«La penúltima vez que fui hombre bala», de Etgar Keret
5m
Play
Pausa

Compartir en

100 covers de cuentos clásicos

Compartir en:

La penúltima vez que salí disparado de un cañón fue cuando Odelia se mandó a mudar con Maxi, nuestro hijo. Yo trabajaba limpiando las jaulas del cir­co. Me dolía la espalda y todo el mundo olía a mier­da. Mi vida estaba destrozada. 

Un día que no daba más, salí de la jaula y me senté en un rincón para fumar. Ni siquiera me lavé las ma­nos. Después saqué el encendedor dorado, lo único que conservaba de los buenos tiempos, y prendí el cigarro. En eso escuché (jjjm jmmm) una tos fingida atrás mío. Era el dueño del circo. Se llamaba Ramón Espara-Pani y le había ganado el circo en un póker a un viejo rumano que tenía una pierna de ases. Pero Espara-Pani le mostró un póker. Me había contado la historia el mismo día que me contrató. «¿Quién necesita suerte cuando sabe hacer trampa?», me dijo, guiñándome un ojo.

Creía que el viejo Espara-Pani me iba a retar por haberme tomado un descanso en el trabajo, pero ni siquiera parecía enojado. «Decime, ¿querés ganarte unos pesos sin mucho esfuerzo?», me propuso. 

Dije que sí con la cabeza y él continuó: «Acabo de estar en la casa rodante de Iván, el hombre bala. Está borracho. No lo pude despertar y la función empieza en media hora. Te doy mil al contado si lo reemplazás». 

«¡Pero jamás me tiré de un cañón!», le dije. 

Espara-Pani sonrió: «Sí, mil veces… Cuando tu ex mujer te dejó, cuando tu hijo te dijo que no te quería ver más, cuando dejaste escapar a tu gato… ¿Entendés? Para ser hombre bala no tenés que ser ágil ni fuerte. Solamente tenés que ser desgraciado y no tener nada». 

Antes de la función me pusieron un traje plateado. Le pregunté a un payaso viejo, con una nariz roja enorme, si no tenía que pasar por un mínimo entre­namiento antes de que me lanzaran. «Lo más impor­tante es que relajes el cuerpo. O que lo tenses. Una de dos. No me acuerdo bien. Y hay que tener mucho cuidado de que el cañón esté orientado hacia delante, para no errarle al blanco». 

Llegó Espara-Pani y me dio una palmadita. «Acor­date que después del lanzamiento al blanco volvés enseguida al escenario y saludás sonriente. Y si, por esas cosas, esperemos que no, sentís algún dolor o te rompiste algo, mantené la sonrisa para que el público no se dé cuenta», me dijo.

El público parecía feliz cuando los payasos me ayudaron a entrar al cañón. Y un segundo antes de prender la mecha, el payaso alto, el que tiene la flor que salpica agua, me preguntó: «¿Estás seguro?». Le dije que sí, e insistió: «¿Vos sabés que Iván, el hombre bala, está internado con doce costillas rotas, no?». Y yo le dije: «¡Nada que ver! Está borracho y lo dejaron dormir en la casa rodante». «Bueno», dijo el payaso, «lo que vos digas», y suspirando, prendió el fósforo. 

Ahora, con el diario del lunes, reconozco que el ángulo del cañón era demasiado abierto. En lugar de dar en el blanco, volé hacia arriba, abrí un agujero en la lona de la carpa y seguí volando hacia el cielo, alto, bien alto, por debajo de la cortina de nubarrones ne­gros que escondían el sol. 

Volé por encima del autocine, que ahora está aban­donado y en el que Odelia y yo habíamos visto tantas películas; volé por encima del parque infantil donde vi a mi hijo Maxi en el arenero (casualmente esta­ba ahí jugando a la pelota, y cuando me vio pasar por el cielo alzó la mirada y me dijo «Chau, papi» con la mano), y volé sobre el callejón que está atrás del mercado, donde entre los tachos de basura vi a Tigre, mi gato, intentando cazar una paloma. Unos segundos después, cuando aterricé en el mar, el pu­ñado de personas que había en la playa se quedaron ahí aplaudiéndome, y cuando salí del agua, una chica con un piercing en la nariz me ofreció su toalla con una sonrisa.

Cuando volví al circo todavía tenía la ropa mojada y todo estaba a oscuras. La carpa ya estaba vacía y en el centro de la pista, al lado del cañón, estaba sentado Espara-Pani, contando plata. 

Me miró furioso: «Le erraste al blanco y no vol­viste a saludar al público, como habíamos quedado. Así que te descuento cuatrocientos pesos». Me dio unos billetes arrugados, pero, al darse cuenta de que yo no los agarraba, me clavó una mirada amenazante: «¿Qué preferís, agarrar la plata o que lo solucionemos de otra forma?», me dijo. 

Yo metí la mano en el bolsillo, le mostré mi encen­dedor dorado, lo prendí, y le dije, con una sonrisa: «Guardáte la plata, Espara-Pani, y haceme el gran fa­vor de tirarme otra vez».

Etgar Keret
Una adaptación de Hernán Casciari