Es increíble, pero es la misma de toda la vida. El chándal negro con la capucha puesta, los ojos descolocados, la tez cadavérica y esas piernas flacas de anoréxica a destiempo.
Tendría que adaptarse al siglo veintiuno, debería ponerse publicidad en el chándal. Las tabacaleras no dudarían en esponsorearla.
Yo no le temo. Cuando la veo llegar, por las mañanas, la saludo con toda corrección, porque a ella le gusta eso: la diplomacia, la politiquería. La saludo con un golpecito de cabeza, y ella me dice:
—¿Cómo va hoy la cosa, Xavi? —con acento centroamericano.
Porque esa es otra: La Parca no es de aquí, no tiene papeles. Es de un país de Centroamérica, yo creo que cubana o dominicana.
El tono de su voz se parece al de Santiago Parrilla, que es un enfermo de aquí que nació en Cuba. A veces se los ve a ambos conversar de política, de sus cosas.
Tenemos una muerte subtropical, mira tú. Una muerte que trabaja en negro.
Todos los hospitales tienen una muerte fija que se la pasa haciendo guardia. Y la que nos tocó a nosotros es bastante perezosa. Mira a los locos viejos, los sopesa, pero nunca tiene ganas de llevárselos.
—Ay, niño, estoy cansá —suele decirme.
Algunas noches (cuando estoy de buen humor) me guardo el postre y se lo voy dando en la boca, para que gane peso. Me da un poco de lástima verla tan flacucha.
Ella nunca me ha pedido nada, pero ya que está aquí, que la han enviado de tan lejos a trabajar, es mejor que tenga algún amigo. Yo también estoy metido aquí dentro a disgusto. Yo también llevo ropa pasada de moda. Yo también estoy solo y mi trabajo es horrible.
La Parca y servidor tenemos muchas cosas en común. Quién lo diría.