«La tercera expedición», de Ray Bradbury
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Pausa

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Cuando el capitán John Black y sus hombres lle­garon a Marte, después de un viaje complicado y larguísimo por el espacio, quedaron desconcertados. Desde las ventanillas de la nave veían un prado ver­de, precioso; un bosque con árboles altos y, un poco más lejos, un pueblo de casas blancas y ladrillos rojos. «¿Qué carajo es esto?», murmuró el capitán, boquia­bierto. «¿Cómo puede ser?». 

Después eligió a dos de sus hombres, y le orde­nó al resto que por ninguna razón se moviera de la nave. Caminaron con cautela por una calle rodeada de pinos; el lugar parecía tranquilo. Llegaron a una casa muy linda, de estilo victoriano, y golpearon la puerta varias veces. Una vieja les abrió de mal humor. «¿No serán mormones, no?», preguntó con fastidio. «Venimos de la Tierra», dijo Black. «¿De abajo de la tierra?», preguntó la vieja. «No, señora: del planeta Tierra, acabamos de llegar a Marte», dijo Black, más desconcertado que nunca. «¡Ah, bueno!», dijo la vie­ja, «pero ustedes están completamente drogados!». Y les cerró la puerta en la cara. 

Los tres hombres siguieron caminando y, cuando llegaron a la entrada del pueblo, uno de los tripulan­tes se paró frente a una casa y se puso a llorar como una criatura. Dos viejitos salieron al zaguán, alerta­dos por el llanto. El capitán Black vio cómo los tres se abrazaban sin parar de llorar. «¡Son mis abuelos!», le dijo el tripulante al capitán. 

Al rato, más calmado, el nieto les preguntó a los vie­jitos desde cuándo estaban ahí. «Desde que nos mori­mos», dijo la abuela. «Eso es imposible», interrumpió el capitán. Pero la vieja lo cortó en seco: «Nosotros no hacemos preguntas. Solamente sabemos que nos die­ron una segunda oportunidad y estamos agradecidos. ¿Quién es usted para venir a cuestionar eso?», le dijo la vieja al capitán. Y Black bajó la vista. 

Cuando volvió a la nave vio que, sobre la prade­ra verde de Marte, la tripulación se abrazaba con un montón de familiares que les daban la bienvenida, todos habían muerto hacía rato. Estaba a punto de gritarles que volvieran a sus puestos cuando un chico lo saludó con una sonrisa de oreja a oreja y le dijo: «¡Eh, John!». 

Black lo miró desorientado. Era su hermano ma­yor, Edward, que había muerto cuando él tenía quin­ce años. Se dieron un abrazo largo y profundo, hasta que por fin Edward dijo: «Mamá nos está esperando». «¿Mamá?», preguntó el capitán. «Sí, y papá también».

Caminaron por una callecita que a Black le resultó familiar hasta que a lo lejos distinguió la casa de su infancia. Edward lo empujó y le dijo: «¡El último es cola de chancho!». Los dos salieron corriendo y Ed­ward llegó primero. «Me ganaste porque seguís sien­do joven y yo ahora soy un viejo», le dijo el capitán recuperando el aire. Se rieron, porque sabían que él nunca le había ganado una carrera a su hermano ma­yor. En el umbral los recibieron sus padres. «¡Mamá! ¡Papá!», gritó el capitán y corrió a abrazarlos. 

Era una tarde de primavera. Se sentaron en el jar­dín y hablaron hasta que se hizo de noche. La ma­dre del capitán estaba hermosa y no había cambiado nada. El padre, como siempre, cortó un cigarro con la punta de los dientes y lo prendió pensativo. Cena­ron juntos. Después siguieron charlando en la galería y cuando al capitán se le cerraban los ojos de sueño, subió a la habitación que compartía con su hermano. El cuarto estaba igual. Las camas de bronce, los pós­ters, la campera de corderoy en la percha del ropero, que él acarició en silencio. Apagaron las luces. 

Edward se desplomó en la cama y como siempre empezó a roncar. Pero el capitán no podía pegar un ojo. Pensó: «¿Y si las dos personas que duermen en la otra habitación no son mis padres? ¿Si son marcia­nos que se apoderaron de mis recuerdos para debi­litarme? ¿Y si hicieron lo mismo con mis soldados? ¿Si construyeron un pueblo hipnótico y lo llenaron de nuestros muertos amados porque saben que no hay mejor forma de volvernos débiles y vulnerables?

Ahora mis hombres duermen en casas iguales a esta, y están desarmados. Y la nave está sola». 

El capitán sintió terror. Le temblaron las manos. Se levantó. Entonces escuchó a su hermano que le decía: «¿A dónde vas, John?». «A tomar agua», respondió el capitán. «No, no tenés sed», dijo, muy despacio, la voz de su hermano en la oscuridad. El capitán Black corrió hacia la puerta. Gritó. Gritó dos veces. Nunca llegó a la puerta. 

Al día siguiente, todos los vecinos del pueblo (abuelas, padres, hermanos, tíos) enterraron en el ce­menterio los ataúdes de los visitantes, entre llantos y lágrimas, y se sentaron a esperar la cuarta expedición a Marte.

Ray Bradbury
Una adaptación de Hernán Casciari