Las dos promesas (*)
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Pausa

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Una playlist de 125 cuentos

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En mi barrio había un vecino muy viejo y cascarrabias. Era un italiano de ley, fanático de Boca. Don Américo, se llamaba, y fue uno de los muchos inmigrantes que llegaron a la Argentina por culpa de la Segunda Guerra.

Mil veces nos contó que su madre, a la que nunca volvió a ver, lo metió en un barco y le dijo: «Nunca traiciones tu origen milanés, Américo, y jamás te va a ir mal en la vida». Él tenía catorce años cuando cruzó el Atlántico con esas palabras. Y no se las olvidó nunca.

Cuando pisó tierra firme en Buenos Aires era 1943, y lo primero que lo sorprendió fue el silencio. Por primera vez no escuchaba el estruendo de las bombas, ni los gritos de las mujeres, ni el ruido de la panza cuando se tiene hambre. Llegó solo, desde Milán, con el pelo hasta los hombros, y se encontró con el primer gran problema: para trabajar, le dijeron, había que cortarse el pelo. Y para ir a la peluquería había que tener plata.

Descubrió que Argentina era un pueblo de pelicortos; las modas europeas no habían llegado. Los inmigrantes europeos se reconocían por la calle por las mechas largas. Muchos tenían el mismo conflicto que él, y entonces en el puerto escuchó un rumor: había una peluquería en La Boca que les cortaba gratis a los inmigrantes. Y para allá se fue Américo.

El peluquero, un criollo enorme, lo recibió con una sonrisa y le dijo que lo rapaba gratis si prometía ser hincha de Boca Juniors. El joven Américo, sorprendido por tan buen 350 negocio, juró con solemnidad que siempre sería hincha de Boca. Lo juró como solamente puede jurar un chico con hambre: de verdad y para toda la vida.

Esa tarde, Américo salió de la peluquería sin un pelo en la cabeza y con dos colores nuevos en el corazón. Después pasaron los años, llegó el peronismo, se prohibió el peronismo, aparecieron nuevos gobiernos. Algunos muy malos, otros peores. Américo se casó con una buena mujer, tuvo hijos y siempre vivió en Mercedes. A dos casas de mi casa.

Prosperó mucho desde que llegó de Milán, y siempre pensó que su suerte había tenido que ver con esas dos promesas: a su madre, no traicionar nunca su origen milanés; y al viejo peluquero, ser de Boca para siempre. Pero a don Américo lo esperaba, en la vejez, una broma horrible que iba a ocurrir el domingo catorce de diciembre del año 2003, a las siete y cuarto de la mañana.

Para el resto de nosotros aquel fue solamente un partido de fútbol entre Boca y el Milan. Un partido importantísimo (el mejor equipo de América contra el mejor de Europa), pero en el fondo un pasatiempo. Para don Américo era algo más. Para él, aquello fue una tortura. Hinchara para quien hinchara, iba a romper una de las dos promesas.

Hacía un calor insoportable, y eso que era temprano. Don Américo se acomodó en la barra del bar, frente a la tele, desde antes de que la televisión conectara con Tokio. El viejo lloraba de antemano, porque todavía no había decidido qué traicionar: si al pueblo donde había nacido o al pueblo que lo había adoptado.

Cuando empezó el partido, él seguía llorando. Nosotros lo mirábamos más a él que a la pelota. Nos gustaba el morbo: siempre es más interesante ver sufrir a un hombre que ver transpirar a veintidós.

El primer gol fue del Milan. Américo se levantó de la silla y gritó:

—¡Vamo, caraco, forza, Milano, merda puta!

Después se sentó y siguió llorando. Seis minutos después fue el gol de Boca. Don Américo se levantó y gritó:

—¡Vamo, caraco, aguante Boquita, merda puta! —Y volvió a llorar.

Terminó el partido uno a uno, como si el destino hubiera querido profundizar la herida. Durante lo que duró el receso antes de los penales, don Américo no dijo ni mu. Caminaba alrededor de la mesa y tomaba su vaso de vino. Ninguno de nosotros lo quiso interrumpir.

Después gritó triunfal los penales convertidos y gritó triunfal los penales errados; gritó los goles de Boca y los del Milan, gritó a favor y en contra de sus dos corazones hasta que llegó el último tiro, que le dio el triunfo al equipo del peluquero, aquel criollo que había rapado gratis a un sin papeles sesenta años antes, en un país que todavía era próspero.

Y entonces don Américo dejó de festejar, y también dejó de llorar. Se quedó quieto. Nos miró a todos en el bar. Y nosotros hicimos de cuenta que estábamos interesados en otra cosa. No lo queríamos ver a los ojos.

Don Américo tenía la mirada vidriosa, seca de lágrimas. Miraba el aparato empotrado en la pared, y después nos miraba a nosotros incrédulo, y después otra vez al televisor, como si estuviera viendo por la tele… su propio entierro.

Hernán Casciari