«La ventana abierta», de Hector Hugh Mun­ro (Saki)
5m
Play
Pausa

Compartir en

100 covers de cuentos clásicos

Compartir en:

Había un abogado joven que se llamaba Miguel Nuttel y el médico le había recomendado un fin de semana en el campo porque estaba estresado. Nuttel tenía como mucho treinta años y andaba mal de los nervios. 

Su hermana le recomendó una posada en el medio del campo y Nuttel la alquiló por teléfono. Cuando llegó al lugar, la dueña de la posada (una escocesa que se llamaba Mery) no había llegado. Pero estaba la hija, que lo hizo pasar al comedor. 

La hija no tenía más de quince años y era una chica colorada, llena de pecas y muy curiosa. Miró a Nuttel un rato largo, en silencio, y después le preguntó si ya había venido alguna vez a la posada. Él le dijo que no: «Pero mi hermana estuvo veraneando hace un tiem­po, y me recomendó mucho este lugar».

«¿Te gusta el campo?», le preguntó la chica. Él es­tuvo a punto de decirle que no, que en realidad el psi­quiatra le había recomendado salir de la ciudad para calmarse, pero no le quiso hablar de su depresión a una chica de quince años; entonces le dijo que sí, que le gustaba el campo. «Lástima el tiempo», dijo la chica. 

Él observó el cielo por un ventanal enorme que estaba abierto de par en par. Afuera había empezado a llover y entraba el viento. «¿Vos sabés por qué está siempre ese ventanal abierto? ¿Te contó tu hermana?». 

Miró a la chica a los ojos y dijo que no. «¿Cuánto hace que estuvo tu hermana, acá?», le preguntó la chi­ca. «Cuatro, cinco años», dijo Nuttel. «¡Ah! Entonces no sabés nada de la tragedia». 

La chica señaló el ventanal abierto, que daba al jar­dín, y dijo: «Hace tres años mi papá y mi hermano sa­lieron a pescar por ese ventanal. Se largó a llover fuer­te, se inundó la laguna y no volvieron nunca. Fue ese verano que se inundó la provincia entera, ¿te acordás? Todos dicen que se quedaron atrapados en la laguna mientras pescaban. Nunca encontraron los cuerpos. Eso fue lo peor, porque mi mamá sigue creyendo que van a volver, los tres: mi papá, mi hermanito y el bu­lldog. ¡Pobre mamá! Ella todavía cree que su hijo y su marido van a entrar por el ventanal, cantando can­ciones de cancha para hacerla enojar, como hacían siempre. Por eso no cierra nunca el ventanal cuando hay tormenta». 

A la chica se le puso la piel de gallina mientras contaba esto. Y el pobre Nuttel, que había venido al campo a relajarse, empezó a crispar los dientes, lleno de nervios. 

Por suerte en ese momento entró la dueña de casa, la señora Mery, pidiendo disculpas por la demora, y Nuttel se tranquilizó. La mujer saludó al inquilino, le informó que el desayuno estaba incluido y antes de mostrarle la habitación, le dijo: «Espero que no le moleste el ventanal abierto. Pasa que mi marido y el nene salieron a pescar y cuando llueve no los dejo en­trar por la puerta grande… Se piensan que yo puedo estar limpiando la mugre de ellos todo el día». 

Nuttel tragó saliva y miró a la chica, que al mismo tiempo bajó la vista, avergonzada de su madre. La señora Mery seguía hablando del barro de las botas de su marido y de su hijo muertos. Nuttel empezó a sentirse mal y trató de cambiar de conversación. Le dijo: «Disculpe, señora. Si no le molesta me gustaría dejar la valija en el cuarto, porque vengo cansado de la ciudad». 

Mientras Nuttel decía esto, notó que la mirada de la señora Mery se desviaba hacia el ventanal. Hasta que de pronto la mujer gritó: «¡Por fin llegan! Ustedes dos miren la mugre que tienen!». 

Nuttel primero miró a la chica, asustado, y vio sus ojos llenos de horror. Después miró para el lado del ventanal: por el jardín venían dos siluetas, un hombre y un niño, con cañas de pescar al hombroy los dos cantaban una canción de cancha. Los seguía un bull­dog negro. Nuttel pegó un grito ahogado, se levantó del sillón y salió de la casa corriendo por la puerta grande, cortando campo, cagado del susto. Saltó la tranquera y siguió corriendo sin parar. 

El hombre de la caña traspasó el ventanal y saludó a su esposa Mery: «No pescamos nada, con esta llu­via… ¿Quién era ese que salió corriendo, Mery?». Y la mujer dijo: “No sé. Un inquilino… estaba a punto de mostrarle la habitación de arriba y salió disparando como si hubiera visto un fantasma». 

La mujer miró a su hija, como si supiera algo, y la nena dijo: «Fue el perro. El pobre inquilino me contó que le tiene pánico a los bulldogs, porque una vez lo persiguió una jauría de bulldogs hasta un cemente­rio, y tuvo que pasar la noche en una tumba recién cavada, mientras los perros le ladraban. Pobre, ¿no?», dijo la nena. 

«Ay, pero qué chico extraño», contestó la mujer, «qué suerte que no se quedó, me daría mucho miedo convivir con gente loca».

Hector Hugh Mun­ro (Saki)
Una adaptación de Hernán Casciari