Si lo hubiera sabido, si lo hubiera sospechado, le habría prestado atención, hubiera pedido silencio a los demás:
—Silencio, amigos, el que pide la palabra es Salas, un escritor que amaré dentro de quince años y por el resto de mi vida —hubiera dicho.
Me habría convertido en un defensor de su futuro poema o de lo que estuviera a punto de leernos (era un librito verde). Ahora sé qué libro, lo intuyo: pero entonces no. Todos éramos muy jóvenes.
Yo también le tiré maníes a Salas, quizá yo comencé, bien puede ser, a tirarle maníes. También lo blasfemé y le dije viejo de mierda, cerrá el orto, viejo puto decrépito, sorete, chanta, sacáte el peluquín. Yo le digo aquello en la memoria, todavía hoy, y me resulta insoportable.
Y Salas hace silencio, ya no golpea la mesa, se queda mudo, sentado, mientras los demás reímos, y luego se levanta y se va. Nadie ve esto, nadie nota que se ha ido. Yo tampoco, porque me estoy riendo y gritando.
Pasan diez años y lo encuentro en una mesa de Eudeba. Yo no me acuerdo de nada, pero él sí.
Me dice:
—Vos estabas una noche en las tertulias de los jueves del Tortoni, y fuiste uno de los que me tiraban maníes.
Los demás se quedan en silencio en la mesa, me miran, esperan algo. Yo, rojo de vergüenza digo:
—No puede ser.
Pero Salas asiente, como si no le diera mayor importancia. Dice que me recuerda. Yo no lo recuerdo a él, pero sí recuerdo haberle tirado maníes a un viejo que podía ser cualquiera. ¿Era él, era Salas? Ahora estábamos sentados en la misma mesa del jurado, diez años después; qué memoria. Lo dice en voz alta, pero no como un reproche, sino como una casualidad del destino, para compartir una casualidad con los demás componentes del jurado. De todos modos me avergüenza.
Días después se lo digo, en la entrega de premios:
—Me ha avergonzado en la mesa la otra tarde, cuando dijo que yo le había tirado maníes.
—No haber tirado maníes —me dice—. Haberlo pensado mejor.
—Sí, pero yo no sabía que se trataba de usted.
—Ah —me dice— mala suerte.
Y sonríe y ya no nos vemos más durante otros seis años porque yo me voy del país, me caso, tengo dos hijos, me divorcio, muere mi padre, regreso y entonces una tarde lo encuentro en un bar de Rivadavia y Junín. Él dentro del bar; yo pasaba por ahí.
Nos saludamos a través de la ventana, después entro, me siento, él parece contento de verme, yo estoy un poco arrepentido de haberlo saludado. Conversamos y recordamos la anécdota de los maníes, el encuentro en la mesa del jurado, le cuento mi viaje, mi desastre familiar, él me dice que ha escrito tres libros, yo dos, él me dice que ha leído mis dos libros, me sonrojo, me dice que uno está muy bien, que el anterior es pretencioso. Tiene razón.
Miro el reloj; me están esperando.
Yo no he leído sus tres nuevos libros, me excuso, porque recién he llegado de Londres y allí, claro, sus libros no se han editado. Y entonces me dice que me los enviará. Y comienza a contarme algo que ha ocurrido la noche de los maníes. Luego, después de irse del Tortoni. Lo interrumpo.
—Me encantaría quedarme —le digo— pero me esperan.
Me pide una dirección. Intercambiamos teléfonos y datos. Nos despedimos. Pasan seis años más y me entero de la muerte de su hija por los diarios. Pasan otros tres años y le dan el Cervantes en Madrid. Otros dos años y me mudo a esta casa.
Entonces, un día, toca a la puerta. Está muy viejo, lo hago pasar.
—Es un honor recibirlo, Salas.
Él tose, parece agotadísimo, me dice que el aire está contaminado, habla del tiempo, elogia unos cuadros de la sala, acepta un té. Le digo que he sido muy irrespetuoso con él. Menciona los maníes. Le digo sí, eso también, pero en realidad lo digo por no haberme comunicado con usted para felicitarlo por el Cervantes, o antes, para darle el pésame por lo de su hija. Me dice que lo peor ha sido lo de los maníes.
También me dice que necesita contarme algo que ocurrió luego de la noche de los maníes, algo que le había cambiado la vida para siempre y que directa, no indirectamente, había sido a causa de aquella noche en que algunos de mis amigos y yo le habíamos tirado maníes y no lo habíamos dejado recitar su poemario en el subsuelo del Tortoni. Pienso que está bromeando. Le digo:
—No me hablará en serio, Salas.
Me dice que sí, que es muy serio lo que tiene para decirme, que no es una recriminación pero que sí es muy grave y fundamental para su vida, para lo que fue su vida después de esa noche.
Tiembla. Tose. Se le humedecen los ojos. Descubro que habla en serio. El agua del té hierve en la cocina.
—Voy a buscar el té y me lo cuenta —le digo.
¿Cuánto tiempo lo dejo solo? No más de dos minutos: lo que se tarda en llenar dos tazas, encontrar una bandeja, sonreír por la ocurrencia y por la visita, por aquello que espero escuchar enseguida, poner dos terrones de azúcar y regresar al salón. Dos minutos, tres minutos. No más que eso.
Entonces regreso y Salas tiene la boca entreabierta, está sentado en el sofá donde acabo de dejarlo, el sombrero en la mano, el bastón a un costado, erguido, los ojos abiertos, con una mueca extraña, como si todo lo que tenía pensado decirme ya lo hubiera dicho; un gesto de haber concluido, o quizás un gesto de haber muerto donde quería, como si hubiera llegado a mi casa a morir (excusa lo otro) y lo hubiera conseguido por los pelos, en el último minuto, los puños serenos, no rígidos.
Afuera comienza a llover y yo con la bandeja en las manos. Pasan doce años. Ya no vivo en esta casa sino en el apartamento de mi segunda mujer, tengo un hijo —el tercero—, tengo más de quince libros de los que no me arrepiento. Leo muchísimo a Salas, sobre todo sus primeros libros, los que ha escrito antes del episodio de los maníes, los poemas naturalistas, los cuentos breves, también sus dos primeras novelas, que me parecen actuales, geniales, llenas de vida.
Pienso mucho en Salas, en la noche en que llegó a esta casa agotado, como vencido, dispuesto a contarme algo o quizás dispuesto a morir en mi sofá, como si de ello dependiera su vida, como si allí estuviera el fin de un ciclo.
Pienso en su gesto de tarea cumplida cuando salgo de la cocina con la bandeja y los dos tés que se enfriarían luego, y que permanecen allí, en la mesa de la sala, cuando aparece la ambulancia, cuando llega la gente, el oficial de policía a hacer preguntas, el primer periodista al que no atiendo.
No recuerdo nada de la noche del Tortoni, sólo que yo estaba allí y que había un viejo pesado, un viejo que quería leer un poemario, un librito verde pequeño, que ahora pienso, por la época, que podía ser “Venturanza” o podía ser “Casuarinas”, dos libros que adoro, y pienso qué hubiera sido de mí si aquella noche Salas hubiera podido leer sus poemas, qué hubiera sido del joven de 17 años que era yo, borrachín y soberbio y todavía no sereno, si hubiera oído aquellos versos de su boca.
Nunca lo sabré.
Tampoco sabré nunca qué le había ocurrido a Salas luego, luego de irse del bar, de la tertulia, avergonzado y humillado por un grupo de adolescentes, sin poder leer. A dónde habría ido, qué le habría ocurrido de trascendente para que, una tarde de muchísimos años después, haya querido contármelo a mí, el único presente de aquella noche. Algo tan importante que necesitara decirlo justo la noche de su muerte, porque posiblemente su cuerpo sabía que habría de morir esa noche y tenía que contarle aquello a alguien, quizá a mí, puntualmente a mí o a alguien, y por eso quizá vino a mi casa, pero la muerte no le dio tiempo o el té pudo haber tardado demasiado.
No lo sé.
Me habría gustado saber qué tenía Salas para decirme.