Con los quilombos domésticos era fácil. Pero un día se mató Alejandro, el hijo menor de la vieja, y se puso complicado ocultarle la noticia. Alejandro se había muerto en un accidente de auto en Uruguay, y había que tomar medidas urgentes para encubrir la desgracia.
La repatriación del cuerpo, el velorio, la cremación… todo se tuvo que hacer en secreto, y hasta hubo que esconder varios días los ejemplares de La Nación para que la vieja no se topara con algún dato en las necrológicas.
Después de eso, el tío Roque (el hermano de la vieja, que se las sabía todas) inventó la coartada de que Alejandro había conseguido un trabajo en Brasil. En la familia estuvieron de acuerdo con esa mentira y le pidieron a María Laura, la novia de Alejandro (la viuda, en realidad) que sonriera ante su suegra y le dijera que Alejandro estaba juntando plata en el extranjero para el casamiento.
Con el paso del tiempo, claro, la vieja empezó a pedir noticias del hijo y hubo que inventar unas cartas que llegaban, supuestamente, de Brasil y donde Alejandro hablaba de lo ricos que eran los ananás, de lo gustoso que era el café, y cualquier otro lugar común que sirviera para ponerle contexto a la mentira.
La madre siempre le respondía las cartas a su hijo, y alimentaba así un intercambio que fue acompañando las mejoras y las recaídas de la vieja, que en algún momento empezó a cansarse, y a pedir hablar por teléfono con Alejandro, y a preguntar cuándo venía, por lo menos de visita.
A esa altura el tío Roque, previendo que la cosa se estaba poniendo difícil, le informó a la familia que, de a poco, había que ir dándole a su hermana noticias desagradables.
La primera fue que Alejandro se había quebrado un pie y tendría que postergar la visita. La segunda fue que había un conflicto diplomático con Brasil y que las cartas quizás empezarían a llegar más espaciadas.
La madre escuchaba y aceptaba siempre con cansancio, acostumbrada a que las cosas se complicaran un poco, y justo en esa época cayó la segunda desgracia: la tía Celia, su hermana, que ya venía floja de salud, tuvo un síncope y fue llevada de urgencia al hospital.
A la vieja, por supuesto, le dijeron que Celia había sido invitada a la quinta de Manuela del Valle a tomar un poco de aire fresco porque tenía unos problemas respiratorios. Sin embargo, cuando al día siguiente la vieja se despertó, lo primero que hizo fue preguntar por su hermana Celia. Le dijeron que ya habían llamado a la quinta y que había pasado una noche estupenda en Olavarría, pero lo cierto era que Celia, en ese instante, estaba siendo velada en la Chacarita.
«Hay que decirle a Alejandro que venga a visitar a su tía Celia, que está enferma… él siempre fue su sobrino preferido», dijo la vieja, y entonces hubo que redoblar las mentiras y explicar que Celia ya estaba mejor y que estaba pasando unas vacaciones en la quinta. Y que Alejandro no podía venir porque la tensión diplomática con Brasil estaba tremenda, a tal punto que no cruzaban la frontera ni las cartas: menos las personas.
La vieja asintió, más desganada que nunca, y tomó sus remedios, esa mañana y todas las mañanas que siguieron.
Las cartas de Alejandro continuaban llegando, cada vez más esporádicas, hasta que llegó el último día de vida de la pobre vieja. Estaban todos sus hijos y nietos y sobrinos en el lecho de muerte y la mujer dijo: «Qué buenos fueron conmigo. Ahora van a poder descansar», y después de decir eso se apagó en una modorra final.
La familia fue recuperando la cordura de a poco. La velaron y la enterraron con cariño. Y todos se mantuvieron en un estado de cierto equilibrio hasta que, tres días después del entierro, llegó otra carta de Alejandro en la que, como siempre, preguntaba por la salud de su mamá.
Al leerla, nadie pensó en quién había escrito la carta. Pero se dieron cuenta enseguida de que tenían por delante una tarea difícil: cómo cuernos iban a hacer para decirle a Alejandro que había muerto su mamá.