La Sofi quiere el cincuenta por ciento
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Más respeto que soy tu madre

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Primero no entendíamos por qué venían tantos amigos del Caio a visitar al Nonno a la pieza, hasta que la Sofi, que duerme en la habitación de al lado, le fue con el cuento al padre, llorando como una magdalena.

—¡Papá! Claudio hizo un agujero en el ropero del abuelito y les cobra a los amigos para que me vean las tetas cuando me desvisto…

¡Ay, corazones, la que se armó!

Hacía más o menos dos semanas que el Zacarías no lo corría al hijo por toda la casa para matarlo. Yo los miraba desde la cocina, y me di un poco cuenta de que mi marido ya no es el mismo animal sanguinario de antes. Le cuesta trabajo saltar las sillas que el Caio le deja por el camino. Respira mucho por la boca. Corre agarrándose los riñones… Le cuesta mucho, incluso, putear al hijo y revolearle cosas al mismo tiempo.

El nene, a su vez, está en una etapa muy ágil de su vida. Además, como es medio enanito (pobre), se escabulle fácil y conoce rincones de la casa por los que el Zacarías, que es un vago, nunca anduvo. Habrán estado unos quince minutos dando vueltas como dos locos. Casi me hacen una zanja en el comedor, porque en una de esas se empezaron a perseguir alrededor de la mesa blanca.

El Zacarías se hubiera cansado pronto, pero el Caio tuvo la mala suerte de resbalarse con la cola del Cantinflas y cayó de trompa al suelo. Y el padre, viendo que era entonces o nunca, se tiró de palomita y lo cazó del cogote.

—¿Es verdad lo que dice la nena? —le decía mientras le sacudía patadas en el culo—. ¿Es verdad lo que dice la nena?

¿Eh, es verdad lo que dice?

Mi marido tiene una discapacidad para decir frases distintas mientras caga a trompadas a los hijos. No sé por qué le pasa eso, pero repite ochenta veces lo mismo. Siempre la misma frase. Su coordinación es: frase, patada; frase, patada; frase, patada, patada. Una especie de código morse de la prehistoria, o algo así.

—¡Sí, carajo! —dice por fin el Caio—. Pará de pegar, que ya te contesté mil veces.

Y entonces el Zacarías se para en seco, respira un poco, toma un trago de agua del florero, y recién ahí viene la parte pedagógica. Porque él siempre dice que después de una paliza hay que explicar por qué, o de lo contrario podés caer en el vicio:

—Escucháme bien, pichón de cafishio —le dice, todavía jadeando—: si no le das ahora mismo la mitad de la guita a tu hermana, lo que estás haciendo está mal, es delito. ¿Me entendés, zanahoria?

—¿La mitad? —se queja el Caio, llorando y atajándose la cabeza con las manos por inercia—. La mitad es mucho… El taladro para hacer el bujero en la pared me salió mis buenos mangos, y los panfletos que decían «mi hermana por seis pesos» no se hicieron solos, eh… Yo puse casi todo.

—¡Pero yo puse las tetas, tarado! —dice la Sofi—. ¡Las tetas son mucho más importante que el taladro!

—¿Vos no te das cuenta que si no le das la mitad de la ganancia es delito? —dice el Zacarías, cada vez más calmado.

—¿Y si le doy la mitad, qué es? —pregunta el Caio.

—Ahí ya la cosa cambia —dice el Zacarías, y le pregunta a la Sofi—: ¿Vos estás llorando porque los amigos de este te vieron las tetas o porque le pagaron?

—Yo lloro porque el Caio ahora tiene plata.

—Ahí tenés —le dice el Zacarías al hijo—. Avisále a tu hermana antes de hacer esas cosas, gilún…, y después le das la mitad de la ganancia para que no me venga con el cuento. Sin ella, vos no podrías hacer nada.

—¡Claro, soy boludo yo! ¿Y si lo empieza a hacer ella sola y me caga? —dice el Caio.

—Si lo hiciera ella sola la mato por puta —explica el Zacarías—. ¿No te das cuenta que se necesitan?

—¿Entonces si lo hacemos juntos ya no sería un delito? — pregunta el Caio, masajeándose la parte del culo donde recibió la patada más grande.

—Exacto… Ahí ya vendría a ser un negocio, que es un delito en el que todos están de acuerdo —dice el padre—. Y los negocios no están ni bien ni mal, mientras no se mate a nadie en el medio.

—¿Pero sería legal entonces? —pregunta la Sofi.

—Más o menos. Para que sea legal, así con todas las letras, entre los dos le tienen que dar el quince por ciento a la autoridad competente.

—Que vendrías a ser vos… —adivina la Sofi, cada vez más interesada en la macroeconomía.

—En este caso sí. Pero no porque yo quiera, ¡ojo!, sino porque ustedes están en mi jurisdicción. Y la pared que rompió el Caio la tengo que arreglar yo después…

Entonces ya no aguanto más y exploto:

—¡Zacarías! —le grito desde la cocina—. ¡Que te estoy oyendo! ¿Qué carajo les estás explicando a los chicos, infeliz?

Se quedan los tres un segundo callados:

—¿Y mamá quién vendría a ser? —pregunta el Caio.

—¿Tu madre? —dice el Zacarías, resignado—. Tu madre es la Conferencia Episcopal.

Mirta G. de Bertotti
(Personaje de una novela de H. Casciari)