«Las fotografías», de Silvina Ocampo
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Pausa

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100 covers de cuentos clásicos

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El cumpleaños número catorce de Adrianita reu­nió a toda la familia. Era el primer festejo familiar después del accidente que dejó a la nena paralítica. La tía Silvia llegó puntual con su blazer verde porque quería mucho a su sobrina, aunque detestaba al resto de la familia, en especial a Humberta, la madre de Adrianita. 

La nena estaba sentada en el medio del patio, con un vestido blanco y los botines ortopédicos que se asomaban por debajo, rodeada de los invitados. Ha­bían preparado una mesa muy larga, lindísima, llena de comida y bebidas, pero nadie podía tocar nada hasta que llegara el fotógrafo, porque un día como ese tenía que quedar registrado. 

Como hacía calor y había moscas, todo el mundo se abanicaba, o abanicaba las tortas y los sanguchitos de miga. La mamá de Adrianita abanicaba todo con una flor. La tía Silvia la miró con odio contenido, porque estaba claro que Humberta lo hacía para llamar la aten­ción. ¡Como si una flor pudiera tirar algo de viento!

Cuando llegó el fotógrafo, destaparon la prime­ra botella de sidra. ¡El trabajo que les dio la primera foto! Eran muchos y algunos, como el papá de Adria­nita, gente un poco obesa… Entonces quedaban fue­ra de cuadro o directamente la tapaban a Adrianita que seguía, pobre, hundida en su silla de ruedas. El fotógrafo tuvo que hacer magia. 

Después, Humberta le dio a la nena un cuchillo para que posara como si estuviera por cortar la torta. Ella apoyó el filo entre las dos velas que formaban el número catorce. «¿Por qué no le sacamos una foto como si estuviera parada?», dijo un invitado. «¿Y si los pies salen mal?», dudó Humberta. Entonces el fo­tógrafo dijo que después él le cortaba los pies en el laboratorio. A Adrianita no le gustó el comentario. La tía Silvia la vio hacer una mueca de dolor, y no hubo forma de que se parara, así que al final la dejaron así, sentadita en su silla de ruedas. 

Después la llevaron al cuarto de la abuela, que no salía de la habitación desde hacía años. Ya que habían contratado a un fotógrafo, había que aprovechar para sacarle una foto con cada invitado. Entre dos la car­garon a Adrianita en su silla y la pusieron al lado de la cama de la abuela. 

Eran como quince personas ahí adentro, todos ha­cinados. A la tía Silvia le pareció un espanto. Había que arreglarle el pelo, cubrirle los pies con almohado­nes, decorarla con flores. No se podía respirar. 

Adrianita sudaba y hacía muecas. El fotógrafo prendió las luces y sacó la foto. Todos aplaudieron de alegría. Un desubicado dijo: «Parece una novia. Casi tan linda como antes del accidente. Lástima los botines…». 

«¡Ahora una con el abuelo!», exclamó Humberta. Y la tía Silvia dijo: «¿No les parece que ya fueron su­ficientes fotos?». 

Humberta se acercó a la tía Silvia y le dijo que des­pués de todo lo que había sufrido, pobre Adrianita, y de todo lo que habían tenido que aguantar también ellos, la familia, durmiendo en el piso del hospital, dándole su propia sangre en transfusiones para que quedara viva (paralítica, pero viva), lo menos que po­día hacer la nena era sacarse unas fotos de recuerdo… 

La tía Silvia vio cómo Adrianita se quejaba. Le pareció que pedía un vaso de agua, pero estaba tan agitada que no podía hablar. Dos hombres la lleva­ron, de nuevo, al patio y la pusieron junto a la mesa. Adrianita posó una vez más en la cabecera, al lado del abuelo y de la torta con velitas. Ya ni sonreía. Abría la boca como si diera bocanadas de aire. 

Justo cuando el fotógrafo disparó la cámara, la tía Silvia observó cómo la imbécil de Humberta se metía en primer plano, siempre en primer plano, para aca­parar la foto. 

Y después sacaron más fotos: destapando las bo­tellas, llenando las copas, cortando la torta. Recién cuando iban a cantar el «Feliz cumpleaños» notaron que la cabeza de la nena colgaba de su cuello como un melón. 

Todos siguieron charlando, pero la tía Silvia se dio cuenta. Fue Humberta, la mamá, quien le sacudió un brazo a la nena para despertarla y dijo: «Ay, esta nena está muerta». 

Después del tumulto, todo el mundo tuvo que vol­ver a su casa sin probar un bocado. Por suerte, antes de que llegara el fotógrafo, la tía Silvia había tomado la precaución de guardarse unos sanguchitos de miga en los bolsillos del blazer verde, porque con esa fami­lia nunca se sabía lo que podía pasar.

Silvina Ocampo
Una adaptación de Hernán Casciari