«¡Cómo puede ser que no haya un peso en toda la casa para comprar medio kilo de pan, por el amor de Dios!», empecé a gritar como una loca… Casi me da un ataque de pánico, y entonces el Nonno se levanta del sillón y dice:
—¡Ío credo que ya é hora!
No entendimos nada. El abuelo se va hasta su pieza y vuelve con una valija enorme. Todos nos ponemos alrededor, incluso el Zacarías que estaba mirando la carrera de autos.
—¿Qué hay en la valija, Nonno? —pregunta la Sofi.
—¡Guitta, bambina! —se exalta el abuelo—. ¡Tutto el mío ahorro de la venta de la casa vieca!
—¿La casa que vendimos en la Trocha, papá? —se sorprende el Zacarías—. ¿La que teníamos cuando yo era chico?
—¡¡Ecco!! ¡Chento veinte mile michione de peso!
El Zacarías me abraza. Noté que temblaba. Me dice al oído:
—Siempre intuí algo así… La plata de la casa vieja desapareció. Mamá pensó siempre que nos habían robado… Creo que pasamos al frente, Mirta, es mucha guita.
El Nonno abre la valija triunfal. El Zacarías, pobre santo, se queda blanco como un papel. El Caio se acerca, mira los billetes y pregunta:
—¿Qué son, papá? ¿Esos son los famosos dólar?
Miro más de cerca. A mí también se me cae el alma al suelo y la sonrisa que llevaba puesta se me convierte en una mueca espantosa al verlo a San Martín tan joven.
—Papá —dice el Zacarías, desinflado—… ¿Por qué guarda eso, usté es boludo? Son pesos moneda nacional, ¿no se da cuenta? De antes de la época de Lanusse…
—¡¡Ecco!! —repite mi suegro encantado—. ¡Chento veinte mile michione!
Al Zacarías le agarran ganas de pegarle a la pared. Yo lo conozco.
—¿Es mucho? —pregunta la Sofi, que no sabe cómo reaccionar todavía, y lo único que hace es traer una calculadora, mientras mi marido y yo revisamos todos los fajos, enormes, azules, uno arriba del otro.
—¡Traé para acá, mocosa! Dame la calculadora —pide el Zacarías caliente como una pipa, y empieza a hacer cuentas con la maquinita. No entran tantos ceros en el visor, ciento veinte mil millones de pesos se dice rápido, pero tardás un rato en escribirlo.
Todos miramos expectantes… El Zacarías, transpirado, empieza a susurrar mientras hace el cálculo:
—Moneda nacional a pesos ley en 1970, le saco cuatro ceros —dice sacando la lengüita por afuera de la boca—, después lo llevo a pesos argentinos en 1983 y le saco tres ceros… lo paso a australes, le saco cuatro…
El Caio me mira:
—¿Qué cuentas hace? ¿Por qué dice «le saco»? ¿En las cuentas no se dice «me llevo uno» y «me llevo dos»?
—En el resto del mundo sí —le digo—. Acá en Argentina siempre hay uno solo que se lleva todo, pero antes de irse le saca cuatro ceros a lo que deja, para que no se note…
—Ah —dice el Caio.
—¿Cuánto te da, viejo? —pregunto refregándome las manos en el delantal.
—… y después lo paso a pesos de ahora, y le saco tres ceros… Total… —Zacarías aprieta el botón y dice, inaudible casi—: un peso veinte…
El mundo a veces se desmorona en silencio. Los ladrillos se te caen en la cabeza sin ruido. Es una especie de bombardeo de aviones invisibles. Pero transpirás como si estuvieras en la guerra. Así fueron esos veinte segundos de silencio.
Los cortó el Caio:
—¿Está bien, no? —dice el nene—, justo para comprar el pan, ¿no necesitábamos un pesito para el pan? Y hasta nos sobran veinte guitas para comprar sedas.
Nos fuimos a hacer la siesta con algo en la garganta. Yo siempre digo que acá el problema no es económico, es que no hay reglas… Lindos son los países que tienen reglas. Como Alemania, o Cuba.
En Alemania vos nacés y ya sabés que sos rico y serás rico. En Cuba lo mismo: nacés y ya sabés que siempre vas a ser un muerto de hambre. Nadie habla de plata en esos lugares ¡Para qué, si ya está todo claro!
Pero acá… En Argentina vos nacés y lo único que sabés desde chiquito es que vas a hablar siempre de plata, ¡toda tu vida…! No sabés más nada que eso. Difícil que sepas si lo que tenés es lo que realmente hay. Y el día que sabés lo que hay, no sabés si lo que tenés vale lo que dice el papel que vale. Hasta que lo sabés, y ¡zas!, te dicen que no lo podés sacar hasta que valga muchísimo menos…
Nosotros, por ejemplo, fuimos ricos hasta los años ochenta y nos enteramos esta tarde, con la valija del Nonno. Pero la sensación que nos quedó es que ayer, cuando no sabíamos que habíamos sido ricos, estábamos mucho mejor que ahora.