La revancha
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Pausa

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Messi es un perro y otros cuentos

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Son las cuatro y mi hija acaba de tener una pesadilla. Se despertó llorando y me contó el sueño mientras hacía pucheros. Yo escuché la historia, le acaricié la cabeza y la tranquilicé. Mientras me describía al protagonista de su pesadilla intenté que no notara mi angustia. Ella no tiene edad todavía para entender mi sobresalto. Ahora que ha vuelto a quedarse dormida, ahora que el desvelado soy yo, voy a intentar contar la historia completa. Hace mucho que no escribo, quién sabe cómo saldrá.

La pesadilla que acaba de tener mi hija es una venganza para su padre. Una revancha de la que ella, pobrecita, es solamente un daño colateral. Como los chicos que quedan en medio de un tiroteo, la Nina se metió hace un rato, sin querer, en la guerra de otros. Para ordenar las ideas tengo que irme al Buenos Aires del noventa y cuatro.

En esa época yo era un tipo flaco, de veintitrés años, que trabajaba en una revista económica llamada Énfasis. Allí escribíamos —completamente drogados— sobre logística, packaging, management y alimentación. Desde un segundo piso de la calle Leandro Alem yo dirigía, sin conocimiento de causa, un dossier sobre gestión ambiental en la empresa. La palabra que más me gustaba escribir en esa época era «biodesarrollo».

Al principio me aburría bastante, pero un par de meses después de que me aceptaran, logré que incorporasen también al Chiri y entonces las tardes empezaron a ser divertidas, y también más rentables. Como ya teníamos un par de sueldos decentes, empezamos a vislumbrar la posibilidad de dejar de ser pobres y mudarnos a un lugar mejor. Justo entonces nos hicimos amigos de Andrés Gelós, un personaje muy pintoresco del Departamento Comercial de Énfasis, al que yo le debía mi puesto de trabajo. Él me había recomendado a los jefes, con grandes mentiras.

Andrés Gelós, el Chiri y yo decidimos alquilar una casa enorme en Villa Urquiza, con muchas habitaciones y terraza, para vivir los tres y compartir los gastos. Estábamos convencidos de que la idea era perfecta, porque en la redacción nos llevábamos muy bien. Con ese único indicio a nuestro favor, apostándolo todo a esa ecuación tan torpe, inauguramos convivencia junto a un desconocido. Gran error, por supuesto. ¿Pero quién podía anticiparse a las desgracias en los noventa?

El Chiri y yo veníamos boyando por diferentes barrios porteños desde los diecisiete, y no teníamos intención de dejar la adolescencia. Si ahora usábamos traje y escribíamos sobre el desarrollo de las pymes, sabíamos que aquello duraba de trece a diecinueve horas. Una vez fuera de la redacción, había que volver a la idiotez con urgencia. Estábamos acostumbrados a comer arroz de la olla y a limpiar el baño solamente cuando venían mujeres. Nuestra vida de entonces consistía en ver televisión y fumar porro. Y nuestra lucha, a brazo partido, era lograr que nada cambiara de repente.

Andrés Gelós, en cambio, había vivido hasta entonces con sus padres y su hermano; como es lógico, la aventura de irse de casa le resultaba excitante, evolutiva, y más que nada iniciática. Él estaba dejando la pubertad porteña de estar cerca de papi y mami, y se planteaba inaugurar su madurez en casa propia, con un par de amigos del trabajo que le caían muy bien. Andrés Gelós quería que todo resultara perfecto. Y nosotros, sin querer (bueno, yo un poco queriendo) se lo hicimos muy cuesta arriba.

No voy a contar los detalles de cada conflicto, porque fueron muchos y es posible que quiera narrar otros cuentos de aquella época, que fue maravillosa. La debacle de la convivencia ocurrió de a poco, y en un porcentaje enorme por mi culpa.

Por alguna razón, cada mejora que Andrés le hacía a la casa, yo la rompía, más tarde o más temprano.

Una mañana llegó a casa con una mesa de pimpón hermosa para la terraza. ¡Ah, cómo jugamos, con cuántas ganas, durante un mes entero! Desde el primer día, como si fuera un padre de bigote entrecano, nos recomendó guardarla siempre bajo techo después de jugar. Al segundo mes la mesa amaneció doblada por la lluvia y derretida por el sol, y nosotros debajo, durmiendo.

Si bien muchas cosas las rompíamos el Chiri y yo, juntos, Andrés me echaba la culpa solamente a mí, porque (nunca supe el motivo) ningún ser humano es capaz de enojarse con el Chiri.

Un domingo Andrés organizó un asado para su familia, y quiso que nosotros estuviéramos allí. ¿Por qué hacía esto, si nosotros odiábamos a las familias en general? Nos lo pidió de rodillas y accedimos. Una vez que formábamos parte del almuerzo, nos hizo limpiar la casa. Estuvimos toda la mañana barriendo y fregando y, es verdad, no debimos habernos drogado desde tan temprano.

Cuando llegaron los padres de Andrés, y su hermano mayor, me encontraron tirado en el suelo, boca arriba, con una botella de yogur que me goteaba líquido blanco en los ojos. Yo gritaba:

—Acabáme en la cara, acabáme en la cara…

Chiri estaba desparramado de la risa del otro lado de la habitación. Los padres de Andrés no quisieron aparecer nunca más por la nueva casa de su hijo. Su hermano Pablo, en cambio, empezó a venir más seguido.

Pablo Gelós era unos años mayor que Andrés y estaba completamente loco. Tuvimos con él una amistad fragmentada pero intensa. No lo veíamos mucho, pero cuando aparecía por la casa era como si llegase un Andrés con menos pelo y mucho más relajado. Cuando había discusiones serias entre nosotros y su hermano, Pablo no se metía. Sabíamos de él que era actor, un gran comediante.

Pasaban los meses en la casa de Urquiza y era obvio que tarde o temprano Andrés Gelós iba a explotar. De algún modo, nosotros hacíamos lo imposible para que nos echara a la mierda. La vida en la casa nos resultaba cada vez más agradable, sobre todo con la presencia paternalista de Andrés, que nos hacía ir bien vestidos e intentaba que no nos drogáramos adentro. No éramos nosotros los incómodos, era únicamente él.

Para Chiri y para mí, era como volver a tener padres.

Supongo que la gota que colmó el vaso fue la llegada de los cachorros. No recuerdo a quién se le ocurrió tener perros en casa, pero los trajimos. Fuimos como esos matrimonios a la deriva que sospechan que con la llegada de un hijo todo se puede encarrilar. Una tarde, en una caja, aparecieron Roosevelt y Burela, macho y hembra. Los bautizamos igual que la esquina donde teníamos la casa.

Andrés trataba a esos perros como si fueran hijos humanos de corta edad. Les daba de comer mejor carne que a nosotros. Los peinaba, les enseñaba a cagar afuera, les acariciaba la cabeza… De repente, Chiri y yo dejamos de importarle: se había conseguido dos amigos nuevos, muchísimo más decentes y cariñosos que nosotros.

Al Chiri y a mí los perros nos divirtieron más o menos doce minutos. Después nos olvidamos por completo de su existencia. O por lo menos eso hubiéramos querido, pero Andrés nos obligaba a darles de comer y limpiar las cacas de la terraza. Chiri, alguna vez, subía con palita y escoba a limpiar. Yo no tengo recuerdo de haber hecho eso nunca en la vida.

Un fin de semana largo, Andrés tuvo que irse y dejó los perros a nuestro cuidado. Nos recomendó cien cosas: alimentos cuánto y dónde, pastillas de las pulgas a qué hora, caquita de la terraza impostergable, paseos nocturnos por la plaza, etcétera. Cuando Gelós salió por la puerta, Chiri y yo nos prendimos un porro y nos olvidamos de todo.

A la mañana siguiente Burela (la hembra) se había descompuesto y había cagado seis kilos de mierda líquida en las escaleras delanteras de la casa. El olor era insoportable. Para salir a comprar cigarros, o comida, o cerveza, era menester rodear la mierda con cuidado para no pisarla. O limpiar, claro. Pero eso no estaba en nuestros planes.

La mierda aquella duró todo el sábado, y el domingo se empezó a secar. Nosotros nos habíamos ubicado en la parte opuesta de la casa para no sentir el olor, pero la pestilencia nos perseguía. El domingo a la noche nos pusimos serios:

—Andresito vuelve el martes —dijo Chiri—, algo vamos a tener que hacer.

—Tendríamos que haber baldeado cuando la mierda estaba fresca —dije yo—. Ahora alguien va a tener que rasquetear.

Nos miramos; prendimos un porro.

El martes al mediodía, cuando Andrés volvió, la mierda ya tenía gusanitos. Y los perros estaban en la terraza, conviviendo entre mucha más mierda, llenos de moscas, y sin comida desde el domingo.

Gelós me despertó a los gritos y me citó en el comedor de nuestra casa. Llegué con cara de dormido. Me dijo que me tenía que ir, que no podía vivir más conmigo. Andrés tenía previsto que yo iba a oponer alguna resistencia, y había traído una lista de razones que acreditaban su decisión. No le hizo falta usar el listado: le dije que bueno. Que me diera unos días para buscarme algo.

—Dos días, ni uno más —me advirtió.

Después se acercó a Chiri, que había escuchado la conversación en silencio.

—No te preocupes —le dijo—, lo convencí a mi hermano Pablo para que se mude con nosotros, así seguimos siendo tres para el alquiler.

A Chiri le dio ternura que Andrés diera por sentada su permanencia.

—Yo me voy con el Gordo —le dijo sonriendo.

—Pero yo no estoy enojado con vos.

—Yo tampoco, Andresito —le dijo Chiri, y le palmeó la espalda.

Una hora más tarde estábamos metiendo los mismos libros de siempre adentro de cajas de cartón. Era la segunda vez en cinco años que nos echaban de Villa Urquiza: iba siendo hora de entender que ese barrio estaba maldito.

Los tres o cuatro días de transición no fueron amables. Ahora Andrés, además de estar enojado conmigo por lo de siempre, estaba enojado con Chiri porque había elegido irse en lugar de quedarse. Mientras buscábamos otro departamento, teníamos que seguir viendo, a diario, la cara de orto de Andrés Gelós, nuestro segundo padre, el padre más joven que tuvimos en la vida.

Desayunábamos a horas distintas para no compartir la cocina, y las pocas veces que nos cruzábamos en los pasillos, o en la redacción de Énfasis, bajábamos la vista. El toque de equilibrio a semejante frialdad lo ponía Pablo Gelós. El hermano mayor de Andrés estaba a punto de ocupar mi habitación y ya empezaba a traer sus cosas a la casa. Pablo hacía chistes e intentaba que nosotros y su hermano nos reconciliáramos, para que —al menos— el final fuera feliz.

Sin decirlo abiertamente, para no enojar más a su hermano, los gestos cómplices de Pablo nos hacían notar que él nos entendía, que sabía muy bien el esfuerzo que conlleva aferrarse a la adolescencia con las uñas y con los dientes.

La mañana que nos dieron la llave de un departamento desvencijado en la calle Guatemala, fuimos por última vez a Villa Urquiza para buscar nuestros bártulos. Andrés estaba adentro, lo vimos a través de una cortina, pero no quiso salir a despedirnos. Había sido un año agotador para él. Pablo Gelós, en cambio, nos ayudó con las cajas y le ofreció a Chiri pagar una parte del flete.

Cuando nos fuimos, pensamos que quizá habíamos elegido vivir con el hermano equivocado.

Nuestro nuevo hogar no era gran cosa. Dos ambientes chiquitos, cocina y baño. Todo el departamento, balcón incluido, podía entrar siete veces en la casa gigante de Urquiza. Pero, al revés de lo que podía pensarse, nos sentíamos libres sin Andrés quejándose por todo y persiguiéndonos para que nos bañáramos. Volvimos a comer de la olla y fumábamos más que nunca. Como el alquiler no era mucho, también renunciamos a Énfasis, un poco porque estábamos hartos del management, y otro poco para no tener que ver a Andrés nunca más en la vida.

La tercera noche en el departamento nuevo, soñé que volvía a la casa de Urquiza. Fue un sueño nítido y comprimido que no olvidé nunca más.

Yo tenía las llaves viejas y era consciente de que aquélla ya no era mi casa. Era de madrugada y sentí curiosidad por ver cómo estaban los muebles y dónde dormía Pablo Gelós. Esa curiosidad por conocer cómo son, ahora, los lugares donde vivimos antes, me persiguió toda la vida.

Entré a hurtadillas a la casa de los hermanos Gelós y subí las escaleras. Vi el comedor, exactamente igual a como lo habíamos dejado. Abrí la puerta de la habitación de Andrés y ahí estaba él, dormido. Estuve a punto de hacerle alguna maldad más, pero preferí seguir de largo.

Yo era consciente de estar dentro de un sueño, y eso me daba poderes mágicos. Subí flotando a la que había sido mi habitación. Abrí la puerta y me quedé en penumbras. En la cama estaba Pablo Gelós, el hermano mayor de Andrés, durmiendo boca arriba.

Me acerqué; Pablo se despertó. En ese momento tuve miedo de asustarlo y le tapé la boca para que no gritase. Quería decirle que con él estaba todo bien, que no era mi intención molestarlo. Pero vi sus ojos, aterrorizados, y descubrí que era tarde. No era un sueño mío donde estábamos, sino una pesadilla de él. Lo supe realmente, con una conciencia espantosa.

En general, las pesadillas deberían asustar al dueño, al que las sueña. Pero en este caso yo estaba muy tranquilo, en casa ajena, asustando a otro pobre diablo.

Los ojos de Pablo Gelós se hacían cada vez más grandes, las pupilas dilatadas, su corazón a los saltos. Cuando confirmé que el malo del sueño era yo, y que el miedo me era ajeno por completo, me ayudé con la otra mano y empecé a ahorcar a Pablo. Apreté su cuello con fuerza y me empecé a reír.

¡Ja, ja, ja!

Me desperté transpirado.

Nunca había escrito esta pesadilla, pero la conté cien veces en sobremesas, cada vez que hablamos de sueños raros. Me fascina la historia, porque por única vez yo fui el monstruo, el malo en una pesadilla ajena. Jamás hablé con Pablo Gelós para certificarlo, pero siempre me gustó pensar que esa misma noche él, durmiendo en la casa de Urquiza, soñó que yo entraba a su habitación para matarlo. ¿Por qué no?

Pasaron los años. Nunca más vi a los Gelós. Después me vine a vivir a España y tuve una hija.

Andrés tuvo dos, por lo que sé. Una noche de este siglo, Gelós le empezó a contar un cuento a sus hijas, un cuento que se llamaba «Reinas Magas». El cuento resultó ser tan interesante que lo vendió a la televisión argentina y se produjo, con la historia, una serie infantil con guiones de Andrés. En esa historia hay un malvado que se llama Das Pulgas. En la serie, a este personaje lo interpreta Pablo Gelós.

«Reinas Magas» tuvo mucho éxito en diversos países del mundo y hace un año llegó a la televisión española. Nina, mi hija de cinco años, vio todos los episodios, se rió y bailó con las protagonistas, pero también se asustó mucho con el malo malísimo del cuento, porque la interpretación de Pablo Gelós, en el papel de Das Pulgas, es magistral.

A las cuatro de la madrugada de hoy (hace un rato largo, porque ahora ya amanece) Nina se despertó a los gritos y fui a su habitación para calmarla. Entonces me contó su mal sueño. Me dijo que ella estaba durmiendo y que entraba Das Pulgas a su cuarto, que se sentaba en su cama y la despertaba. Me dijo que ella quería gritar y no podía, porque Das Pulgas le tapaba la boca con una mano.

Mientras la escuchaba tragué saliva y me puse pálido, pero creo que ella no se dio cuenta. En un segundo se me representó la revancha de Pablo, y también supe que, después de muchos meses, volvería a escribir. Tranquilicé a Nina como pude y le dije que volviera a dormir. Ella me hizo que no con la cabeza, me dijo que tenía miedo de cerrar los ojos, porque Das Pulgas podía aparecer otra vez.

La miré a los ojos y le dije, con absoluta seguridad, que eso no iba a pasar.

—¿Por qué? —me preguntó.

—Porque no te está buscando a vos —le dije—, me busca a mí.

Hernán Casciari