Las caras en los sueños
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Pausa

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Las personas que se nos aparecen en los sueños tienen caras que alguna vez vimos en la vida real. Si en tu sueño sos futbolista, por ejemplo, cada uno de los cien mil espectadores de la multitud tiene la cara de alguien que pasó por tu vida: actores viejos, compañeritos de la primaria, un tipo que tocó el timbre de tu casa para venderte una aspiradora, una maestra de música suplente, el que quieras.

A veces pienso que cuando nos quedamos solos en la mesa de un bar, distraídos con el vaivén de las caras ajenas, lo que hacemos en realidad es el casting de los rostros con los que vamos a soñar esta la noche.

«Este sí, porque tiene una pelada graciosa; esta no, porque le faltan tetas; a esta vieja la llevo, porque puede hacer de abuelita macabra…». Sin querer, buscamos personajes secundarios para algún sueño caro, de esos con muchos extras y con cambios abruptos de paisaje.

Posiblemente, las personas que solamente duermen de noche no tengan necesidad de buscar rostros, porque los sueños nocturnos solamente tienen dos o tres personajes fuertes: el padre muerto que vuelve, un exnovio que se convierte en el actual, el tipo que vende diarios abajo y que nos asusta con un cuchillo… boludeces así.

Pero los que tenemos la costumbre de dormir la siesta soñamos con espacios infinitos y hay una bocha de extras. Los sueños de la siesta son más intensos, más duraderos y más creíbles que los nocturnos.

Ojo: si te toca una pesadilla de siesta, agarrate de la frazada con las dos manos. Las pesadillas de la siesta pasan con tanta nitidez que una vez que te despertás estás toda la tarde con una sensación fea. Como si hubieras pisado caca de perro y ahora te quedase el tic de caminar en puntas de pie para no ensuciar.

La misma sensación de realidad, pero esta vez feliz, ocurre cuando el sueño de la siesta ha sido erótico o de amor. A mí llegó a pasarme (nunca de noche, solamente en la siesta) que me desperté de la cama completamente enamorado. Hay una clase de sueño donde conocés a una chica que no habla, que sonríe pero no mucho, una chica lánguida, con los ojos como de haber llorado; alguien que supuestamente no habías visto nunca en tu vida. Y todo lo que pasa en el sueño es romántico tirando a boludón, muy poco sexual. Un sueño que, sin embargo, te deja al despertarte una sensación feliz de amor verdadero.

A la noche, en cambio, el subconsciente nos proyecta más bien cortometrajes, seis o siete seguidos, pero cortitos; alguno es de terror, otro medio alegórico, a veces reponen dos o tres simpáticos, pero no hay ninguno que te vuele la cabeza. El sueño nocturno es demasiado disperso, es poco intelectual.

Por ejemplo, estás soñando con un tipo que trata de conseguir bemoles, que en el sueño significa que está a punto de sobornar a un funcionario marroquí. El sueño es grisáceo y con un argumento torpe; entonces, en un instante de lucidez, descubrís que el paisaje es el de tu pueblo natal, cosa imposible porque vivís lejos, y que el señor de los bemoles es Jaime Roos. ¡Listo!, decís. Por esos datos ridículos te das cuenta de que estás soñando; el corazón te palpita y descubrís que, si desenfocás la mirada, podés convertir la escena sórdida en lo que quieras. Y empezás a ser el guionista de tu propia fantasía.

Del subconsciente, lo único que de verdad me preocupa es que uno mismo, también, es el rostro difuso en la pesadilla o el sueño de alguien. Si todas las caras que vimos en la vida aparecen como extras en nuestros sueños, es probable que nosotros, nuestra cara, haya provocado que un chico se despertara gritando en medio de la noche o, lo que es peor, que hayamos excitado sin querer a una vieja. ¡Qué asco!

Ser el extra en la noche de otro: ese es el verdadero problema de soñar. Haber participado sin querer en el casting de alguien que estaba sentado en un bar cuando nosotros pasábamos por la calle. Ahora él nos tiene en su cabeza, puede usarnos para sus pesadillas, para sus romances perversos, o para hacer goles imposibles en estadios colmados con nuestra cara.

De los sueños propios nos escapamos tarde o temprano, es fácil; de nuestra novela onírica podemos salir cuando abrimos los ojos, cuando suena el despertador o cuando pegamos un grito en mitad de la noche.

¿Pero cómo salimos del sueño de un japonés que nos cruzamos ayer por Parque Saavedra y que ahora se volvió a Tokio llevándose nuestros gestos en el subconsciente? ¿Qué es capaz de hacer con nosotros ese hombre, en la noche oriental, con nuestra dignidad, con nuestra boca, con nuestra cara? Por todas estas razones es que yo salgo muy poco a la calle.

Hernán Casciari