Me dijo que cada cuatro años, y empecé a medir mi historia con esa vara. Concluí que durante el siguiente mundial —el del 82— yo ya tendría once años. «Voy a ser grande», me dije desde la pequeña altura de mis siete. La segunda escena transcurre en la cocina de mi casa, un mediodía de junio de 1982. Partido inaugural del Mundial de España. Otra vez le pregunto a mi papá cuándo será el próximo mundial. «En el 86», me dice, un rato antes de que Bélgica nos meta ese gol injusto, en orsai clarísimo. Saco la cuenta con los dedos y descubro que, para entonces, tendré quince. «Caramba —pienso— esta vez sí voy a ser grande». En esas temporadas de mis once años, la frontera entre chico y grande eran los catorce. Desde entonces, empecé a medir el tiempo por mundiales. Cuando llegó México 86 yo ya tenía quince y me di cuenta de que —a pesar de mis predicciones infantiles— todavía no era grande. Así que mientras Maradona hacía magia, yo volví a sacar la cuenta. «En el año 90, cuando empiece el mundial de Italia —me dije, ahora convencidísimo—, tendré casi veinte: entonces sí voy a ser grande». Pero en el 90 tampoco me sentí grande, aunque descubrí, a cambio, que los años en que no hay mundiales son años tontos, años largos y vegetativos. Y que los Juegos Olímpicos son una especie de despertador que te avisa que estás por la mitad de ese coma alcohólico. En el 94 fue el Mundial de Estados Unidos y creo que aún seguía siendo un adolescente a destiempo. El asunto es que, por alguna causa, ser grande fue siempre una especie de horizonte que se movía conforme yo avanzaba, una línea divisoria de la vida que siempre estaba a cuatro años de distancia. En Francia 98 ya había dejado de ser un adolescente y me había convertido, como por arte de magia, en un vagabundo con mochila y barba que vagaba por América latina. Pero siempre tuve muy claro que era un vagabundo chico, no un vagabundo grande. La última vez que me pregunté «¿cuándo voy a ser grande?» fue el día que descalificaron a Argentina en Japón 2002. Y otra vez creí que en Alemania 2006, por fin, empezaría a ser un señor hecho y derecho. Pero no fue así. Tampoco ayer me sentí grande, cuando Argentina salió a la cancha en Sudáfrica. Y eso que ahora estoy a punto de cumplir cuarenta. A los ojos del chico mercedino que miraba el Mundial de España, «cuarenta» es propiamente la vejez. Sin embargo, no me siento grande. La diferencia, esta vez, es que durante uno de los años tontos sin mundial —entre Japón y Alemania, exactamente— tuve una hija. Este dato, supongo, puede ser decisivo para cruzar la frontera. La última vez que pensé en Brasil 2014 ya no lo hice pensando en mi edad: «En el Mundial de Brasil vas a tener diez años —le dije ayer a la Nina, conmovido— ¡vas a ser grande!».