Las grandes matanzas y los videojuegos
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Lo primero que hizo la policía alemana el miércoles, después de levantar los cadáveres de dieciséis personas en el colegio de Winnenden, fue entrar a la habitación del chico Tim Kretschmer y confiscarle la computadora para ver cuáles eran sus videojuegos violentos. No encontraron ninguno: ni el Grand Theft Auto, ni el NARC, ni tampoco el Killer 7. 

Según los compañeros del asesino múltiple, a Tim no le gustaban los videojuegos. La decepción policial fue terrible. Como si les hubieran quitado del caso. ¡Ah, qué desazón más grande, el chiflado no tenía videojuegos! La prensa sensacionalista también sufrió muchísimo al conocer la noticia: Tim Kretschmer, la bestia humana, no era un entusiasta de ningún jueguito online. Las ventas de tabloides serían bastante menores, porque la sociedad siempre se prepara con ansias, se pone la servilleta en el cuello, se predispone a hablar pestes de la cultura del ocio juvenil cada vez que ocurre una tragedia con un loquito de quince años que mata sin ton ni son.

La televisión española hará dentro de pocas semanas un telefilm con la historia de José Rabadán, un chico al que se recuerda como el «loco de la ballesta». En 1994 partió al medio a su padre con una katana, un sable japonés muy famoso en occidente por algunas películas y videojuegos. El muchacho está preso desde entonces, y sigue repitiendo que su locura nada tiene que ver con Squall, el protagonista del videojuego Final Fantasy VIII. Pero la opinión pública no oye, necesita sospechar que sí, que todos los males del mundo vienen por ese lado, que internet y lo inalámbrico ocioso les está pudriendo el cerebro a los más jóvenes. Cuando no existía la tecnología suficiente para echarle la culpa al Pac-Man, el gran problema era la música. La mañana de 1999 en que Eric Harris y Dylan Klebold entraron a su escuela de Jefferson (Colorado) y mataron a doce alumnos y a un profesor, la prensa sensible libró una lucha sin cuartel para que el culpable secreto, el sutil instigador de todo fuese el cantante Marilyn Manson. Y así fue, las personas lo siguen nombrando cuando aparece el caso, aunque los chicos asesinos jamás habían escuchado a Manson. No importaba.

Tim Kretschmer, el chico alemán que enloqueció el miércoles pasado, usó para los crímenes una pistola de su padre, que tenía más de quince armas cortas en el hogar. También Junior, el alumno que provocó una masacre en Carmen de Patagones en 2004. Su papá era prefecto y tenía armas en casa. También uno de los asesinos de la escuela Columbine usó un arma paterna. Si quisiéramos, podríamos encontrar paralelos entre muchos de estos casos. Padres adoradores de las armas. Padres coleccionistas de armas. Padres que no saben guardar armas bajo llave. No. No es intenso, no es memorable. Cuando la culpa es de los videojuegos resulta mil veces mejor. De este modo nos desentendemos, no tenemos la culpa de nada. De este modo podemos seguir siendo de la época del balero y del yoyó, juegos sanos. En nuestros tiempos de pelotas de trapo estas cosas no pasaban. El petiso orejudo y Robledo Puch no cuentan: fueron casos aislados.

Hernán Casciari