La tarde que la parí
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Más respeto que soy tu madre

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Más o menos a esta hora, quince años atrás, yo estaba pariendo por última vez. Pero no recuerdo esa época con alegría. La Sofi llegó al mundo sin que la buscáramos, pero lo peor es que además vino en el peor momento de la Argentina. 

En 1989 estábamos tan mal, pero tan mal, que no solamente pensamos en abortar a la Sofi, sino que incluso barajamos muchas veces la posibilidad de matar al Caio, que tenía año y medio y morfaba como lima nueva. Figúrense, corazones, cómo estaba el país.

Los problemas económicos, además de hambre, traen muchas peloteras en las familias. Gritos y portazos. La plata que no alcanza. Discusiones por cualquier cosa… Para peor, el Zacarías había votado a Luder y yo a Alfonsín. Así que el esquenún, cada vez que veía cómo se le desaparecían los australes del bolsillo, me echaba la culpa a mí:

—¿Ves lo que pasa cuando se le da la espalda al peronismo?

—me decía—. Además de gorila sos pelotuda…

Era la época de la hiperinflación. Esa palabra, cada vez que la escucho, me sigue haciendo temblar las patas. La cosa más horrible que le puede pasar a un ama de casa, además de que te entre gente embarrada al comedor cuando terminaste de encerar, es que la plata de la comida no alcance para alimentar a tus hijos.

Me acuerdo patente del día en que llegó la Sofi. Yo estaba con la panza gigante, pasada de fecha, haciendo la cola en el supermercado. Por fin había conseguido aceite cocinero, que escaseaba mucho. Llevaba también una cerveza para el Zacarías y un litro de leche para el Caio. Tenía un billete de mil australes apretadito en la mano, que alcanzaba justo justo para todo. En un momento, la cajera dice por micrófono:

—Desde la señora de pulóver colorado para atrás, los productos sufren un aumento del treinta por ciento. 

Por supuesto, yo estaba atrás de la señora de pulóver colorado, y entonces mi compra ya costaba mil trescientos australes. Me acuerdo que me puse a llorar porque no sabía qué devolver, a quién dejar sin nada en mi familia. Y en ese momento, en el medio del llanto y de la impotencia, rompí bolsa y las contracciones me paralizaron.

Dos horas después, en el Hospital Dubarry, cuando vi por primera vez a mi hija, tendría que haber pensado cosas lindas, haberle dado gracias a Dios porque me la entregó sanita, haberla llenado de besos felices. Pero en cambio no pensé nada bueno cuando la partera la puso en mis brazos. Le vi la carita, los puños apretados respirando por primera vez el aire del mundo, y pensé: «¿Y a esta qué carajo le doy de comer?».

La miseria te hace egoísta; la incertidumbre te provoca rabia… Por eso la Sofi fue siempre la luz de mis ojos, la nena chiquita a la que le doy todo lo que me pide. Porque no me olvido que las colillas que el Zacarías se fumó, nervioso, mientras esperaba que llegase su hija, las tuvo que levantar del suelo. Y porque me acuerdo siempre que los primeros pañales de la Sofi fueron de tela, a la vieja usanza, porque no había un mango para desechables.

Tuve que rezar mucho durante la primera semana de mi hija; rezarle a Dios para que me diera buena leche mía, porque si no me daba leche de madre íbamos a tener que robar para comprar de la envasada. Yo creo que en el ochenta y nueve me la pasé rezando para que se fuera Alfonsín y dejara a mis hijos en paz. (Dios me escuchó, sí, pero el de esa época era un Dios muy puto: lo sacó a Alfonsín y mirá a quién puso.)

Hace un rato, a las doce en punto de la noche, cuando los relojes decían que ya era veintiocho de abril, me fui derecho a la pieza de la Sofi a llenarla de besos, a tirarle quince veces las orejas, a agradecerle a Dios haberla traído al mundo a pesar de todo.

Y cuando abrí la puerta, corazones, la sorpresa me la llevé yo: estaban los tres hermanos juntos, esperándome (¿cómo hizo el Nacho para llegar del Sur sin que lo oyera entrar?), y los tres me miraban sonriendo. Cada uno vino al mundo con un presidente de mierda. Pero ahora estaban acá, en casa como cuando eran chicos y había un solo sandy para los tres. En casa. Y entonces supe que la Fiesta de Quince de esta noche, con la silla del Nacho ocupada, con el Caio peinado como a mí me gusta con la raya al medio, y con la Sofi de blanco y preciosa, iba a ser también la primera gran Fiesta de mi vida.

Mirta G. de Bertotti
(Personaje de una novela de H. Casciari)