Después eligió a dos de sus hombres, y le ordenó al resto que por ninguna razón se moviera de la nave. Caminaron con cautela por una calle rodeada de pinos; el lugar parecía tranquilo. Llegaron a una casa muy linda, de estilo victoriano, y golpearon la puerta varias veces. Una vieja les abrió de mal humor. «¿No serán mormones, no?», preguntó con fastidio. «Venimos de la Tierra», dijo Black. «¿De abajo de la tierra?», preguntó la vieja. «No, señora: del planeta Tierra, acabamos de llegar a Marte», dijo Black, más desconcertado que nunca. «¡Ah, bueno!», dijo la vieja, «pero ustedes están completamente drogados!». Y les cerró la puerta en la cara.
Los tres hombres siguieron caminando y, cuando llegaron a la entrada del pueblo, uno de los tripulantes se paró frente a una casa y se puso a llorar como una criatura. Dos viejitos salieron al zaguán, alertados por el llanto. El capitán Black vio cómo los tres se abrazaban sin parar de llorar. «¡Son mis abuelos!», le dijo el tripulante al capitán.
Al rato, más calmado, el nieto les preguntó a los viejitos desde cuándo estaban ahí. «Desde que nos morimos», dijo la abuela. «Eso es imposible», interrumpió el capitán. Pero la vieja lo cortó en seco: «Nosotros no hacemos preguntas. Solamente sabemos que nos dieron una segunda oportunidad y estamos agradecidos. ¿Quién es usted para venir a cuestionar eso?», le dijo la vieja al capitán. Y Black bajó la vista.
Cuando volvió a la nave vio que, sobre la pradera verde de Marte, la tripulación se abrazaba con un montón de familiares que les daban la bienvenida, todos habían muerto hacía rato. Estaba a punto de gritarles que volvieran a sus puestos cuando un chico lo saludó con una sonrisa de oreja a oreja y le dijo: «¡Eh, John!».
Black lo miró desorientado. Era su hermano mayor, Edward, que había muerto cuando él tenía quince años. Se dieron un abrazo largo y profundo, hasta que por fin Edward dijo: «Mamá nos está esperando». «¿Mamá?», preguntó el capitán. «Sí, y papá también».
Caminaron por una callecita que a Black le resultó familiar hasta que a lo lejos distinguió la casa de su infancia. Edward lo empujó y le dijo: «¡El último es cola de chancho!». Los dos salieron corriendo y Edward llegó primero. «Me ganaste porque seguís siendo joven y yo ahora soy un viejo», le dijo el capitán recuperando el aire. Se rieron, porque sabían que él nunca le había ganado una carrera a su hermano mayor. En el umbral los recibieron sus padres. «¡Mamá! ¡Papá!», gritó el capitán y corrió a abrazarlos.
Era una tarde de primavera. Se sentaron en el jardín y hablaron hasta que se hizo de noche. La madre del capitán estaba hermosa y no había cambiado nada. El padre, como siempre, cortó un cigarro con la punta de los dientes y lo prendió pensativo. Cenaron juntos. Después siguieron charlando en la galería y cuando al capitán se le cerraban los ojos de sueño, subió a la habitación que compartía con su hermano. El cuarto estaba igual. Las camas de bronce, los pósters, la campera de corderoy en la percha del ropero, que él acarició en silencio. Apagaron las luces.
Edward se desplomó en la cama y como siempre empezó a roncar. Pero el capitán no podía pegar un ojo. Pensó: «¿Y si las dos personas que duermen en la otra habitación no son mis padres? ¿Si son marcianos que se apoderaron de mis recuerdos para debilitarme? ¿Y si hicieron lo mismo con mis soldados? ¿Si construyeron un pueblo hipnótico y lo llenaron de nuestros muertos amados porque saben que no hay mejor forma de volvernos débiles y vulnerables?
Ahora mis hombres duermen en casas iguales a esta, y están desarmados. Y la nave está sola».
El capitán sintió terror. Le temblaron las manos. Se levantó. Entonces escuchó a su hermano que le decía: «¿A dónde vas, John?». «A tomar agua», respondió el capitán. «No, no tenés sed», dijo, muy despacio, la voz de su hermano en la oscuridad. El capitán Black corrió hacia la puerta. Gritó. Gritó dos veces. Nunca llegó a la puerta.
Al día siguiente, todos los vecinos del pueblo (abuelas, padres, hermanos, tíos) enterraron en el cementerio los ataúdes de los visitantes, entre llantos y lágrimas, y se sentaron a esperar la cuarta expedición a Marte.