—¿Ves? —me dice, mientras tomamos mate en la cocina—. Mirála a la Sofi cómo se ríe, cómo le festeja las gracias al estúpido… A mí nunca me festeja las gracias mi hija…
—¿De qué gracias hablás, viejo? Si la última vez que le hiciste un chiste a la Sofi fue cuando era recién nacida, que la tiraste a la pelopincho desde el techo de casa…
—Eso no fue un chiste, fue un experimento —me explica, y se queda, nostálgico, mirando para el patio, donde el Jeremías y sus sobrinos no paran de reírse y de jugar.
Para peor, el Nonno, desde que escuchó la voz de su hijo pródigo, ha empezado a pestañear. Según el Caio nos quiere decir algo con el pestañeo, pero (siempre siguiendo la teoría del nene) «nosotros no lo entendemos porque parpadea en italiano». Pero el tema es que hasta don Américo parece más alegre desde que llegó el Jeremías. Y eso a mi marido le patea el hígado más que nada en este mundo.
Un poco de pena me da, porque tampoco soy una insensible: pero la verdad es que el Zacarías no es lo que se dice un padre alegre. El problemón es que con el Jeremías en casa (tan parecidos que son de cara) las diferencias se hacen notar mucho. Son como el cuaderno gloria y el cuaderno rivadavia. Escribir podés en los dos, pero te sale la letra más linda en el de tapa dura.
El hombre estuvo todo el domingo así, arrastrando los pies por la casa, con cara de perro triste. Cada vez que levantaba la vista, lo veía a su hermano llevando a caballito al Caio, o comprándole ropa de marca a la Sofi, o charlando de filosofía con el Nacho (que esta tarde se vuelve a Puelo)…
—Estoy medio panzón, ¿no, gorda? —me dice a la hora de la siesta, mirándose en el espejo del ropero—, y medio pelado también.
—¿Comparado con qué? —le digo yo, metiéndole cizaña.
—Con quién va a ser —me dice—… Con el innombrable. Tiene un año menos que yo, y parece mi hijo. Tiene pelo por todas partes, y la panza como un toblerone…, se le nota el costillar al hijo de puta.
—Y andá, charlálo un poco, no seas secote —le digo—. Preguntále cómo hace para estar atlético, así por lo menos le das conversación. ¿No ves que está deseando que le hables? Es tu hermano, al fin de cuentas.
—¡Que se joda…! Yo me quedo acá con mi panza, y que él se quede ahí con sus músculos y su teléfono con máquina de fotos… Si en eso es en lo único que le puedo ganar.
—¿Vos, ganarle? —me sorprendo—. ¿En qué?
—En que yo tengo un hermano fibroso… Y él, en cambio, tiene un hermano hecho mierda —se me queda mirando—. ¿En eso le gano, no?
—Visto así… —le digo, y me lo quedo mirando con un poco de pena.