos a hacer eso nos tienen que llevar al nosocomio en carretilla para que nos acomoden los huesos.

—Prefiero mil veces —le digo media llorando— ser una descalabrada feliz y no esta osamenta perfecta pero insatisfecha… ¡Ni un esguince de tobillo me diste en estos treinta años!

—Dale, hacé mate —me susurra, acariciándome la pera—. Que ya estamos viejos para los juegos olímpicos. 

—¿Ni siquiera las olimpíadas para discapacitados motrices? —insisto, y él niega con la cabeza, de un lado al otro de la cocina. Entonces, como una boluda, como siempre, voy y le pongo el agua.

Mirta G. de Bertotti
(Personaje de una novela de H. Casciari)